El papa Francisco ha decidido eliminar el secreto pontificio para los abundantes casos de abusos a menores. Una decisión que ha sido noticia en todo el mundo. Y, por supuesto, una noticia bien acogida y elogiada por la opinión pública. No sólo por lo que esta decisión representa en la defensa y dignidad de los menores que han sido víctimas de abusadores sin conciencia. Además de eso, esta decisión del papa es un paso más – sin duda, un paso importante – en el camino que llevará a la Iglesia a ser una institución transparente, que no tiene nada que ocultar. Cosa que es, sin duda alguna, un logro de extrema importancia.
En efecto, si pensamos en la Iglesia como una institución de ámbito mundial, es probable y hasta inevitable que se nos ocurra pensar (o al menos sospechar fundadamente) que la Iglesia es una de las instituciones mundiales que ocultan más secretos, que se refieren y relacionan directamente con la vida feliz o desgraciada de miles y millones de seres humanos.
No hace falta echar mano de muchos argumentos para caer en la cuenta de la verdad y la importancia de lo que acabo de decir. Basta pensar que la Iglesia es una institución religiosa, que, de una manera o de otra, con mayor o menor profundidad, toca y condiciona un factor determinante de la vida humana, que es (además) un factor decisivo en la felicidad o en la desgracia de millones de personas. Me refiero a la conciencia, ese sector determinante, en el que se aceptan o se rechazan nuestros sentimientos o las decisiones de nuestra voluntad. Y bien sabemos: de ahí, de lo más íntimo que hay en nosotros, de ese centro (íntimo y desconocido) brota lo que pensamos, lo que apetecemos, lo que deseamos o rechazamos. Nos demos o no nos demos cuenta de lo que estoy intentando explicar.
Pues bien, es un hecho que, contando incluso con la crisis actual de la religión, sin duda alguna, el factor religioso sigue misteriosamente influyendo en las conciencias bastante más de lo que imaginamos. Y si no influye, la responsabilidad es de los dirigentes religiosos, quienes, con demasiada frecuencia, hacen – de la religión – más una “profesión” (para trepar y ganar) que una “vocación”, para servicio de quienes son los más desamparados de este mundo.
Así las cosas, se comprende la gravedad y la fuerza que tienen los secretos, que tan celosamente cuida y conserva la Iglesia. Son importantes, por supuesto, los secretos relativos a la sexualidad. Pero no olvidemos que el Evangelio habla muy poco y tangencialmente del sexo. Es un asunto al que Jesús no le dio mucha importancia. Lo serio y determinante, para el Evangelio, son dos factores decisivos en la sociedad: el dinero y el poder. En estos dos factores, Jesús fue radical e intolerante. Lo sabemos de sobra. Y no es necesario ponderarlo aquí, una vez más.
¿Cuántos secretos guarda celosamente la Iglesia en lo relativo al sexo, al dinero y al poder? Mientras toda esa podredumbre no quede al descubierto, poco podrá hacer la Iglesia, por más y más teologías y ceremonias solemnes que se sigan repitiendo, desde siglos que ya se quedaron demasiado atrás.
El futuro de la Iglesia está en nuestra libertad para hacer lo que ha hecho – y seguirá haciendo – el papa Francisco: eliminar secretos pontificios que bloquean y paralizan a la Iglesia. Pero, sobre todo, el futuro está en eliminar para siempre los secretos que evangélicamente (y sin que nos demos cuenta) nos anulan para hacer este mundo más humano, más justo y más habitable. Mientras la religión siga “tranquilizando conciencias”, la religión seguirá siendo un factor decisivo en el mantenimiento y hasta en el acrecentamiento de la corrupción en la que nuestro mundo y nuestras vidas se están desintegrando. ¡Por Dios!, no nos sigamos engañando.
José María Castillo