En estas fechas, con especial significación, podemos comprobar que, en España, hay dos espacios que permanecen demasiado cercanos, confundidos y sin acabar de encontrar su verdadera posición dentro de la constitución. Según lo que podemos leer, somos un estado “aconfesional”, expresión que se utilizó para no terminar de definirnos como un estado laico; no estaba el horno para más bollos en el 78 y ahora, décadas después, podemos ver las consecuencias de esa indefinición y de esa tibieza.
Por toda España se celebran procesiones (estaciones de penitencia para los forofos) en las que la presencia del estado, a través de representaciones de policía, ejército o cargos institucionales, es masiva. Bandas de música, batallones de gastadores, recursos públicos -lo de la Legión en Málaga es un despliegue en toda regla- hacen que todo acabe confundido en un marasmo de indefinición legal que no me gusta nada.
Nada tengo contra esa tradición -curioso que las nuevas generaciones no tengan ni la más remota idea de lo que ven y lo que significa- pero todos debemos ser conscientes de que hay una institución que si registra, manipula y utiliza esas concentraciones de personas en su favor: la Iglesia.
La Iglesia no desperdicia nada y sigue tensando la cuerda de su teórica influencia social para mantener cientos de colegios en régimen de concertación a cargo del estado; sigue posicionada en la educación haciendo caso de la afirmación de Ignacio de Loyola: darme a vuestros hijos y os devolveré soldados de Dios.
España, hoy, ha cambiado su estructura religiosa y nada tiene que ver con la que, en 1978, tuvo que cuidar a una sola religión tutelada y apoyada por aquellas fuerzas vivas -muy vivas, por cierto- de manera que deberíamos dar el paso que no nos atrevimos a dar y declarar la verdadera naturaleza laica del estado, sin más.
Ya no hay, desde mi punto de vista, ninguna razón que justifique el mantenimiento de ese resbaladizo término y sin embargo, sí hay una enorme población que practica otras religiones que se sentiría mucho más a gusto bajo la asepsia de un estado laico que tratara a todas las religiones desde la misma distancia y con la misma independencia.
No pretendo negar la enorme influencia de la iglesia católica y del cristianismo en la evolución y en la construcción de lo que Europa es y significa -con especial incidencia en España -, pero sí creo que ha llegado el momento de que las cosas se adecuen a la realidad del momento. Hoy, es obvio, la iglesia católica se bate en retirada pues la sociedad ya no le otorga el peso que tenía hace décadas. La semana santa empieza a ser una festividad más cultural que religiosa, como lo pueden ser las Fallas, las piraguas o san Fermín. Y no me parece mal que todo se gestione desde la perspectiva del inmenso patrimonio cultural que tenemos y me parecería positivo que otras religiones empezaran a construir otras manifestaciones públicas en torno a sus propias tradiciones. Me parecería estupendo celebrar el año nuevo chino, el Yom Kipppur judío o – tras el paso por mataderos adecuados – la fiesta del cordero.
España ya no es una isla, ya no somos la “reserva espiritual” de Occidente o chorradas semejantes: España es una sociedad moderna que debe evolucionar en esa modernidad con todas sus instituciones y además, debemos hacerlo con naturalidad y sin traumas que eleven tensiones o que supongan momentos de enfrentamiento.
Si hacemos caso al mandato, demos a dios lo que es de dios y al césar lo que es del césar, que ya el propio Jesús, en una época de tensiones entre la religión oficial de Roma y el judaísmo, intentó la fórmula como vía de convivencia.
Hagámosle caso y que no acabemos como la Jerusalén de Tito: arrasada y camino de la diáspora por un quítame allá esos credos.