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La prohibición de celebraciones musulmanas en espacios públicos aprobada por PP y Vox en el municipio murciano de Jumilla institucionaliza los mecanismos para la construcción del «otro» como amenaza que recientemente hemos visto operar en Torre Pacheco. Si allí fueron las «cacerías» de inmigrantes tras una agresión puntual, ahora es la persecución religiosa administrativa la que cristaliza esta misma deriva autoritaria. La escalada es patente y de una violencia callejera pretendidamente espontánea se ha pasado a la discriminación legal ordenada. Los mismos actores políticos que mutaron a trabajadores esenciales en enemigos públicos ahora tornan a ciudadanos creyentes no cristianos en enemigos internos, reproduciendo con precisión milimétrica los patrones de deshumanización que Frantz Fanon identificó en la Argelia colonial durante la Guerra de Independencia (1954-1962).
La ordenanza de Jumilla destila una deliberada amnesia histórica que convierte en «extraños» a quienes forman parte de la historia peninsular. Durante ocho siglos, de 711 a 1492, España fue en gran parte musulmana, y la presencia islámica se prolongó hasta 1613, cuando se produjo la expulsión definitiva de los moriscos ordenada por Felipe III. Como documenta el catedrático en antropología de la Universidad de Granada José Antonio González Alcantud en El mito de Al-Ándalus (Almuzara, 2014), la construcción artificial de una España «pura» responde a intereses políticos contemporáneos que niegan la complejidad histórica de la Península. Los últimos moriscos fueron expulsados del Valle de Ricote, en Murcia —provincia a la que pertenece Jumilla, pero también Torre Pacheco— según decreto de 1613, completando un proceso de limpieza étnico-religiosa que tardó cuatro años en ejecutarse. La paradoja es demoledora: la prohibición sobreviene en una región donde el islam formó parte de la identidad local durante más de nueve siglos. El artículo 16 de la Constitución, que garantiza la libertad religiosa, deviene papel mojado ante la instrumentalización política del odio.
La aplicación coherente de los criterios demográficos esgrimidos en Jumilla conduciría a absurdos que los propios promotores no estarían dispuestos a aceptar. Si la mayoría de las vecinas y vecinos determina qué religión puede exhibirse públicamente, habría que prohibir las procesiones católicas en Ceuta y Melilla, donde la población musulmana es de facto mayoritaria. En Lavapiés, uno de los barrios madrileños con mayor diversidad religiosa, deberían prohibirse las festividades cristianas siguiendo esta misma lógica. La trampa argumental es evidente. Cuando tus propios criterios aplicados te condenan, la coherencia intelectual cede ante la conveniencia política. El precedente de Jumilla sienta las bases para una fragmentación territorial peligrosa donde cada municipio podría convertirse en un feudo confesional, instaurando un feudalismo religioso municipal que destruiría la cohesión nacional que la derecha dice defender. Esta lógica fragmentaria amenaza con balcanizar España según criterios confesionales, negando el modelo unitario constitucional.
Mientras PP y Vox persiguen mezquitas, ignoran la verdadera revolución demográfica religiosa. Según datos del Observatorio del Pluralismo Religioso, en España existen 4.300 lugares de culto evangélicos frente a 1.750 musulmanes, convirtiendo al evangelismo en la religión minoritaria con más espacios de culto. El número de parroquias evangélicas se ha triplicado en veinte años, pasando de menos de 1.000 en 2000 a más de 4.300 en 2024, un crecimiento exponencial que supera con creces el ritmo histórico de expansión islámica. El Observatorio del Pluralismo Religioso confirma que el 2% de la población española se declara protestante, cifra que se ha multiplicado por diez en dos décadas. Esta cifra contrasta con el 5% de musulmanes residentes en España (2,4 millones, según la Unión de Comunidades Islámicas), pero el crecimiento evangélico es proporcionalmente mucho más acelerado. En municipios como Torrejón de Ardoz, la población latina representa ya el 18,4% del total, estableciendo iglesias independientes procedentes de Colombia, Venezuela y Brasil, algunas vinculadas a movimientos ultraconservadores. La Iglesia Universal del Reino de Dios o corrientes neopentecostales como «Pare de sufrir» representan una transformación religiosa silenciosa pero masiva que, inexplicablemente, no genera alarma entre quienes se erigen en defensores de la identidad patria.
Los estudios sobre islamofobia institucional confirman que la persecución religiosa selectiva responde a patrones políticos, no a realidades demográficas. Según una investigación de la Asociación Marroquí para la Integración de Inmigrantes publicada en 2024, el 47,5% de musulmanes españoles ha sufrido ataques racistas, aunque solo el 6% decide denunciar formalmente. Como señala Daniel Gil-Benumeya, coordinador del Máster en Estudios Contemporáneos sobre el Mundo Árabe de la Universidad Complutense, la islamofobia española opera como «dispositivo glocal» que conecta dinámicas locales con narrativas globales de exclusión. Esta se articula a través de creencias, emociones y actitudes que la sociedad desarrolla hacia el colectivo musulmán, alimentadas por representaciones mediáticas sesgadas. La prohibición de Jumilla no surge de conflictos reales —en el municipio no se registran tensiones interreligiosas— sino de la necesidad de construir enemigos que alimenten el proyecto electoral ultra.
La decisión de Jumilla representa la consolidación de una estrategia de fragmentación democrática que trasciende lo religioso para atacar los fundamentos del modelo de convivencia español. Si Covadonga simboliza para la ultraderecha el inicio mítico de la «reconquista» cristiana contra el Islam, Jumilla representa su versión contemporánea: una cruzada selectiva que persigue solo a los musulmanes mientras ignora otras «amenazas» religiosas. La conversión del odio en ordenanza municipal normaliza la discriminación institucional y sienta precedentes peligrosos para otras minorías. El modelo de concordia forjado durante la transición, basado en el respeto constitucional a todas las confesiones, cede ante la instrumentalización ultra de los miedos. Jumilla no es un episodio aislado sino el ensayo general de una cruzada selectiva que busca redefinir España como un territorio confesionalmente homogéneo, negando siglos de complejidad histórica y casi cinco décadas de pluralismo liberal. La resistencia ante esta deriva no constituye solo una cuestión de derechos religiosos, sino de supervivencia democrática.




