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Con los curas en la literatura hemos dado

Como en la vida misma, los hombres de la Iglesia han tenido una presencia principal en la producción literaria española. La literatura no se ha portado bien con los hombres de fe, quizá porque ellos no lo han merecido. El eclesiástico avariento es un clásico literario como lo es el sacerdote enamorado.

Al leer la información sobre el acuerdo alcanzado entre el presidente del Gobierno y la Conferencia Episcopal para la devolución de alrededor de un millar de bienes indebidamente inmatriculados por la Iglesia católica, seguro que alguno pensó aquello de “con la Iglesia hemos topado, amigo Sánchez”.

Acostumbramos a parafrasear mal a Cervantes: la frase que pronuncia don Quijote al desembocar en una gran torre que “no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo” es otra, como lo es su significado:

— Con la iglesia hemos dado, Sancho.

— Ya lo veo —respondió Sancho—, y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura….

En sus andanzas, el hidalgo se cruza con representantes de la santa madre iglesia. Entre ellos, el licenciado Pero Pérez, alarmantemente dispuesto a atender la petición de la sobrina de Alonso Quijano, que atribuye los disparates de su señor tío a “todos estos descomulgados libros, que tiene muchos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes”.

—Esto digo yo también —dijo el cura—, y a fee que no se pase el día de mañana sin que dellos no se haga acto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.

No sabía Pero Pérez la larga vida que le quedaba a esa bárbara costumbre.

La literatura española no se ha portado bien con los hombres de fe; quizá porque ellos no lo han merecido. Cuando Lázaro se asienta con un clérigo en Maqueda ni se barrunta la que se le viene encima: “Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la misma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la lacería del mundo estaba encerrada en éste: no sé si de su cosecha era o lo había anejado con el hábito de clerecía”.

En toda la casa no había otra cosa de comer que una horca de cebollas bien guardada y racionada, así que ni saciarse mirando alimentos podía. Peor aún, los sábados, el clérigo se regalaba una cabeza de carnero: la cocía y comía los ojos y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenía. Y luego, dábale al chico los huesos roídos: “Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el papa”.

El sacerdote enamorado

El eclesiástico avariento es un clásico literario a la altura del eclesiástico seductor o seducido. En un trabajo de 2017 publicado en la Revista de Literatura, la profesora Carmen María López, de la Universidad de Murcia, ofrece una interpretación sobre el sentido de la Ley de la Naturaleza (Lex Naturae) y la de Dios (Lex Dei) para explicar el amor, el pecado, la culpa y el arrepentimiento del clérigo prendado en El pecado del padre Mouret, de Zola, y en Doña Luz, de Juan Valera. “El tema del sacerdote enamorado se ha convertido en las letras europeas en uno de los ejes que ha vertebrado la novelística del siglo XIX, configurándose en este siglo —junto con las obras de argumento adulterino—, como una temática recurrente”, afirma. Y para asentar su tesis, repasa la “vasta nómina de obras que versan sobre la relación amorosa o sentimental entre un sacerdote y una mujer”, entre las que están las que son objeto de su estudio pero también El crimen del padre Amaro (1875) de Eça de QueirósTormento (1884) de Pérez GaldósLa Regenta (1885) de Clarín La Fe (1892) de Palacio Valdés.

Nadie está irremediablemente condenado a pecar y traicionar su ministerio, “como en La Regenta, los protagonistas de Doña Luz son seres dotados de libre albedrío, por encima de cualquier determinismo posible”, asevera López. Y al evocar la obra de Leopoldo Alas, nos lleva de la mano hasta el Magistral don Fermín de Pas, “personalidad grande y compleja, tan humana por el lado de sus méritos físicos como por el de sus flaquezas morales, que no son flojas, bloque arrancado de la realidad”, según dejó sentenciado Benito Pérez Galdós en su prólogo a la edición de 1901.

La que Clarín hace del personaje cuando aparece sirve de descripción física y moral: “el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, Magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo”. Escalofriado ante esta aparición que parece de otro mundo, alguien se pregunta: ¿vendrá a pegarnos?

Por todo ello, por esa “complexión estética formidable” en la que “se sintetizan el poder fisiológico de un temperamento nacido para las pasiones y la dura armazón del celibato, que entre planchas de acero comprime cuerpo y alma”, por ser “fuerte, y al mismo tiempo meloso”, Galdós se atreve a decir de De Pas: “más que un clérigo, es el estado eclesiástico con sus grandezas y sus desfallecimientos, el oro de la espiritualidad inmaculada cayendo entre las impurezas del barro de nuestro origen”.

No tienen buena prensa, no. “¿Quién es este cura?”, se pregunta un personaje barojiano en Camino de perfección (1902). “Es un perdío, que vive con dos sobrinas y se acuesta con las dos.” Malos son también los jesuitas que pueblan las páginas de A.M.D.G. (1910), de Ramón Pérez de Ayala.

Caso distinto es el de San Manuel Bueno, mártir (1931), de Miguel de UnamunoÁngela Carballino, que es quien relata, lo recuerda alto, delgado, erguido, “llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago”, se llevaba las miradas de todos, y tras ellas los corazones, “y él, al mirarnos, parecía, traspasando la carne como un cristal, mirarnos al corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma”.

Años de pana, pena y pene

Todos los cambios, todas las vicisitudes de la vida española tienen su reflejo eclesial en la literatura española. Los curas trabucaires, no únicamente esos “sacerdotes armados con trabuco que limpiaban la retaguardia de progresistas, fueron la versión catalana del ‘vivan las caenas’, un elemento fundacional del carlismo que desembocó con naturalidad en uno de los dos ejércitos que se enfrentaron en 1936” (Almudena Grandes) sino los muchos más a los que así convinimos en llamar, tienen reflejo literario. Y menuda fue la dictadura franquista proporcionándonos personajes.

A veces, la mirada se amansa. Ramón J. Sender escribió la historia de Mosén Millán, que en un pueblecito aragonés se dispone a ofrecer una misa por el alma de Paco el del Molino, al que quería como a un hijo. Mientras aguarda a los feligreses, reconstruye lo ocurrido durante la frustrada mediación que inició convencido de que podría salvar al muchacho, aunque lo único que consiguió fue entregarlo a sus verdugos.

Mosén Millán, escribe Borja Rodríguez Gutiérrez, se nos presenta con atribuciones muy claras: “pasivo, inmóvil tanto físicamente como mentalmente, un personaje de espacios cerrados, para el cual el dinero es uno de los motores fundamentales de la vida, y cobarde tanto ante el riesgo físico, como ante la asunción de responsabilidades”. En un momento de la historia, exclama un zapatero: “Los curas son la gente que se toma más trabajo en el mundo para no trabajar. Pero Mosén Millán es un santo”. 

La obra de Sender, fechada en 1953 con un título que era el nombre del cura, se convirtió en Réquiem por un campesino español en 1960. Para entonces, Juan XXIII revolucionaba Roma con la puesta en marcha del Concilio Vaticano II, convocado en enero de 1959. En su tesis doctoral “Aspectos sociales y educativos del personaje sacerdote en la literatura española del siglo XX” (2009), Vicente Torres Aguado asegura que, impulsadas por los vientos nuevos, “durante estos años se presentan un grupo de novelas que abordan las realidades inmediatas vividas en estos momentos por muchos sacerdotes concluido el concilio, a saber, la posible fidelidad o no al modelo de esa Iglesia posconciliar”. Remember José Luis Martín Vigil. E incluso a José María Gironella, que en 1988 publicó La duda inquietante, supuestas memorias de un exsacerdote: “No puedo decir que soy un hombre feliz. No, no lo soy. Ni puedo serlo. Ni lo seré nunca. Soy un cura secularizado, que obtuvo la dispensa necesaria y se casó por la Iglesia, pero que no puede administrar los sacramentos. La Iglesia no ha comprendido todavía que ambas cosas podrían ser compatibles”.

Pero los giros argumentales no se agotan. No es mi intención traer hasta aquí todas las obras con cura puesto, pero apunto una más: recientemente, Antonio Soler ha novelado en Sacramento la vida de don Hipólito Lucena, sacerdote malagueño que en la España de los 50 seducía a sus feligresas para celebrar ritos sexuales colectivos en el altar; y las novelas, algunas autobiográficas, en las que se trata de los abusos cometidos por sacerdotes son ya un subgénero literario con entidad y canon propios.

Una pista, por si acaso

Por si les interesa: un encuentro entre la profesora de Complutense Guadalupe Arbona y el arzobispo de Granada durante el año sacerdotal convocado por Benedicto XVI supuso el germen de Vasijas de barro. La figura del sacerdote en la literatura contemporánea, un libro donde desfilan algunos de los sacerdotes ya mencionados y otros muchos protagonistas de grandes páginas de la literatura de los últimos dos siglos, entre ellos el padre Brown de Chesterton; el Tomás Becket de Eliot en Murder in the Cathedral; el Pater Whisky de El poder y la gloria de Graham Greene… Greene, por cierto, autor de Monseñor Quijote (I982), una ficción que nos presenta al padre Quijote, más tarde nombrado monseñor, ejerciendo su labor en El Toboso, municipio a cuyo ex alcalde comunista el protagonista denomina Sancho.  

Podéis ir en paz.

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