La forma en la que se resuelva el asunto de las "viñetas satánicas" amenaza con marcar una época (de espantosa regresión) en la frágil historia de las libertades cívicas. Resultará conveniente, por lo tanto, remontarnos a las raíces del problema.
Dejándonos de perífrasis, la pregunta suena ineludiblemente así: ¿tu libertad de opinión abarca la libertad de criticar mis convicciones hasta llegar a la irrisión, o bien tu libertad debe detenerse y callar en el caso de que yo la viva como ofensiva respecto a mis convicciones?
Los defensores de la segunda posición, que entre la izquierda son ya legión, nos advierten de que la libertad de expresión no puede ser absoluta: ¿es que resultaría tolerable la exaltación del racismo o del fascismo? No, naturalmente. Son, en efecto, las dos únicas derogaciones civilmente admisibles (aunque definitivamente inhallables ya, dada la difusión cotidiana de racismo y apología de fascismo, promovida a menudo por el establishment). Derogaciones, muy al contrario, civilmente necesarias (aunque ya virtuales, repitámoslo), porque el racismo niega en su raíz una idéntica dignidad mínima, sin la cual no resulta argumentable libertad alguna. Y porque los fascismos son regímenes que conculcaron la libertad de expresión (y todas las demás) en coherencia con una ideología que comporta la destrucción de las libertades en su propio ADN. Y porque para reconquistar tales libertades, derrotando y abatiendo al fascismo, fue necesario el sacrificio de las mujeres y de los hombres de la Resistencia, de numerosos "voluntarios de la libertad".
Pero la libertad de uno acaba donde comienza la libertad del otro, se nos dice. Y, por lo tanto, debe detenerse frente a lo que puede acarrear ofensa al otro. Un non sequitur de manual. Pero ¿quién establece los confines entre la crítica y la ofensa, entre lo corrosivo y lo blasfemo? Y en lo que a la sátira se refiere, ¿es que no hemos defendido su derecho a ser excesiva ("bête et mechante", según la felicísima expresión de grandes dibujantes franceses), dado que ésa es su naturaleza?
Una viñeta cuyo blanco sea Mahoma, o Moisés, o Jesús, o incluso Dios en primera persona (o simplemente el Padre Pío), siempre podrá ser vivida como impía por quien abraza la correspondiente fe religiosa. Una viñeta, pero también un escrito literario o filosófico, sea cual sea su registro argumentativo o estilístico. Salman Rushdie sigue viviendo amenazado por una fetua de muerte.
Mi libertad tiene sus límites en la tuya. Gran verdad. En tu libertad, no en tu susceptibilidad. Yo me mofo de tu fe, no te prohíbo el practicarla. Tú eres libre para mofarte de la mía, no para prohibirme la manifestación de mis convicciones, entre las que se cuenta la de considerar la religión como una superstición a la altura de la astrología, o del tarot (aunque más peligrosa, históricamente hablando).
Si se establece el principio de que no es lícito ofender una fe, se están entregando las llaves de la libertad y de sus límites a la susceptibilidad del creyente. Con una obvia e ineludible paradoja: que cuanto más intensa sea tal susceptibilidad, y más se aproxime paulatinamente al fanatismo, ¡más tendrá la libertad de expresión el deber de limitarse para evitar su transformación en ofensa y en sacrilegio!
Y con una consecuencia psicológica más grave aún (por ser contagiosa rápidamente entre las masas): si la (hiper)sensibilidad ante la ofensa se convirtiera realmente en el criterio para poner límites a la libertad de expresión, sería como una invitación para que todos dejáramos que se desbordaran nuestras propias pulsiones de omnipotencia, para dejar que fermentara en resentimiento, y más tarde en rabia, y más tarde en fanatismo, el disgusto natural de quien resulta criticado.
La desmesura de la reacción emotiva de cada uno resultaría legitimada, lo que espolearía a todos para vivir cada vez con mayor intensidad su propia fe como intocable. Como absoluto, no sólo in interiore homine, en la propia conciencia y en las propias vivencias, en la propia vida espiritual, sino en la esfera pública, que en democracia es intangiblemente plural. Cualquier religión, en efecto, aunque en la esfera pública le sea consentido el cultivar pretensiones de verdad absoluta, se vuelve incompatible con otras, sacrílega para otras.
Para la verdad del Islam resulta un sacrilegio que un profeta (Jesús) sea colocado por encima del Profeta (Mahoma), y considerado Dios. Y viceversa. Y para ambas es blasfemia la religión judía (para los cristianos, hasta ayer mismo, era la religión de un pueblo deicida, y en la filología de los textos sagrados sigue siéndolo).
Si –en la democracia también– la verdad ofendida de lo sacro tuviera que ser tutelada a través de la censura, ello debiera ser válido para toda fe religiosa, y sus correspondientes idiosincrasias e hipersensibilidades. De los mormones a los Testigos de Jehová, pasando por los seguidores de Manitú, los eventuales seguidores de Dionisio y Mitra, o los católicos tradicionalistas que siguen insistiendo en lo del "pueblo deicida". Sin olvidar a los adeptos a la Cienciología, iglesia fundada por el escritor de ciencia-ficción L. R. Hubbard (Pero si es una secta de plagiados/plagiadores irracionales, se objeta. ¿Y bien? ¿Es acaso más racional predicar un Dios muerto en la cruz o un paraíso de inagotables vírgenes?).
Por lo demás, cualquier otra convicción vivida como sacra, como mayúscula Verdad, tendría derecho a la misma tutela (y a la consecuente censura ante quien la escarnece). Para cientos de millones de hombres fue sagrado el simple nombre de Stalin, o el de Mao (para muchos lo es el del propio equipo de fútbol, y vistos ciertos comportamientos, no hay mucho de lo que sonreír).
Si la censura debe tutelar las convicciones profundas, y garantizarlas en mayor medida cuanto más absolutas sean, entonces también el ateísmo, y en mayor medida cuanto más militante sea, deberá ser defendido de posibles ofensas. ¿Y qué más ofensivo hay que el estribillo que pauta toda encíclica, según el cual el ateísmo es matriz del nihilismo moral? ¿O ese otro, más sutil y más insoportable, según el cual el a-teo es alguien incompleto (lo dice la palabra misma), y por lo tanto va él también en busca de Dios, a quien no ha encontrado aún? Si el sentirse ofendido garantiza el derecho a amordazar al ofensor, yo me siento ofendido cada vez que abre la boca el Papa.
Pero hay más (y más peligroso). Si lo que cuenta es la intensidad de la sensibilidad ofendida, una ley puede ofender bastante más que una viñeta satírica. Por ejemplo, una ley que consienta el aborto. Contra semejante ofensa, los "cristianos por la vida", en algunos Estados americanos, han reaccionado "ajusticiando" a médicos abortistas, cuyo comportamiento es más ofensivo que una viñeta (asesina vidas, según el creyente). Nada que objetar, en el delirio de la Verdad ofendida.
Es que no se trata de ajusticiar, se trata sólo de censurar, se dirá. En verdad, lo que está en juego es la vida misma, además de la libertad de expresión. ¿O es que la Europa democrática se ha olvidado ya de Theo van Gogh? Y así se estimulan de hecho nuevos asesinatos, si para limitar la libertad de expresión se empieza ya a invocar la ética de la responsabilidad. Efectivamente, en estos últimos días hemos oído repetir demasiadas veces que "no podemos asombrarnos de que…", y que esas caricaturas equivalían a una cerilla encendida arrojada a un pajar. En definitiva, se insiste: debes ser responsable en el uso de tu libertad. Debes hacerte cargo de las consecuencias. Si escarneces lo sagrado, eres éticamente responsable de la respuesta fanática que desencadenas.
No se reflexiona lo suficiente (irresponsablemente) el que de esta manera el fanatismo resulta alimentado y cebado. El chantaje viene aceptado por anticipado, teorizado, interiorizado, premiado. La objeción contra la libertad de expresión juega entonces sus bazas: ¿es que no ves que en defensa de las caricaturas de Mahoma se desgañitan sobre todo los periódicos de derechas, los ambientes xenófobos y racistas? ¿Es que quieres formar parte de semejante coro?
En absoluto. Al contrario, puede demostrarse lo falso y desentonado que es ese coro. Si realmente quiere desenmascararse la manipulación de los reaccionarios, no se les debe reprochar el que hayan defendido, por una vez, la libertad de expresión. Basta con pretender que la defiendan siempre. Basta con pretender que publiquen, junto a la viñeta que escarnece a Mahoma, otra viñeta que escarnezca a Moisés, y sobre todo una que escarnezca a Jesús y a la Virgen. Y ya veremos cuántos segundos aguanta su vocación libertaria.
En cambio, regalando a la derecha la defensa de la libertad de sátira (contra Mahoma) es como se les permite exhibir un aura liberal completamente abusiva.
Pero tal vez lo que esté aflorando, en estas circunstancias, sea un antiguo vicio del que esperábamos que la izquierda se hubiera liberado para siempre. Podríamos llamarlo "síndrome de Foucault". Si las masas se movilizan, alguna justa razón tendrán. Sin preguntarse si un sacrosanto motivo de rebelión (liberarse del Sha, por ejemplo) no pueda ser desviado mientras tanto hacia un objetivo igualmente despótico (una república teocrática).
Se ha dicho, y por voces dignas de respeto, que tras el entusiasmo con el que grandes masas han obedecido la mano rectora de algunos regímenes árabes y de las centrales fundamentalistas (mano rectora innegable, visto que las viñetas son de hace cinco meses), hay un odio anti-occidental que nace de la guerra de Bush y de otros innumerables crímenes y abusos, y que en la caricatura de Mahoma ha hallado sólo la ocasión que aguardaba.
Es posible. Es incluso probable. Al menos en parte es desde luego verdad. Pero si la hostilidad –sacrosanta– contra la guerra de Bush adopta la forma de una fetua contra la libertad de expresión, y ello se convierte en el tema declarado de las manifestaciones de masas, es necesario –para un demócrata– condenar esas manifestaciones, y resulta más irresponsable que nunca cualquier concesión a las pretensiones de censura. Entre otras cosas, para poder seguir condenando la guerra y la ocupación de Bush.
La última carta, para el demócrata que aspira a que Mahoma sea respetado incluso con la censura, es la del "respeto por la diferencia". ¿Quiénes somos nosotros, ilustrados occidentales, para…? Y el resto de la jaculatoria es bien conocida. Pero ¿qué "diferencia" se tutela de esa forma? Porque hay islamistas ofendidos, pero hay también islamistas que aspiran a la libertad de expresión. Uno de ellos, director de un diario jordano, ha publicado las vituperadas viñetas. Tras ser despedido, está ahora en la cárcel. Otros tres colegas suyos, dos de ellos en Egipto, han sufrido la misma suerte por el mismo gesto de libertad. ¿A qué "diversidad" se dirigirá nuestra solidaridad? ¿Al periodista disidente o al establishment que lo encarcela (y a las masas que eventualmente aplauden)?
Günter Grass nos repite que la censura opera ya entre nosotros de todas formas, pesante y difusiva, y aún más peligrosa porque ya no la advertimos: es la de los anuncios publicitarios, que no toleran "ofensas" contra sus intereses. Gran verdad. ¿Es un buen motivo para redoblarla con la de los mullah, los obispos, los rabinos, los fieles a Hubbard (y, por último, la de los ateos militantes), en una insoportable cacofonía de "verdades" recíprocamente ofendidas? ¿O no será más lógico comprometernos en combatir también la excesiva potencia de la publicidad, tomándonos cada vez más en serio el derecho a expresarse libremente, sea cual sea el interés o la opinión que pueda sentirse "ofendida"?
Por desgracia, ha dejado de tratarse de una pregunta retórica.
Paolo Flores D'Arcais, filósofo italiano, director de la revista MicroMega