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Fachada principal de la Catedral de Murcia, joya del barroco internacional de excepcional belleza y única en su género. ARCHIVO

Cuando la fe se convierte en un bien de lujo · por Juan Antonio Gallego Capel

Mientras en los cementerios municipales las tarifas y condiciones son públicas, en los templos parroquiales reina la discreción

La muerte, se supone, debería igualarnos a todos. Pero basta mirar de cerca algunos templos para comprobar que incluso en el descanso eterno hay categorías. Los columbarios eclesiásticos, esos espacios para depositar urnas funerarias dentro de iglesias, conventos o monasterios, se han convertido en un negocio discreto pero creciente en muchas zonas de España. También en la Región de Murcia, donde la tradición religiosa y el patrimonio histórico conviven con la necesidad económica de parroquias y diócesis.

La Iglesia católica que prohibía la cremación porque era vista como una práctica contraria a la fe en la resurrección de los muertos y, además, porque en algunos contextos fue promovida por grupos anticristianos, permite desde hace años esta práctica, presentada como una alternativa pastoral para familias creyentes que desean reposar cerca de su comunidad de fe. En principio, nada reprochable. Pero lo que empezó como un gesto espiritual se ha transformado en una fuente de ingresos silenciosa y, en muchos casos, nada transparente.

Mientras en los cementerios municipales las tarifas y condiciones son públicas, en los templos parroquiales reina la discreción. No es fácil encontrar, ni siquiera preguntar, cuánto cuesta un columbario en una iglesia histórica. Tampoco hay criterios publicados sobre quién accede primero si el espacio es limitado. En templos de alto valor simbólico, como la Catedral de Murcia o el Santuario de la Fuensanta, ni siquiera se anuncia si existe este servicio. Y cuando existe en otras parroquias, los precios pueden superar los 2.000 euros, especialmente en las ubicaciones más próximas al altar.

Oficialmente, no hay reservas para “fieles preferentes o destacados”. Pero en la práctica, sí existe una selección silenciosa. El acceso preferente suele darse a feligreses muy devotos, antiguos, miembros de cofradías, benefactores o familias vinculadas históricamente a la parroquia. Si a esto sumamos los precios elevados, se configura un filtro social que distingue entre fieles de primera y de segunda.

Nada de esto es nuevo. Durante siglos, solo nobles, clérigos y patronos eran enterrados dentro de los templos, mientras el pueblo descansaba fuera, en cementerios comunes. Hoy, el columbario en templos parece actualizar esa jerarquía en versión contemporánea: el altar no es para cualquiera.

A favor de la Iglesia puede decirse que la necesidad económica es real. El mantenimiento de templos históricos supone un esfuerzo enorme, y las aportaciones por columbarios son una vía de financiación que muchas parroquias consideran legítima. Pero reconocer esa realidad no puede servir de excusa para mantener prácticas opacas y excluyentes.

La transparencia no debería ser un lujo espiritual. Si la fe se proclama igual para todos, los criterios de acceso y las tarifas de los columbarios eclesiásticos también deberían serlo. Publicar precios, plazos de concesión, destinos de los fondos y criterios de adjudicación sería un primer paso para devolver a estos espacios su verdadero sentido pastoral, y no el de un privilegio reservado a unos pocos.

Porque si la salvación no se compra, tampoco debería comprarse el sitio donde descansamos para esperarla.

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