Informes como el de la consultora Gartner anunciaban hace ya cinco años que en 2022 se consumirían más contenidos informativos falsos que verdaderos. La desinformación es un fenómeno con el que convivimos a diario y las redes sociales funcionan como una especie de colaborador necesario, permitiendo la difusión a gran escala y a un ritmo vertiginoso de noticias falsas. Su efecto multiplicador se agrava en un contexto de polarización donde las medias verdades, los mensajes tergiversados o, directamente, la falsedad, crecen sobre terreno abonado.
El cóctel perfecto
Este escenario de posverdad es construido por tres grandes actores: el ámbito político e institucional, los medios de comunicación y los propios ciudadanos.
El impacto del crack financiero de 2008 en las clases medias ha dado lugar a un hartazgo de la política por parte de la opinión pública, una desafección explotada en estrategias de comunicación cada vez más agresivas. Los partidos políticos y las propias instituciones a menudo promueven discursos simples, que apelan directamente a las emociones. Las redes sociales constituyen un vehículo ideal para este tipo de estrategias, en las que se obvia la complejidad de los problemas.
Por su parte, los medios, debilitados tras años de crisis económica y con dificultades para encontrar su lugar en el nuevo ecosistema digital, han promovido el sensacionalismo y alimentado falsos debates. El llamado infotainment, especialmente en televisión, y la práctica del clickbait han provocado una caída en picado en el rigor de sus contenidos.
Según la periodista Carmela Ríos, “periodismo también es observar cuentas de Twitter y analizar los contenidos que arrojan desde líneas ideológicas distintas. Eso es periodismo político en la España de hoy”.
En este contexto, la ciudadanía asiste abrumada a un flujo de mensajes constante, que llegan por un número creciente de canales. Ante el carácter partisano que predomina en los posicionamientos de la opinión pública, parece imprescindible tomar partido, lo que activa mecanismos como el sesgo de confirmación, que funciona como una retroalimentación carente de sentido crítico.
Este ciclo se ve reforzado a causa de los algoritmos utilizados en Google y en las distintas redes sociales, que generan el famoso filtro burbuja que nos atrapa en un espacio de confort ideológico, donde dejamos de estar expuestos a informaciones que cuestionen nuestras ideas.
Las falacias en democracia
La desinformación incide en numerosos ámbitos de nuestra existencia, pero es en la salud de las democracias donde sus efectos pueden ser más devastadores. El clima de contestación social se ha convertido en un contexto perfecto para la proliferación de consignas populistas. Las emociones negativas y el discurso del odio se viralizan, gracias a una maquinaria perfectamente engrasada.
Según un estudio de la Universidad de Oxford, en 2020 en 81 países se utilizaban las redes para lanzar desinformación a través de operaciones automatizadas a gran escala. Ejércitos de bots realizan sin cesar tareas repetitivas y de forma coordinada con el fin de dominar la conversación. Generan controversias, encabezan campañas de descrédito y desvían la atención de los temas realmente importantes.
El uso de la inteligencia artificial contribuye a generar falsas narrativas, de las que el deepfake no es más que el último exponente. El avance del código abierto ha popularizado herramientas cada vez más sencillas, de forma que el tráfico de vídeos manipulados se ha multiplicado.
No es posible hablar de campañas de desinformación sin mencionar el caso de Rusia. En efecto, el presidente Vladimir Putin ha adoptado la teoría del general Valeri Guerásimov (new generation warfare), según la cual la guerra “es antes una estrategia de influencia que de fuerza bruta”. La prioridad es “romper la coherencia interna del sistema enemigo” a través de la desestabilización y el ruido incesante. Se trata de una batalla en múltiples frentes y que precisa de pocos recursos. Y que ha resultado esencial para manipular a la opinión pública rusa frente a operaciones tan inaceptables como la actual invasión de Ucrania.
¿Qué hacer?
Una vez descrito este complejo panorama, es esencial abordar las posibles alternativas que la sociedad en su conjunto posee para hacer frente al escenario de posverdad.
Estas llegan desde las instituciones, las plataformas y los medios, pero también han de surgir de cada uno de los ciudadanos, como último agente implicado en la desinformación. Las redes sociales otorgan a cada individuo el poder de convertirse en emisor y difusor de contenido informativo, pero esta práctica no siempre es constructiva.
La solución en este punto pasa por la toma de conciencia, que posibilite actitudes más responsables y, sobre todo, por la alfabetización digital de la sociedad. Esta necesita fomentarse desde los centros educativos y ampliarse a los distintos grupos de edad. Urge mejorar las competencias de los jóvenes para identificar contenidos sesgados, subjetivos o parciales, aspecto en el que nuestro país, según el informe PISA 2021, se encuentra a la cola de la OCDE.