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[Costa Rica] Don Fabricio Alvarado y sus biblias

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El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

No habría escrito estas palabras si el fundamentalismo cristiano -llámese este o aquel-  no aspirara a ejercer  algún dominio sobre los poderes públicos del Estado, o, a establecer  alguna influencia impropia sobre ellos, conforme lo podría denunciar doctrinalmente el liberalismo clásico y su concreta expresión en la figura del Estado laico.

Vivir en sociedad no es fácil, nunca lo ha sido, y es una empresa que no avizora en su horizonte siquiera un modesto edén o una  humilde arcadia. Hay temas muy sensibles -como la política, la sexualidad y la religión- que pueden complicarlo todo, causar angustia, por tener cargas emocionales de alto y peligroso voltaje que no rara vez inducen a comportamientos irracionales y violentos. La familia es un microcosmos de esta volatilidad, ya cargada de un lenguaje simbólico nefasto, antilibertario, corrosivo de la dignidad humana.

No es que lo religioso y lo teológico sean merecedores de un gratuito desdén. Puede ser lo contrario: son áreas fundamentales del saber y del sentir humano. La religión es cultura. El ateo o el agnóstico culto conocen de religión. Atisban su ilimitada pluralidad. La religión nos ha marcado como humanidad desde siempre y en todas las culturas. Por así decirlo, es una jungla tropical donde hay de todo: desde lo burdo y anacrónico hasta lo sublime.   La religión es el patrimonio cultural más longevo e imponente del que goza la humanidad. Forma parte de la gran narrativa humana, como la política, como el asunto del poder desde tiempos inmemoriales. El mundo se abrió cuando la política se emancipó de la religión.  Mezcladas multiplicaron  un añejo y mortal veneno. Todavía sucede. Trump, Bolsonaro, Modi, son ejemplos vivientes de ello.

El diputado Fabricio Alvarado puso una Biblia en la curul de todos los diputados. No cometió ningún delito.  Pero, en efecto, no fue cortés al repartir entre sus colegas Biblias no solicitadas; tampoco  fue sensible al espíritu democrático que inspira la propuesta del Estado laico que no persigue ser antirreligioso, sino protector del pluralismo social, la igualdad y la libertad. Simplemente trasciende que la religiosidad cae en el ámbito de lo privado, de lo personal, y que el Estado no debe tener religión alguna, pues en buena doctrina democrática el Estado representa a todos los ciudadanos. El legislador señalado no es católico, ni se beneficia su fe del presupuesto nacional, pero le ha convenido defender los términos del estatus confesional del Estado. Sigue interesado en seguir  creando una suerte de frente unido con sectores muy conservadores de la iglesia oficial.

Nótese que las religiones son muchas y variadas, además de  que las interpretaciones de las mismas se cuecen ad infinitum; son visiones que transitan y mutan en la mente de cada individuo. Tampoco el Estado laico opina sobre el ateísmo y el agnosticismo. Son temas propios de la conciencia.

La experiencia histórica ha demostrado la pertinencia del Estado laico, condición que conviene tanto al creyente como al no creyente. El Estado laico protege  la libertad y la pluralidad religiosa. Confundir las creencias religiosas con los deberes políticos y públicos, con las obligaciones de Estado,  mina la cultura democrática y  el esfuerzo por construir la igualdad ciudadana. Significa ignorar los holocaustos causados por tan venenosa mezcla.  La historia tiene un prontuario delincuencial y sangriento en esta materia. Beneficia a Costa Rica que el Estado deje de ser confesional, urge derogar el artículo 75 de la Constitución Política, así como establecer en la propia Carta Magna la condición laica del Estado. Ello sería un abono importante a nuestra paz, seguridad y libertad.

Mi tesis es de decir sencillo: se ha  de contribuir a la urgente necesidad de un mundo menos violento si el Estado y la religión pudiesen convivir cada cual en su esfera particular. El primero, porque tiene que ver con las políticas públicas que implica a todos los ciudadanos; la segunda, porque es un señorío que  corresponde a convicciones exclusivamente subjetivas o personales. Por supuesto, el religioso como ciudadano en una democracia tiene la libertad -y en ocasiones hasta  el deber- de participar en política, pero sin utilizar el cargo público para hacer políticas públicas con una Biblia, un Corán, la Torah, o, cualquier otro texto religioso.

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