La primera posibilidad se abrió en 1868, pero desde entonces ha pasado por distintos cambios históricos.
La mayoría de bodas en España son por lo civil más que por la Iglesia desde 2008. No siempre fue así como la costumbre o la fe, porque solo existía el matrimonio por la Iglesia. Fue Felipe II quien instauró el canónico con su real cédula de 12 de julio de 1564. La libertad de conciencia y cultos que estableció la revolución de 1868 dio pie a que se abriera a que los no creyentes pudieran contraer matrimonio fuera de la Iglesia. No era nuevo: en Portugal existía desde 1867 para los no católicos.
En España las juntas revolucionarias locales de 1868 dictaron bandos que abrían la posibilidad de un registro civil de bodas y defunciones. El ayuntamiento pionero en esta cuestión fue el de Reus, que dio la norma para el matrimonio civil el 20 de octubre. Josep Güell publicó a principios de 1869 una guía para el matrimonio civil que se vendió en todo el país. Una parte de la Iglesia protestó y sus periódicos y diputados iniciaron una campaña. El término más utilizado fue el de «concubinato»: la revolución quería destruir la influencia religiosa en la sociedad española a través de la disolución de la familia. Aquellos que querían homologar la unión religiosa con la civil, enterrar a los muertos «como se entierra a los perros y a los mulos», sin un oficio católico, y desterrar el «sacrosanto nombre de Dios» de las escuelas eran «unos bárbaros enemigos del género humano».
En marzo de 1869 la campaña periodística tuvo su gran momento. El matrimonio civil, sentenciaban, era «fornicaria» y «concubinato» al objeto de destruir la familia. El motivo de la ofensiva fue que los diputados republicanos iniciaron ese mismo mes otra campaña. Propusieron en las Cortes una ley de matrimonio civil y el ministro demócrata les invitó a retirar su propuesta a cambio de incluirla en una más amplia sobre el Registro Civil. Los católicos protestaron porque el Gobierno había permitido la celebración alegal de matrimonios civiles en dependencias municipales, en ocasiones, dirigidas por el alcalde y otras por funcionarios.
La movilización de los católicos a comienzos de 1869 fue extraordinaria. Fundaron una asociación que se extendió por todo el país, y que consiguió reunir, al parecer, tres millones de firmas para impedir que se declarase la libertad de cultos en la Constitución. El Gobierno esperó a la aprobación de la Constitución el 1 de junio, y en diciembre de 1869, presentó un proyecto de ley de matrimonio civil. El defensor del texto fue Eugenio Montero Ríos, ministro de Justicia, catedrático de Derecho eclesiástico y hombre muy respetado por su moderación, conocimientos y educación. La defensa consistió en resaltar el respeto al catolicismo y el cumplimiento de la Constitución. El matrimonio civil, dijo, era la expresión de la libertad religiosa del ciudadano, y de la igualdad ante la ley para creyentes y no creyentes. Montero Ríos añadió que el matrimonio civil era indisoluble, como el religioso, y que si el texto fuera enemigo de la Iglesia él no lo presentaría porque «antes que progresista soy católico».
El proyecto de ley por el que se debían registrar obligatoriamente todos los matrimonios fue aprobado por 142 a 34 el 14 de mayo de 1870. Sin embargo, civiles y registros fueron escasos. Los católicos siguieron casándose por la institución tradicional y la ley no se cumplió. A los cinco años, pasada ya la Revolución, el gobierno Cánovas publicó un decreto que estableció el matrimonio civil para los no católicos. Este sistema de declaración ante el juez de no profesar fe religiosa se mantuvo hasta 1932, cuando se restableció el sistema de matrimonio civil obligatorio. Franco lo revirtió, y la democracia regresó al modelo de libertad de cultos más la obligatoriedad del registro civil actual.