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Como hermanos en Innisfree

Entre las confesiones cristianas, la anglicana y la católica son las más proclives a entenderse

Hace unos días, en Barcelona, el cardenal Walter Kasper, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, aseguró que la exclusiva de The Times sobre la futura unidad entre anglicanos y católicos no era cierta. En realidad, matizó el titular según el cual Los anglicanos vuelven a la autoridad del Papa, pero no negó la existencia de un documento que sienta las bases de una hipotética reunificación. El documento existe y es fruto de los trabajos de la Comisión Internacional Anglicano-Católica para la Unidad y la Misión que se creó en el 2000. En él se puede leer: "Nosotros invitamos a los anglicanos y a los católicos a explorar juntos las maneras a través de las cuales el ministerio del Obispo de Roma (es decir, el Papa) puede ser ofrecido y recibido, al mismo tiempo que nos pronunciamos porque nuestras dos iglesias prosigan el camino hacia una plena comunión eclesial". El cardenal Kasper prefirió ser discreto y vaticano, y habló de una "imperfecta comunión" (un detalle que, hoy por hoy, es evidente) y prefirió dejar sentado que el documento solo promovía un "llamamiento para la acción", una esperanza cierta, advirtiendo, como es costumbre, con prudencia, de que el camino ecuménico iba a ser largo.

LAS RELACIONESentre la Iglesia católica y la anglicana se han visto jalonadas de múltiples episodios de amor y odio. Empezando, claro, por la proclamación de Enrique VIII como Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, hace casi cinco siglos, a raíz de la negativa de Clemente VII a anular su matrimonio con Catalina de Ara- gón, un matrimonio, recordémoslo, que necesitó de una dispensa papal para su celebración. A menudo hemos percibido la ruptura como un capricho llamémosle sexual del monarca, pero llevaba implícitas cargas políticas y sociales de profundidad, como todas las escisiones o cismas de la historia. Poco después de la decisión unilateral de Enrique VIII, el moderado Thomas Cranmer hizo público su Book of Common Prayer y sus 42 articles, base ideo- lógica y litúrgica de la nueva Iglesia anglicana con reminiscencias vagamente calvinistas.
En los vaivenes de la política inglesa de los siglos XVI y XVII, el mismo Cranmer pereció en la hoguera bajo el reinado de la procatólica Maria Tudor, hija de Enrique VIII. Es decir, un mártir anglicano que empataba el partido (si se me permite la expresión) con el ajusticiado católico Tomás Moro. De la primitiva Iglesia anglicana, que era una simple denominación geográfica de los católicos que habitaban en las islas, se pasó a la configuración de un nuevo orden episcopal tremendamente hermanado con la autoridad de la monarquía y, en cierta manera, con la antigua tradición romana, una circunstancia que fue justamente la causa de escisiones, más proclives a la radicalidad en la lectura del Evangelio, en la línea de Lutero y Calvino. De allí, el origen de los presbiterianos puritanos, de los metodistas, de los baptistas o de los cuáqueros, que acabaron implantando en América unas ideas menos jerárquicas, más comunitarias, más acordes con los criterios de la conciencia individual que propuso la Reforma.
Muchos teólogos, entre ellos Hans Küng, han analizado el devenir de la iglesia anglicana, desde sus comienzos dramáticos hasta los intentos de acercamiento protoecumé- nico que se dieron en los siglos XIX y XX como una especie de tercera vía entre el catolicismo y las iglesias evangélicas reformadas. En muchos momentos históricos, más cerca de Roma que de la Ginebra calvinista. Los anglicanos comparten con los católicos la aceptación del Antiguo y del Nuevo Testamento como regla de la fe, el credo del Concilio de Nicea del 325, el bautismo, la eucaristía como evocación del sacrificio y no como simple simbología, y, por supuesto, la fortaleza de la jerarquía episcopal.

EN LA EVOLUCIÓNde las distintas confesiones cristianas, no hay dos como la anglicana y la católica más proclives a entenderse. Y más en unas circunstancias en las que muchos expertos ven el ecumenismo no solo como una fachada decorativa, sino como un futuro necesario e irreversible. Va a ser, sin embargo, un camino largo y puede que tortuoso. La profunda división con el mundo ortodoxo tiene raíces teológicas y antiquísimas rencillas teñidas de sangre y de despropósitos. Las iglesias protestantes no tienen una voz ni una organización tan unitaria como los anglicanos o los episcopalianos de EEUU. Estos, a su vez, se hallan en plena crisis. El sector más conservador ha visto con inquietud la ordenación sacerdotal de mujeres y de homosexuales, el episodio que ha generado más grietas en el episcopado anglicano y que tuvo en 1994 un punto de inflexión con la conversión católica de Graham Leonard, obispo de Londres. El Vaticano ha jugado, con estrategia y diplomacia, reforzando las posturas más tradicionales y tendiendo los brazos a una hipotética y futura unidad que pasa, indiscutiblemente, por la primacía romana.
Los últimos acontecimientos y rumores me recuerdan esa escena de El hombre tranquilo, de John Ford, en la que el padre Lonergan, el respetado y popular sacerdote católico, se disfraza de anglicano para evitar que el solitario pastor Playfair deba marcharse de Innisfree por falta de feligreses. Le da un poco de confianza y de cariño fraternal. Como un hermano.

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