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La Iglesia se considera en posesión de una verdad total, de origen divino, exclusiva y excluyente.
Para mi amiga Chantal
Vivir inmersos en los códigos culturales, morales y conductuales del catolicismo no siempre beneficia su comprensión, sino que puede constituir un obstáculo pertinaz para juzgar el nivel de poder, el grado de corrupción y la cota de dogmatismo de esta institución. Si hablamos de su poder, es cierto que la Iglesia ha tenido que ir cediendo parcelas de su proyecto hegemónico ante potencias más fuertes, pero este siempre ha sido un repliegue no deseado y más bien impuesto desde fuera de sí misma. En cuanto a la corrupción, podríamos decir que esta es inherente a una institución en la que la jerarquía sacramental, jurídica y administrativa se pone al servicio de una monarquía absoluta. Y del mismo modo que su corrupción no depende de los deslices de este lacayo o de aquel señor sino que es estructural, el dogmatismo también es constitutivo en ella pues sus verdades de fe subsisten a lo largo de los siglos. La Iglesia se considera en posesión de una verdad total, de origen divino, exclusiva y excluyente considerando legítimo todo medio que pueda convertir su fe en territorio infranqueable.
Teniendo en cuenta que estas premisas se han mantenido firmes a través de los siglos, ¿podemos siquiera cuestionarnos que la Iglesia ha cambiado y ampliado su horizonte de tolerancia? ¿Cómo transigir a tales dudas cuando la Iglesia sigue asentada sobre la fe y la fe tiene como aliada natural la ignorancia? ¿De qué tolerancia hablamos cuando nos referimos a una institución sustentada sobre la renuncia a la verdad? ¿Qué entiende por tolerancia una religión cuyo dios castiga a la humanidad porque una mujer extendió su mano hacia el árbol de la sabiduría? Eva es el nombre del interés por el conocimiento que la Iglesia transmuta en pecado y abyección, un conocimiento que, no lo olvidemos nunca, jamás ha interesado a los profetas, sacerdotes, obispos y militantes de la fe, pero sí a mujeres y hombres defensores de la ilustración y la secularización.

La sociedad ha cambiado, la Iglesia no. Con esfuerzo, lucha y perseverando hasta la extenuación, las sociedades han ido tomando conciencia de la naturaleza racional de los seres humanos y de la igualdad como valor superior a cualquier revelación de fe. La Iglesia no renuncia jamás a nada y continúa defendiendo que para conocer es necesario creer y, para alcanzar la igualdad, imprescindible aplazarla a un tiempo y a un reino que no son de este mundo. La Iglesia siempre inamovible y fiel a sus dogmas, Siempre igual a sí misma decía Gonzalo Puente Ojea en un revelador artículo del año 1989, ha gestionado con sagacidad su mensaje adaptando el lenguaje a los nuevos tiempos y, con insuperables dosis de cinismo, ha hecho un uso político de movimientos ajenos a sus principios: el humanismo, la democracia, la ciudadanía, el feminismo, la libertad de conciencia y expresión, el movimiento LGTBIQ+… Me gustaría poder decir que ninguna de estas astucias ha engañado a los hombres y mujeres del siglo XXI, pero no es así. Me conformaría con poder afirmar que ninguna de estas astucias puede engañar a los hombres y mujeres con quienes comparto una ideología de izquierdas, pero tampoco es así. No obstante, lo que sí puedo afirmar y me satisface reconocer es que si hay una ideología menos permeable a dichas astucias esa es el feminismo.
Tal vez la clarividencia del feminismo frente a la sagacidad y versatilidad operativa de la Iglesia se deba a que las mujeres seguimos experimentando nuestros cuerpos como blanco a batir por su doctrina reaccionaria. Amparándose, por mor de voces divinas, en la identificación de “la mujer” con lo corporal irreductible a la razón, la Iglesia ha subyugado nuestros cuerpos a relaciones de poder y dominación, los ha ido cercando y marcando bajo signos y tradiciones que perduran en la actualidad. Todo empieza cuando el cristianismo lee el cuerpo de la mujer como un castigo (“Multiplicaré tus sufrimientos en los embarazos. Con dolor darás a luz a tus hijos”) y convierte su existencia en expiación (“necesitarás de tu marido y él te dominará”). El desprecio del Génesis hacia el cuerpo de las mujeres torna en asco de mano de San Agustín: Inter foeces et urinam nascimur. Y tras esta escatológica sentencia, a la Patrística le resulta intolerable aceptar que el hijo de Dios nazca del cuerpo de una mujer, pero sí coherente alegar el nacimiento virginal de Cristo. El dogma persevera en el siglo xxi y el oxímoron de la madre-virgen sigue acompañando las infancias de creyentes y ateos a través de una ética polisémica inmersa en códigos culturales, morales e incluso conductuales.
El ciclo de la vida no existe en el universo simbólico del cristianismo porque hay un desprecio doctrinal hacia el cuerpo de las mujeres. Perseverar en el mismo ha conducido a la vergüenza de mirarnos, al miedo de gozarnos, al asco de nuestros flujos y sexos, a la interiorización del horror, al desprecio de lo que tenemos y la frustración del no tener y solo ser lo otro. Este es el crimen que la Iglesia ha cometido contra las mujeres y frente al cual yo me pregunto: ¿por qué pensar que la Iglesia intolerante y sus crueles prácticas contra la libertad son asuntos del pasado, cuando su doctrina sigue predicando la abyección de las mujeres y sus cuerpos? Los medios de comunicación y redes sociales llevan semanas volcados en los mecanismos de sucesión papal, tiempo suficiente para darnos cuenta de que, independientemente de su nombre, ese líder que encarna la sensibilidad populista de la religión es también un maestro del sanewashing. Un paladín teocrático encargado de dar cierto aire de sensatez a una locura que se plasma en realidades prácticas como la de la homilía de la Virgen de la Salud en Alcantarilla (Murcia): “somos un pueblo que padece enfermedades espirituales” dijo el predicador murciano mientras indicaba como causas de tales afecciones “la mayor presencia de la mujer en los ambientes laboral y sociopolítico, el desprestigio presente de la maternidad, el perjuicio de la esponsalidad, el pensamiento de una autosuficiencia y no necesidad respecto del varón, la pérdida de la esencia de la feminidad, etcétera”.
Podríamos esbozar una sonrisa irónica si no fuera porque el gran narcotizador de la injusticia y sus esbirros están ahí, en todos los medios de comunicación y redes sociales; ahí continúa en su trono el representante de la amnesia universal; el predicador del querer-no-saber-qué-es-la-verdad sale al balcón aclamado entre multitudes y su nombre no nos importa porque siempre es el mismo: el nombre de la mentira. Ahí llega con su tiara y su férula el nuevo relevo falo-logocéntrico y aquí esperamos las feministas en estruendosa carcajada, movilizadas por nuestra risa, fortalecidas por nuestra voz-grito que detona así:
“Dejad que tiemble el sacerdote, vamos a enseñarles nuestros sexos; peor para ellos si se desmoronan al descubrir que las mujeres no son hombres, o que la madre no tiene”
(Hélène Cixous: La risa de la medusa)




