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De la verdad y su defensa

Me llegan por WhatsApp numerosos mensajes ajenos a la relación personal, y los remitentes me confiesan que a menudo los transmiten sin siquiera leerlos, porque el propio mensaje reclama su reenvío. Unos pocos resultan útiles o interesantes, pero muchos de ellos me resultan bastante cuestionables, faltos de rigor, sean de carácter político, religioso, o más general. Asimismo, leo y escucho noticias o comentarios que me parecen tendenciosos, faltos objetividad; sucede tanto en medios tradicionales como en redes sociales. La verdad parece objeto de ataques desde intereses diversos y espurios: se diría que ha llegado el imperio de la posverdad.

También ocurre que, en ambientes católicos, oigo hablar de la verdad como si se pronunciara con mayúsculas, como si se refiriera a la verdad evangélica aunque sin añadir el objetivo. Acaso forma parte de la particular retórica clerical y sus habituales licencias. Sin menoscabo de lo legítimo y aun cardinal de las creencias religiosas, uno prefiere, empero, hablar de la verdad en el terreno racional; sí, hablar de la verdad desde la razón, aunque sin empeñarse en poseer una ni otra.

En esta sociedad de nuestro tiempo se diría, sí, que la verdad se ve cada día más disfrazada, que se la somete a piruetas dialécticas que la desdibujan, que es troceada al gusto, y en definitiva que se la aleja de los hechos para aproximarla al interés de quien la difunde, o al de la audiencia a quien se dirige. Además, se acude a menudo a la ambigüedad y a retóricas demagógicas. Llevamos todo ello con cierta resignación y aun se diría, en general y si el lector asiente, que somos más receptivos cuando la supuesta verdad nos conviene o gusta, y que nuestro nivel de exigencia resulta en general modesto.

Quizá todos habríamos de valorar más la verdad y la sinceridad como elementos básicos de la convivencia, y tendríamos que rechazar desde luego la posverdad, tan manejada por unos y otros. Así habría de ser aunque, en nuestra vida personal cotidiana, el asunto es complejo: cada circunstancia es singular y a veces puede resultar moralmente adecuado transformar u ocultar la verdad. No, no parece siempre reprobable dejar a un lado la verdad pura en la vida personal-social… Aquí encajaría, sí, lo de la mentira piadosa.

En realidad, el asunto resulta siempre complejo: cada uno percibe las realidades a su manera y difícilmente cabe sentirse poseedor de la verdad. Además, nos suele faltar información idónea y pensamiento crítico para analizarla con objetividad. Se diría que conviene manifestarse con prudencia al defender o declarar nuestras verdades (testimonios, conclusiones, argumentos, inferencias, opiniones, creencias, valores…), lo que incluye serenidad, mesura y respeto a los demás, sin perjuicio de la asertividad llegado el caso.

Hace un par de años, en mi asociación de antiguos alumnos (un colegio religioso salesiano) nos hicieron asumir, con cierta solemnidad, una promesa neoestatutaria que incluía DEFENDER A TODA COSTA (así, con mayúsculas) la verdad, como también la vida y la libertad. En mi opinión, las leyes ya salvaguardaban estos valores y el acto promisorio parecía alineado con el clericalismo; me resultaba desde luego fuera de lugar (y aun de tiempo). Pensé que no podíamos, desde luego, defender a ultranza nuestras verdades, y que, en realidad, las verdades generalmente aceptadas se acababan defendiendo solas.

En la vida cotidiana, muchas de nuestras “verdades” (conclusiones, argumentos, inferencias, opiniones, creencias, valores, etc.) pueden ser, sí, legítimamente cuestionadas, sea cual fuere el tema que se halle sobre la mesa. Cuando, por sólida y determinante, hubiéramos de defender nuestra verdad, uno diría que la cosa no consiste en ganar la batalla dialéctica, sino en desplegar con efectividad y sin excesos argumentos convincentes: la verdad (o la razón) podría perder valor si se tratara de imponer con excesos formales.

Hay personas que parecen enfadadas cuando defienden sus verdades. Algún político ha tenido que dimitir después de hacerlo, y algún obispo se ha ganado la reprobación de la sociedad por condenar con cierta estridencia verbal lo que la sociedad de las libertades admitía y el papa no condenaba. Uno apostaría por expresarse con libertad, pero también con mesura y prudencia, y sin especial ánimo de llevar razón.

José Enebral Fernández

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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