La Iglesia española, con un evidente protagonismo de las órdenes religiosas, monopolizó la acción social durante la Edad Moderna, la larga época dorada del concento intervencionista de la caridad. El despotismo ilustrado en el siglo XVIII, desde un marcado utilitarismo, comenzó a cuestionar el monopolio eclesiástico y planteó la necesidad de la intervención del Estado, pero sería la Revolución Liberal quien plantease claramente una alternativa al peso indiscutible de la Iglesia, y por dos razones: una es de orden económico, y la otra tiene que ver con la voluntad política.
El largo proceso desamortizador español iniciado con Godoy, seguido por los afrancesados y los liberales de Cádiz y del Trienio, para llegar a su máxima expresión con las desamortizaciones de Mendizábal y, en menor grado, de Madoz, produjo un verdadero desastre económico para la Iglesia, ya que perdió gran parte de su patrimonio, con la consiguiente repercusión en los centros e instituciones benéficas que mantenía, además de la merma en recursos humanos derivada de las exclaustraciones.
En otro sentido, el nuevo orden liberal, fundado en las Cortes de Cádiz, consideraba que el Estado debía tener la función asistencial dentro de su nueva estructura administrativa para paliar los problemas derivados de la vida de los ciudadanos, aunque nunca como un pilar de la redistribución de la renta, aspecto propio de los muy posteriores estados del bienestar.
Pero si la causa económica es muy clara para entender el bache profundo que sufrió la Iglesia en relación con el papel que había adquirido desde el pasado más remoto, la política es más problemática. Y lo es porque el Estado español, primero por los vaivenes derivados del complejo proceso de revolución liberal, y luego y en paralelo, por sus seculares carencias financieras, no pudo asumir esta nueva misión asistencial debidamente ni tan siquiera con la relativa estabilidad del régimen isabelino.
Y esta es la razón por la que el Estado liberal español terminó por devolver parte del protagonismo en esta atención a la Iglesia, especialmente en la época de la Restauración borbónica, coincidiendo con un resurgir del poder eclesiástico en general y, muy especialmente, en la educación. Ese nuevo protagonismo no sólo se produjo en instituciones vinculadas directamente con la Iglesia, sino, también suministrando personal sanitario y de asistencia en instituciones públicas. Este último asunto tiene su importancia porque con el tiempo se generaría un evidente conflicto porque, especialmente, las clases medias tenían en el ejercicio de la sanidad un interés profesional evidente, tanto para las profesiones que en aquella época se destinaban a hombres, como las subalternas a mujeres, y que ocupaban, en gran medida, especialmente las segundas, miembros de la Iglesia. No cabe duda que esa competencia nutriría una parte creciente del anticlericalismo de algunos sectores sociales españoles. Ese control eclesiástico también era cuestionado por el movimiento obrero, especialmente por el socialista que criticaba la presencia eclesiástica en los hospitales. Este conflicto se agudizaría en el siglo XX, aunque irían apareciendo nuevos factores que terminarían por apartar a la Iglesia de esta tarea, mientras conservaba un enorme poder en la otra función cara a la sociedad, la educación.
Eduardo Montagut. Historiador