Ocurrió en 1752, cuando Benjamin Franklin inventó el pararrayos fue duramente atacado por torcer los designios divinos.
Si el rayo es una manifestación de la justa ira de dios (Salmo 18, 13:16) para castigar al pecador ¿quién era él para impedirlo?
Lo irónico del caso es que el rayo tenía una marcada preferencia por castigar a las iglesias en sus campanarios que entonces eran los edificios más sobresalientes. Peor aún, durante los temporales tañían las campanas para ahuyentar la causa -el maligno- de modo que quienes más padecían la ira divina eran los curas que morían electrocutados jalando la soga mojada. En la Alemania del XVIII, en treinta años, unas 400 torres de iglesias fueron destruidas por el rayo y al menos 120 párrocos murieron repicando las campanas. Pero la mayor furia tronante la descargó Él sobre la iglesia de San Nazaro en Brescia (Italia) a pesar del aura de santidad que se le atribuía. Debido a esa fama su sótano se tenía por lugar seguro para almacenar toneladas de pólvora. Durante un temporal en 1767 un rayo alcanzó el depósito y buuuuumm, la explosión destruyó la sexta parte de la ciudad y mató a 3.000 pecadores.
También Jenner con su descubrimiento en 1796 del principio inmunológico y la vacuna antivariólica, torció la voluntad divina. Por esa razón el Papa Gregorio XVI (1831-46) prohibió la vacunación y de paso condenó el desarrollo del ferrocarril argumentando que si Dios hubiese querido que viajáramos a esas velocidades, nos habría dotado de alas. Pío IX y Pío X, los sucesores de ese Papa continuaron la saga condenando el modernismo la libertad de conciencia y la democracia. Unos años antes -en 1847- un obstetra llamado James Young Simpson tuvo la ocurrencia impía de emplear anestesia para sedar a sus parturientas. La que le armó la Iglesia fue mayúscula por impedir el cumplimiento de la maldición divina que las condenaba a parir con dolor (Gén. 3, 16). También Louis Pasteur recibió su merecido por demostrar en 1862 que Dios no creaba microbios de la nada «omne vivum ex ovo» todos los bichos tienen padres terrenales. Y qué decir de la condena a Galileo a retractarse por sostener algo tan contrario a las escrituras como es que la Tierra gira alrededor del Sol, o de Giordano Bruno a quien no dieron la oportunidad de arrepentirse de lo mismo, por lo que fue quemado en la hoguera. También ardió el científico español Miguel Servet que tuvo la mala idea de divulgar su descubrimiento de la circulación pulmonar en un tratado que la Iglesia calificó de herético, dos veces fue quemado en la hoguera, una vez en efigie cuando logró fugarse de la Inquisición marsellesa en 1553, cuatro meses después en Ginebra, fue la definitiva.
Narrando casos similares podríamos retroceder hasta el siglo III cuando san Cirilo hizo desollar viva a la matemática Hipatia. Pero lo grave es que en España en el siglo XIX todavía se sentenciaba a muerte al disidente como ocurrió en 1824 con la condena a la hoguera que dictó en Valencia el arzobispo López contra Cayetano Ripoll, un inofensivo profesor. Hoy hemos conquistado el derecho a pensar y disentir sin ser castigados gracias a que la Iglesia ha suavizado sus modos al perder el poder político que detentaba. Así pidió perdón en el caso Galileo, 360 años tarde, sin arrepentirse ni rectificar porque Roma no reconoce el abismo que separa la fe de la razón, la revelación del empirismo, el dogma de la teoría. La fe, que es ciega, impide entender el lenguaje razonado del investigador, por eso la Iglesia mete la pata cada vez que interfiere el progreso científico.
Sostener que la Biblia es la palabra inerrante de Dios, es lo que ha dado origen a los errores señalados. Es una afirmación tan evidentemente equivocada y supersticiosa además de interesadamente falsa que con todo lo que ha pasado han tenido que suavizarla diciendo que Dios usó un lenguaje que requiere la interpretación oficial de la Iglesia; Dios dijo Diego. Peor en el protestantismo donde hay grupos que aún sostienen que la Biblia debe entenderse al pie de la letra. De esta postura y del texto bíblico de la creación surgió en EE.UU. el movimiento ‘creacionista’ que promovió el ‘Juicio del mono’ condenando en 1924 a un profesor por enseñar la teoría de la evolución de Darwin. Los creacionistas actuales, intentando imponer la versión bíblica del Génesis en la asignatura de biología han sido derrotados una y otra vez ante los tribunales americanos. Según las sentencias del Supremo, por ser el creacionismo una creencia religiosa no tiene cabida en la enseñanza pública. Para continuar en su empeño pero soslayando la referencia religiosa ahora han tenido el descaro de sustituir el término ‘creacionismo’ por ‘diseño inteligente’.
A diferencia de los creacionistas, Roma venía aceptando -a regañadientes- la teoría de la evolución. Pío XII y Wojtyla se refirieron a ella en términos positivos pero Ratzinger, en aquel memorable viaje a su Alemania natal (cuando desató las iras islámicas) calificó de irracional la teoría darwinista dando así un lamentable salto al pasado. No se basó en el relato bíblico para descalificarla sino en su particular percepción de que a la teoría le falta un elemento de racionalidad, una inteligencia que guía el proceso desde fuera. Así ha puesto a la Iglesia católica al nivel de los creacionistas del diseño inteligente que son el hazmerreír en la América culta y al mismo tiempo ha abierto un nuevo capítulo en el largo, grotesco y en ocasiones criminal historial de la Iglesia metiéndose en territorio científico con argumentos teológicos.
Dos mecanismos de la teoría de la evolución, la aleatoriedad de las mutaciones genéticas heredables y la selección natural que actúa sobre ellas son suficientes para explicar lo que la comunidad científica acepta pero que Ratzinger no entiende y ha calificado como una elaboración intencionada “para negar a Dios”. Es de esperar que en el futuro algún Papa rectifique sus palabras, pero si esto llega a ocurrir, será sin duda echando mano del expediente eclesiástico habitual; Ratzinger no dijo Dios dijo Diego.
Epílogo: Por inspiración divina Pío IX proclamó el dogma de la infalibildad papal en 1870. Por la vacuna de Jenner la Organización Mundial de la Salud declaró erradicada la viruela en 1979.