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De ritos, rituales y el Estado laico

El calendario ceremonial de la República no debiera exhibirse acrítico ante los cambios culturales inducidos por los hechos históricos y sociales del país que, inevitablemente, lo llenan de nuevos, complejos y plurales significados, por lo que requiere ser ajustado a la sensibilidad política nacional. Todo indica que es el momento adecuado para hacerlo, aliviando en gran medida la carga inapropiada de debate valórico privado que cubre la vida de la nación.

En medio de la crisis de identidad y de vida comunitaria interna que aqueja a la Iglesia católica en los últimos años, ha resurgido la pregunta acerca de dónde nace, cómo se desarrolla y enraíza en la vida pública de Chile la conmemoración de las gestas republicanas con fuertes contenidos de origen religioso. La presencia ceremonial del Te Deum con motivo de las Fiestas Patrias, el sometimiento de las Fuerzas Armadas a la protección de santos patronos y muchos otros actos, incluidos los juramentos de regla pública bajo la invocación de Dios, parecen una contaminación simbólica no necesariamente cívica ni socialmente integradora.

Es verdad también que buena parte de la simbología republicana aparece contagiada de emblemas o modos masónicos –religiosos a su manera de librepensamiento– en muchos de los íconos públicos, lo que, en estricto rigor, no tiene mayor diferencia con el uso de simbología religiosa en casos similares.

Es muy posible que parte importante de todo ello provenga de la búsqueda de elementos que refuercen la legitimidad laica natural del actuar republicano por parte de quienes detentan el ejercicio del poder, ya sea que busquen anclar los ritos y celebraciones en elementos fácilmente identificables por las masas ciudadanas –como suele ocurrir con lo religioso– o, simplemente, en una demostración de poder parcial de sus corrientes y partidos en formación en las nuevas repúblicas o momentos fundantes de lo público. En general, los ritos iniciales de una República tienen mucho de señas de poder y son –en gran medida en sus formulaciones– formas implícitas de imponer jerarquías.

El uso de simbología religiosa termina siendo muchas veces discriminatoria e incluso ofensiva respecto de terceras creencias o religiones, desafectando el sentido cívico de la ceremonialidad y ritualidad republicana. Basada esta en la adhesión racional y laica a un Estado, las creencias sectarias y las adscripciones sociales irracionales, ceremonias como los Te Deum o las velaciones de armas destinadas a un patronazgo religioso, superan con mucho el pacto constitucional de los ciudadanos. Y en determinados aspectos, pueden incluso dañarlo, menoscabarlo, retrotrayéndolo a ámbitos sombríos, supersticiosos.

Nada justifica, sin embargo, que tal costumbre se mantenga de manera acrítica en el tiempo y que persista hoy, ya solo como un rezago de ideologías o pensamientos periclitados por la cultura cívica y democrática de nuestros días.

El uso de simbología religiosa termina siendo muchas veces discriminatoria e incluso ofensiva respecto de terceras creencias o religiones, desafectando el sentido cívico de la ceremonialidad y ritualidad republicana. Basada esta en la adhesión racional y laica a un Estado, las creencias sectarias y las adscripciones sociales irracionales, ceremonias como los Te Deum o las velaciones de armas destinadas a un patronazgo religioso, superan con mucho el pacto constitucional de los ciudadanos. Y en determinados aspectos, pueden incluso dañarlo, menoscabarlo, retrotrayéndolo a ámbitos sombríos, supersticiosos.

En los orígenes de la Independencia, la comunidad nacional –imaginada por los padres fundadores de la República– requería y recurría a todos los elementos que pudieran fortalecer la confianza en la unidad de la nación, en la supervivencia de sus instituciones y en la orientación de las “buenas leyes”, como elementos centrales de la formación moral y cívica de los ciudadanos. Parte sustantiva de ello provenía de lo que los gobernantes representaban como figuras políticas y morales o, al menos, lo que la mayoría de sus conciudadanos sentía que representaban, expresada como una voluntad con forma de fe, pero que entrañaba un profundo convencimiento racional de la posibilidad de independencia y libertad.

La selección de los actos o fechas de conmemoración, las circunstancias y los atributos de quienes los instauran, no son neutros, sino que prefiguran tanto el onomástico como el orden del cual van antecedidos o precedidos. El calendario de la vida nacional tiene un orden y, tanto su ocupación como su uso, son significados mayores en el ejercicio del poder. Los militares, profesionales expertos en el uso de las rutinas y los símbolos, lo saben perfectamente.

Por lo mismo, el calendario ceremon>ial de la República no debiera exhibirse acrítico ante los cambios culturales inducidos por los hechos históricos y sociales del país que, inevitablemente, lo llenan de nuevos, complejos y plurales significados, por lo que requiere ser ajustado a la sensibilidad política nacional. Todo indica que es el momento adecuado para hacerlo, aliviando en gran medida la carga inapropiada de debate valórico privado que cubre la vida de la nación.

No es un momento de teorías como si se tratara de debatir sobre Platón, el significado de las exequias de Augusto César o del sitial de Napoleón en la historiografía francesa. Ni tampoco si los actos del sumo pontífice católico se asemejan más a la distribución de coronas terrenales o dispensas de moralidad y buen gobierno, a diestra y siniestra, que a la buena administración de un tránsito a la eternidad para los feligreses de su Iglesia.

Hoy la democracia y su desarrollo, al menos en Occidente, tiene sus ritos de instauración, entronización de autoridades y control de los gobiernos, debidamente enraizados y referidos íntegramente a la vida cívica y la conciencia de los ciudadanos, que es la que convierte los ritos y ceremonias republicanas en un acto de cultura cívica nacional, inclusiva y laica.

 Editorial de El Mostrador – Chile

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