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De San Perón a Cristo Vence: la relación entre el General y la Iglesia, entre el cielo y el infierno

¿Cuál fue la relación entre Juan Domingo Perón y el Vaticano? Algunas claves de una historia plagada de amor, odio, concesiones y desprecios. Desde la religión obligatoria en escuelas públicas de 1946 a la integración de las bandas paraestatales de los 70.

Juan Domingo Perón y la Iglesia católica tuvieron una relación que podría sintetizarse en la vieja antinomia “amor-odio”. Desde hace tiempo gran parte del periodismo y los analistas mundiales identifican al mismísimo Jorge Bergoglio con esa corriente política. Sin ir más lejos, este año el doctor en filosofía y periodista Ignacio Zuleta publicó su investigación sobre Francisco bajo el título El Papa peronista.

Pero la historia de la poderosa institución con sede en el Vaticano y el líder del nacionalismo burgués argentino estuvo marcada por mucho más que pasiones litúrgicas y doctrinas sociales.

Génesis

Ignacio Zuleta menciona en su libro que “el plexo de ideas del nacionalismo católico alimentó al peronismo. El Gobierno nacido del golpe de Estado de 1943 se abrió por primera vez a la introducción de la enseñanza religiosa en las escuelas. Algo que Juan Domingo Perón consagrará en 1946, desplegando las bases de una compleja relación con la Iglesia”.

Institucional y doctrinariamente, Perón se llevó de maravillas con el Vaticano hasta 1953. Tan es así que en casi todo el período de sus dos primeros gobiernos mantuvo vigente el decreto de obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, que había sido firmado en 1943 por el dictador Pedro Ramírez.

En febrero de 1946 Perón ganó las elecciones con la promesa de mantener tanto la enseñanza religiosa como la “indisolubilidad del matrimonio”, es decir que no propiciaría una ley de divorcio, como era el reclamo de gran parte de la sociedad civil. Por eso la Curia apoyó su candidatura. En recompensa a su apoyo electoral, en 1947 el militar presidente hizo que aquel decreto se transformara en ley.

Si de un lado la alianza peronista-eclesiástica significaba el mantenimiento de privilegios y estatus excepcional para la sucursal argentina del Vaticano, del otro lado significaba la apropiación de un “cuerpo teórico”, particularmente basado en la llamada Doctrina Social de la Iglesia, que le servía a Perón para combatir al clasismo, al socialismo y al comunismo en el seno de la población trabajadora.

En su libro de memorias Nuestro país, nuestra iglesia: nuestro tiempo, publicado en 2016, monseñor Jorge Casaretto (uno de los exponente más “gorilas” de la jerarquía eclesiástica actual), no deja de homenajear ese inestimable aporte del General a los intereses del oscurantismo criollo. Allí afirma que “Perón llega a la presidencia y afirma que implantará la enseñanza religiosa en las escuelas, fortalecerá la familia y gobernará basándose en la Doctrina Social de la Iglesia. En esas palabras, los obispos en general y gran parte de los católicos vieron plasmadas sus banderas de lucha de muchos años”.

Las “banderas de lucha” no eran otras que la de los intelectuales nacionalista y conservadores contra la Ley 1.420 de educación laica. Tan es así que en su libro Casaretto cita al cardenal Antonio Caggiano, protagonista central de aquellos tiempos, cuando sugería al Episcopado argentino “no perder el tren peronista”.

Décadas después, recuerda Zuleta en el libro sobre Bergoglio, el papa Juan Pablo II afirmó ante un grupo de obispos argentinos que “los únicos sindicalismos no marxistas que conozco son el polaco y el argentino”, a lo que ellos le respondieron que eso “es por el peronismo”.

Apocalipsis

A fines de 1954, la creación del Partido Demócrata Cristiano graficaría el momento en que se abrió una profunda grieta en la alianza consumada en los años previos. Dos elementos fueron claves en ese proceso: el aval del imperialismo estadounidense a la rebelión clerical para aglutinar en su entorno a todos los sectores reaccionarios argentinos; y la avanzada “competencia” entre el Gobierno y la jerarquía católica en áreas como la educación, el asistencialismo a los pobres y el manejo estatal de aspectos tradicionalmente detentados por la institución religiosa.

A los planteos de la Curia Perón les haría planteos contrarios. Así, entre fines de 1954 y mediados de 1955, volviendo sobre sus propios pasos, propició la derogación de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa, la sanción del divorcio y la derogación de las exenciones impositivas para la Iglesia. Sería el comienzo de una ruptura que tendría alcances trágicos.

El mes de junio de 1955 quedó marcado en la historia por dos hechos donde la cruz y la espada (o las bombas) tuvieron un protagonismo central. El sábado 11 una masiva peregrinación de Corpus Christi marcharía desde Plaza de Mayo al Congreso y a su paso lanzaría pedradas contra diarios peronistas, quemaría banderas argentinas, levantaría la insignia blancamarilla del Vaticano y hasta removería las placas colocadas en el Congreso en homenaje a Eva Perón.

El jueves 16 la Armada bombardearía con sus aviones la Plaza de Mayo. Era el mediodía de un día laboral. El saldo, nunca precisado en detalle, fue de más de 300 muertos y miles de heridos. El acompañamiento eclesiástico a la masacre fue evidente. Los aviones fueron preparados para el ataque con insignias que no dejaban lugar a dudas. La cruz sobre la letra ve corta: Cristo Vence. Tres meses después, el 16 de septiembre, el militar nacionalista ultracatólico Eduardo Lonardi encabezaría el golpe de Estado autotitulado “Revolución Libertadora”.

Una de las disputas públicas de Perón sobre el final de su mandato la mantuvo con el entonces verborrágico cura de la diósesis de Corrientes, Victorio Bonamin. El sacerdote, de íntima relación con los círculos militares, a principios de los 60 sería ungido provicario castrense, segundo en la línea de representación del Vaticano dentro de las Fuerzas Armadas. El cargo lo mantendría hasta 1982, es decir que participó de las dictaduras de Onganía-Levingston-Lanusse (1966-1973) y de Videla-Viola-Galtieri-Bignone, además del tercer gobierno peronista de 1973-1976.

Resurrección

Los años que siguieron al golpe gorila de “La Fusiladora” estuvieron marcados por el antiperonismo feroz de la Curia. Sin embargo, la proscripción del movimiento peronista a manos de dictaduras y gobiernos civiles aplicadores de ajustes, represiones y demás atropellos contra la población fueron forjando un proceso plagado de idas y vueltas en ese binomio político-cultural-religioso.

Entre mediados de la década de 1960 y principios de la de 1970 desde la propia militancia católica de derecha surgirían dirigentes destacados de las organizaciones armadas peronistas que confluirían en Montoneros, así como también convencidos integrantes de las bandas paraestatales de la derecha peronista como la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) y la Concentración Nacional Universitaria (CNU).

Las pujas internas de la Iglesia surgidas del Concilio Vaticano II (1962-63), que en regiones como Latinoamérica se expresaron en la llamada Teología de la Liberación y el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, por un lado, y en el fortalecimiento del nacionalismo ultracatólico integrista, del otro, tuvieron su capítulo “peronista” durante los años de insurgencia obrera y ascenso revolucionario.

La vuelta de Perón a la Argentina fue no solo habilitada sino esperada con ansias por las clases dominantes para resolver una crisis que escalaba sin pausa. La jerarquía católica, siempre consustanciada con los intereses de esas clases, también vio en el viejo caudillo la posibilidad de frenar los efectos devastadores para sus privilegios que implicaba la marea insurgente, gran parte de cuya militancia obrera, estudiantil, barrial y cultural planteaba un horizonte, socialista, comunista y anticlerical.

Durante aquellos años, mientras la Curia participaba entusiasta de los actos oficiales tanto de las dictaduras de Onganía y Lanusse como del posterior tercer gobierno peronista (al tiempo que a través de sus capellanías era parte activa de las conspiraciones militares), se declaraba totalmente indiferente ante los ataques que sufrían sus propios fieles y hasta curas y obispos por parte de la Triple A de José López Rega.

Para la jerarquía eclesiástica la muerte de Perón fue una señal inequívoca de que el destino de la institución estaba atado a la resolución de fuerza que pusiera coto y fin a la insurgencia obrera y popular. No es casual que esa misma jerarquía acompañara a Isabel Perón y López Rega hasta “la puerta del cementerio” y se integrara con armas y bagajes, desde el 24 de marzo de 1976, al plan genocida de Videla, Massera, Agosti y Martínez de Hoz.

Gran parte de la militancia peronista caída en los chupaderos de la dictadura vio pasar por esos centros de detención a curas y capellanes que les prometían, confesión de sus “pecados” mediante, mejoras para sus tan poco cristianas situaciones. Sobran los testimonios de sobrevivientes que afirman que, luego de esas confesiones ante los representantes de Dios en la tierra, esos feligreses terminaron asesinados y desaparecidos.

El numeroso staff de la jerarquía católica de aquellos años estuvo integrado por personajes como Jorge Bergoglio, quien en entonces fue la máxima autoridad de la congregación jesuita argentina. Sobrevivientes y familiares de víctimas del genocidio lo han denunciado de complicidad directa en detenciones, desapariciones y hasta robos de bebés. Ironías de la historia, hoy se dedica a homenajear a víctimas del horror como Carlos Mujica y hasta canonizar a monseñor Angelelli y (a quienes siempre olvidó siendo cardenal en Argentina) y no reniega para nada de que la prensa mundial le diga, casi cariñosamente, “el Papa peronista”.

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