Asistimos al primer gran acto de Estado laico en un país que lleva siéndolo 42 años. Hay mileuristas que se independizan antes de lo que España ha tardado en hacerlo de la Iglesia en estos eventos
16 de julio. Han pasado cuatro meses y unos días desde aquel fin de semana de marzo en el que entendimos que a nuestras vidas llegaban curvas. Y las curvas, vaya curvas, llegaron. Más de 28 mil muertos provocados por un virus para el que no estábamos preparados nos traen a la mañana del 16 de julio en un patio al aire libre en el Palacio Real de Madrid. En mitad del miedo a los rebrotes, Madrid, capital estatal del drama, acoge el homenaje a unas víctimas que siguen llegando y seguirán haciéndolo pasado el acto. Es decir, es un homenaje extraño, porque no tiene la capacidad de cerrar un ciclo, pero que sí pretende cerrar ciertas heridas. 28 mil muertes son muchas heridas. Suficientes como para unir a 400 representantes de la vida civil e institucional del país en un mismo espacio. Juntarse. Puede que ese fuera realmente el objetivo y el logro final del acto. Juntarse, visto lo visto este tiempo atrás, es un éxito.
España, además del virus, ha tenido que padecer estos meses atrás una guerra civil de tipo político, mediático y judicial con epicentro en Madrid que ha hecho aún más difícil lo que no necesitaba más dificultad. Hace unos meses, en lo más duro de la pandemia, los representantes políticos de la mitad del país acusaban sin pruebas a los representantes políticos de la otra mitad de un combo tremendo: ser culpables de las muertes de miles de españoles y culpables también de haber instaurado una especie de semi dictadura. No está mal para relajar una pandemia. Ver hoy a Cayetana Álvarez de Toledo, portavoz de la histeria y el fango en los momentos más duros, sentada junto a los supuestos sepultureros y frente al pebetero encendido, hacía que su discurso bélico se apagase un poco en nuestras cabezas. El PP iba al acto institucional convocado por el enemigo, es decir, por el Gobierno, porque iba el Rey. Una actitud infantil como otra cualquiera. El Rey iba al acto porque le tocaba ir y porque, además, en este tipo de bolos nadie suele hablar de dinero ni de la familia. Win-Win. Vox, siempre fiel a su cita con la miseria y la tensión social que les da la vida, no ha ido al homenaje. La ausencia de Vox es el mejor homenaje posible a las víctimas y, sobre todo, a quienes, al contrario que la ultraderecha, se dejaron la piel arrimando el hombro cuando más feas se ponían las cosas en este país. También estaban los presidentes de los gobiernos autonómicos, todos ellos. Algo raro de ver en actos de Estado, pero que en este caso no debería sorprendernos. Exceptuando la excepcionalidad madrileña con Díaz Ayuso al frente, todos los presidentes, de uno u otro signo, entendieron desde el primer momento que esto consistía en colaborar de forma leal para gestionar una pandemia. También estuvieron, de mascarilla negra rigurosa, todos los miembros del Gobierno y las máximas autoridades del Estado, además de todos los expresidentes vivos excepto Felipe González, al que los bolos en los que no se habla de dinero hace tiempo que dejaron de interesarle.
La periodista Ana Blanco presentó a quienes tomaron el micrófono. Toda una vida al frente de los telediarios de TVE, ya gobernase la derecha o la izquierda, la avalaban como único ser humano disponible en la península ibérica capaz de realizar la tarea de dar paso al orador sin provocar por ello una nueva guerra civil veraniega. El hermano del periodista José María Calleja, fallecido en abril por coronavirus, fue el primero en coger el micrófono para pedir que no se olvidara a las víctimas y, de paso, para abogar por la comprensión y la unidad en momentos así. ¿Comprensión? ¿Unidad? Lo malo del uso obligatorio de mascarillas es que no se podía apreciar el gesto de Cayetana al oír semejante diatriba social comunista. Aroa López, enfermera del hospital de Vall d’Hebron de Barcelona, fue la siguiente. La sanitaria aprovechó el micrófono y la atención de las autoridades para pedirles a los poderes públicos que aprendiesen de lo sucedido –qué– y que, de ahora en adelante, cuidasen la sanidad pública, la de todos. La mascarilla de Álvarez de Toledo tuvo que hacer ahí un esfuerzo titánico por aguantar el tipo.
Tras el discurso de la enfermera catalana, los asistentes a la ceremonia depositaron una rosa blanca en el monumento en recuerdo de las víctimas del coronavirus. Para acabar, tomó la palabra el Rey Felipe VI, que hizo el típico discurso que hace un rey en estas ocasiones. En estas ocasiones, un rey siempre aporta claves tales como que somos un gran país. En un momento dado, en una de esas frases plantilla que todo monarca lleva en sus discursos, el rey Felipe VI pidió “unidad, respeto y entendimiento”. Fue la declaración más sorprendente de la mañana. Especialmente viniendo de un rey al que no se le ocurrió aparecer estos meses atrás para pedir ni unidad, ni respeto, ni entendimiento cuando más falta hacían esas tres cosas. Cuando, a los momentos más dramáticos de la crisis sanitaria se le unió la guerra civil política, mediática y judicial.
El acto de hoy es el primer gran acto de Estado laico en un país que lleva siéndolo 42 años. Hay mileuristas que se independizan antes de casa de sus padres de lo que España ha tardado en hacerlo de la Iglesia en este tipo de eventos. El acto de hoy, además de servir para simbolizar una unidad social inexistente hasta el momento –simbolizarla, aunque sea en un acto laico, no es otra cosa que rezar para que esa unidad aparezca– ha servido para demostrar que se puede homenajear a las víctimas de una gran tragedia como la vivida sin tener que recurrir a fórmulas injustas para la mayoría atea de este país. Hoy, el protagonismo no lo ha tenido ningún gerifalte hiperfinanciado de la Iglesia católica prometiendo el cielo para los fallecidos. El protagonismo lo ha tenido hoy la enfermera Aroa pidiendo la financiación necesaria para que la sanidad pública trabaje en condiciones dignas, para que no nos volvamos a ver en un acto así. Sólo por esto, el homenaje ha merecido la pena.
Gerardo Tecé