“De los buenos cristianos, líbranos, Señor”. Lo decía el angustiado Unamuno. Hoy sigue siendo una invocación válida y urgente. La compatibilidad entre ciencia y religión es un desideratum antiguo, pero no por antiguo menos incongruente. La Iglesia, siempre orgullosa de poseer el monopolio de la verdad, nunca ha admitido que pueda haber verdades científicas al margen del depósito de la palabra de Dios de la que se proclama albacea única. Y lo que los científicos investiguen y las conclusiones a las que lleguen no pueden estar enfrentadas en ningún caso con esa revelación de la que se proclama administradora única. A falta de una coherencia unitaria de la revelación, la Iglesia ha necesitado convertir el evangelio en un refranero que acuda con cada sentencia proverbial a tapar los agujeros que la ciencia construye para negar con ecuación con la voluntad divina. Ha pagado caro este orgullo. Galileo, Servet y otros muchos son testigos de su crueldad. La Inquisición (nunca santa) inmoló descubrimientos entre llamas, ocultó hallazgos, enterró obras literarias. Y esa inquisición (nunca santa) sigue condenando la teología de la liberación, la dedicación prioritaria al mundo de los pobres, las opiniones de quienes se adentran en el misterio del hombre.
El ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón (qué descentrado está el hombre a quien se descentra el centro) se ha perdido a sí mismo por el laberinto de la M-30 de su alma. Y para encontrarse, ha agregado al comité de Bioética existente a personas que le alumbren la salida jeroglífica del aborto, el matrimonio homosexual, las células madre…Nicolás Juve de la Barreda ha empezado su pontificado intelectual con un ensayo digno de consideración.
Desde la ciencia, asegura este insigne torquemada, las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo son una inmoralidad, porque la homosexualidad no se fundamenta en rasgos genéticos, sino en una desviación de la conducta a la que se llega por opción personal. El determinismo genético choca frontalmente con el trasfondo moral y en consecuencia para este catedrático debe prevalecer la visión católica a la postura científica.
Vicente Bellver, profesor de Filosofía del derecho de Valencia, propugna en nombre de su visión católica que las células madre de adultos ganan ahora mismo la carrera a las células madre embrionarias. El creacionismo reservado a la omnipotencia del dios hacedor del mundo entra en competencia con la creación del hombre en beneficio del hombre. No importa la aportación de vida del ser humano a la vida de otro ser humano. Ese gozo creador debe ser menospreciado en aras de un dios que nada tiene que ver con la evolución de Darwin o la plenitud intelectual e investigadora del ser humano.
Sólo apuntar finalmente la visión estrávica que sobre el aborto mantiene Natalia López Moratalla “El aborto voluntario produce problemas psiquiátricos en la mujer” ”Un 81% tiene riesgos de problemas mentales”.
La incorporación de estos tres católicos por deseo de Gallardón al comité de bioética creado en 2007, aporta una visión de conferencia episcopal empotrada en la visión de un ministro de justicia que desde que asumió su cartera ha sido eco de cabezas mitradas y anillos papales. Gallardón aspira a Moncloa. Y para dar cumplimiento a sus sueños sabe que tiene que estar al lado de la jerarquía eclesiástica, de organizaciones pro-vida y de aquellos que machacan el amor homosexual porque el amor estorba cuando en los ojos sólo se dibuja la España una, grande, libre, de sagrado corazón en vos confío, de adoración nocturna y opus ministerial.
Hay que ayudar a cerebros católicos que ponen a dios en su altar supremo, bajo cuyos pies se aplaste la iniciativa creadora de la ciencia.
Rafael Fernando Navarro es filósofo