Los dos textos sagrados, el Corán y la Biblia, están colmatados de promesas, atrocidades y contradicciones.
Lo que hace falta es más César y menos Dios, un Estado más laico, más aconfesional, donde las gentes permanezcan más unidas y las iglesias y mezquitas más separadas de las instituciones.
Los creyentes, los judíos, los cristianos, los sabeos, quienes creen en Dios y en el último día y obran bien (…) no tienen que temer y no estarán tristes». ¿Lo dice la Biblia? No, lo dice en sus primeras páginas la edición del Corán de Helder. Dos frases más: Cuando entréis en territorio madianita «matad a todos los varones y a todas las mujeres que hayan conocido lecho de hombre». Ésta es la primera. Va la segunda: «En las ciudades (…) que tu Dios te da como heredad no dejarás con vida nada de cuanto respira». ¿Lo dice el Corán? No, lo dice la Biblia (Números y Deuteronomio). Pero esa misma Biblia anima más adelante a amar al prójimo como a uno mismo. Y ese mismo Corán asegura en la sura 17: «Hemos preparado para los impíos un fuego cuyas llamas les cercarán. Si piden socorro, se les socorrerá con un líquido, como de metal fundido, que les abrasará el rostro». Los dos textos sagrados, el Corán y la Biblia, cuyos cinco primeros libros conforman la Torá, la ley judía, están colmatados de promesas, atrocidades y contradicciones y pueden, según se acentúen unas u otras, facilitar o impedir la convivencia entre personas de distintas confesiones
Tras la masacre de Barcelona, más que bolardos, maceteros, policía y sistemas de espionaje (que también), «lo urgente es esperar», mantener la calma en el ojo de la tempestad, controlar y depurar a los líderes islamistas dispuestos a convertir en causa de conflicto los desatinos de Alá. Hay que entender asimismo que, si los habitantes occidentales no son culpables de las intervenciones (cercanas o preterpasadas) de sus gobiernos en territorios musulmanes, también es inocente la población mahometana que vive en Europa y rechaza (cada vez con mayor contundencia) las matanzas del yihadismo fanático. Pero no: ateos, agnósticos, musulmanes y cristianos (incluido algún sacerdote que teme más a Podemos que al mismísimo Diablo) han confundido lo viejo y lo nuevo, han desatado una cruzada de insultos y bravuconadas por las ciudades santas de Facebook, Twiter y la Jerusalén celestial 3.0. Cuando ahora, con permiso de los fieles de una y otra creencia, lo que hace falta es más César y menos Dios, un Estado más laico, más aconfesional, donde las gentes permanezcan más unidas y las iglesias y mezquitas más separadas de las instituciones. Donde pese más la fuerza de la razón que la de la fe ciega.