Nos vemos obligados constantemente al trágala por unas u otras de la multitud de sectas confesionales que en el planeta han encontrado acomodo, imponiendo comportamientos o restringiendo libertades.
Quienes viven de la fe en creencias metafísicas –que trascienden la razón les gusta decir a sus buhoneros, irracionales decimos quienes tenemos el funesto hábito de pensar–, nos conminan a burlarnos, a reírnos de todo, excepto de sus caprichosos y absurdos desatinos, elegidos por su propia voluntad. Nos invitan civilizadamente a mostrar respeto por sus creencias o por quienes las tienen, nunca por aquellos que viven sin ellas. Lo llaman fe, que a su juicio es la virtud más elevada que se pueda ostentar, cuando a la luz de la razón su fe no es más que temor e ignorancia maquillados de moralidad.
Cuando una idea no puede ser defendida con argumentos racionales sólo puede ser protegida con la violencia. Así lo han hecho y así lo hacen las más poderosas multinacionales del disparate metafísico.
Para la razón humana aquello que carece de explicación argumentada con arreglo a la lógica es un despropósito, una ofensa a la humanidad, a sus mártires (Hipatia de Alejandría, Maimónides, Copérnico, Galileo, Miguel Servet… incontables). A quién le importa ofender a millones de ateos y agnósticos con la exhibición de descabelladas proclamas que han sembrado la discordia y el horror durante milenios. Las demostraciones de su fe, como quiera que la manifiesten, hieren la sensibilidad de la inteligencia humana, desprecian el esfuerzo, el respeto que merece el sacrificio de generaciones para obtener aquello que nos permite, también a ellos, mantenerse vivos, sanos, dignos.
Lo que les posibilita caminar sobre el planeta erguidos después de conjurar los temores esotéricos a monstruos alados que arrojaban fuego por la boca, a espíritus malignos que les arrastraban al inframundo, a fantásticas criaturas que poblaban su imaginación desbordada por el miedo a lo desconocido: el rayo, el trueno de la tormenta, el temblor del seísmo, el espanto a caer en el abismo que se abría al traspasar la línea del horizonte, a dioses crueles, caprichosos y sanguinarios que precisan la humillación de la condición humana para su bienestar…
La razón, la comprensión racional que nos hace cada vez más libres tiene límites. Todas las preguntas que todavía no tienen respuesta razonada no contradicen la posibilidad futura de encontrar explicación. No pregonamos desde la prepotencia del conocimiento positivo que lo que el saber de hoy no comprende, no existe. Las áreas de fenómenos desconocidos son todavía, pese al progreso, demasiado amplias. Lo que no justifica que se deban aceptar creencias basadas en la sola voluntad de quien las proclama.
La ciencia se muestra reticente a aceptar principios básicos de las medicinas holísticas que no entiende. Como sucede con la homeopatía y el concepto de la memoria del agua. Según la teoría en la que se basan los principios homeopáticos, una ínfima cantidad de una sustancia benéfica disuelta en una inmensa cantidad de agua, hasta hacerla pasar desapercibida en un análisis microscópico de una porción de agua, mantiene sus cualidades curativas, siendo capaz de sanar un cuerpo. Pero esa infinitesimal cantidad de materia disuelta permanece allí, no se ha esfumado, aunque el análisis no la detecte.
Pues bien, para la medicina convencional la acción terapéutica de esa mínima cantidad de principio activo es irrelevante y “no puede curar” con arreglo a los parámetros que maneja la actual disciplina médica. Pero cura. Los tratamientos homeopáticos aplicados en las ganaderías así lo atestiguan. Ningún ganadero, por ejemplo de vacas lecheras, financia un tratamiento para sanar a sus reses que no sea tanto o más eficaz que los tratamientos convencionales con antibióticos al uso, por ejemplo. Con la ventaja añadida de que pueden seguir comercializando la producción porque está libre de sustancias perjudiciales para sus consumidores. En el caso de seguir un tratamiento antibiótico recomendado por la veterinaria formal, la totalidad de la leche obtenida se desperdiciaría al contaminarse con el medicamento.
No cura por sugestión como podría sospecharse en seres humanos. No se puede aducir efecto placebo en el caso de los animales irracionales. ¡Cura! Luego, esa despreciable cantidad sana mediante mecanismos que la ciencia médica no conoce y por tanto no puede objetivar.
Nada tiene esto que ver con creencias, por muy fervorosas y ancestrales que sean sobre estampitas u oraciones milagrosas, ceremonias para limpiar conciencias, expulsar espíritus malignos que se apoderan de cuerpos humanos, lugares sagrados, intocables, que se puedan imponer a la razón de quienes no comparten o rechazan escandalizados tales creencias. Y, pese a ello, los no creyentes deben aceptar, acatar o reverenciar, manifestando toda suerte de cuidados en cuanto concierne al objeto de adoración libremente elegido por esa cantidad variable de personas que voluntariamente, caprichosamente, sin razón alguna que pueda ser comprendida por cerebros humanos, decidieron tal día que el equilibrio del mundo depende de que aquéllos que ni están iniciados, ni quieren estarlo, en herméticos rituales deban inclinarse, idolatrar, manifestar respeto o fingirlo, o simular veneración por una piedra, un icono o cualquier otro símbolo de antojadizas afirmaciones ajenas. Por supuesto cualquier acercamiento racional a tan delicado asunto será considerado una ofensa, un escarnio que justificará la más brutal, feroz, sanguinaria represión.
Quienes no estamos organizados sectariamente no podemos exigir respeto a la sensibilidad racional. Nos vemos obligados constantemente al trágala por unas u otras de la multitud de sectas confesionales que en el planeta han encontrado acomodo, imponiendo comportamientos o restringiendo libertades, ofendiendo gravemente el credo en la razón, la fe en el conocimiento positivo, la esperanza en el progreso en paz basado en la sabiduría que cientos de milenios nos han aportado permitiéndonos caminar con la frente alta bajo las constelaciones, no sometidos a la degradación y el horror que nos reservan las supersticiones fundadas en cultos fanáticos y entelequias carentes de argumentación demostrable, manipuladas por encumbrados prestidigitadores.
Proviene de Oriente como la mayoría de creencias, una más que sólo se diferencia de ellas en que no tiene vis comercial, ni fuerza política para dominar la raza humana. Resumidamente viene a decir que cada ser que en el planeta existe, mineral, vegetal, animal…, tiene una gota de dios. Dios está en todas partes, pero en esa gota que los seres del planeta portamos. El día en que seamos capaces de establecer la armonía imprescindible entre todos los portadores de esa mínima parte de deidad que somos, habremos logrado implantar el reino de dios en la tierra. Se podrá contemplar todo el poder y la majestad de dios.
Entre tanto los capos religiosos siguen animando el gallinero alentando a sus organizaciones a defender con la violencia, el chantaje y la intimidación aquello que aman o temen. Así lo hizo el grupo de asesinos de periodistas satíricos, sumisos a sus jerarcas; así lo hace el jefe romano justificando el uso de la agresión física también por… amor.
El único espacio digno en el que puede existir el verdadero sentimiento religioso es la intimidad de tu mente, tu corazón. Si lo sacas al exterior se transforma automáticamente en algo distinto y peligroso: proselitismo. No hay necesidad de mancillar la pureza de tus creencias metafísicas sacándolas a pelear con las que otros exhiben desvergonzados sin atisbo de argumentación racional. Eres libre de configurar lo desconocido en un sistema de creencias, de intuiciones que contribuyen a mejorarte como ser humano. Es una relación que eres libre de crear con lo desconocido. Nadie se mostrará sarcástico o irrespetuoso con aquello a lo que tú libremente has decidido dar crédito, pero debes saber que no te asiste ningún derecho a exigir que otros lo compartan o manifiesten respeto por tus creencias. Son sólo creencias.