La Semana Santa es, como el veraneo, el privilegio de unos pocos, mientras que el resto, los del común, se atiene a unas muy contadas jornadas de escuetas vacaciones. Cuando entonces, cuando los españoles iban al cielo en mucha mayor proporción enviados por Luis Carrero Blanco, Camilo Alonso Vega y Gabriel Arias Salgado, según las estadísticas que se manejaban en el Pardo, la Semana Santa se extendía por lo menos a lo largo de 15 días y venía preparada por la Cuaresma. Eran unos tiempos de penitencia a los que conducían las disposiciones de obligado cumplimiento dictadas por los gobernadores civiles, ordenando el cierre de los locales de esparcimiento o de vicio. Ahora esos negocios funcionan sin interrupción, como sucede con los altos hornos, y según sus características particulares pueden registrar precisamente en las jornadas de Semana Santa, merced a la entrada de determinados contingentes turísticos, momentos estelares de temporada alta.
En todo caso, los canales de televisión de RTVE retransmitirán el Via Crucis del papa Benedicto XVI en el Coliseo de Roma, como nos ofrecen su bendición urbi et orbi con motivo del Año Nuevo. Tal vez para tomar impulso, en la misa del domingo de Ramos, que se celebró bajo las estruendosas denuncias de casos de abusos sexuales de la clerecía en Alemania, Irlanda y otros países, el Papa en su homilía afirmó que su fe en Dios le permite hacer frente sin intimidarse a "las mezquinas habladurías de la opinión dominante", sin dejar de reconocer que, "en ocasiones, el hombre cae en lo más bajo". Tiempo habrá de volver sobre mezquindades, habladurías, opiniones y referencias dominantes, sin pretensión alguna de intimidar a nadie sino de hacer pagar a los abusadores y a quienes les encubrieron. Otra cosa es que a este Papa le estén buscando las vueltas, aunque haya sido el primero en cortar por lo sano la complacencia vaticana de su antecesor, Juan Pablo II, con el conocido y repugnante caso del padre Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo.
Nuestros respetos a quienes en un arranque de generosidad pensaban haber entregado su vida a la más noble de las causas y descubren ahora la estafa de que han sido víctimas. Porque todos podemos sentirnos capaces de incurrir en las más perversas abyecciones, pero parece increíble que alguien lo hiciera mientras impulsaba una institución empeñada en la búsqueda de almas para la santidad, cuyos cuerpos obedientes utilizaba para practicar la sodomía haciéndose llamar padre. La ausencia de huellas detectables de esta doble o cuádruple vida de Maciel, sostenida durante 60 años, es inexplicable por grande que fuera su refinamiento. Así que, llegados a este punto y escuchado el clamor de las víctimas silenciadas tanto tiempo, sólo parece coherente dar curso al grito de "¡muera (sea declarado réprobo) Sansón (Maciel) y los filisteos (facilitadores y consentidores de su entorno)!".
El caso es que en estos días pasados hemos alcanzado el punto de lo que Clausewitz llamaría la divisoria de las aguas. A partir de los hechos probados de pederastia, las actitudes han de ser claras. Los abusadores deben ser declarados réprobos, sin confundir la última misericordia del Dios de los cristianos con el pago de las penas que les corresponda asumir a los delincuentes conforme al Código Penal vigente. Las normas para obtener la absolución sacramental operan en un plano distinto de aquel marcado por la autoridad y las normas cívicas, que determinan cómo, dónde y cuándo se han de cumplir las penas correspondientes a los delitos cometidos. Encubrirlo en absoluto es aceptable, pese a que se compartan vestiduras talares o se pertenezca a una misma compañía, por muy pía que haya sido declarada bajo la autoridad apostólica.
La Iglesia jerárquica debe huir de la hipocresía de atar cargas pesadas y echarlas sobre los hombros de los demás mientras no hace nada por levantarlas. Por ejemplo, su defensa de los derechos del nasciturus puede tener la grandeza de ir a contracorriente, sin preocuparse de las indignaciones que le granjea en algunos ambientes.
Pero ahora, ante los casos de pederastia a cargo de eclesiásticos, no debería intentar maniobras dialécticas de diversión -como si las denuncias fueran excusas para no hablar de Dios, según pretendía hace días en Ávila el cardenal Cañizares-, ni salir con la trampa de que "quién esté limpio de pecado que tire la primera piedra". Porque sin abandonar la lectura del Evangelio puede encontrarse el pasaje donde se emplea a fondo la "santa ira" para expulsar a los mercaderes del Templo látigo en mano.
Como todas las instituciones, la Iglesia debería ser extraordinariamente cuidadosa antes de condenar a los demás o de aplicarse a sí misma y a sus clérigos y jerarcas delincuentes cualquier indulgencia. Atentos.