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[Colombia] Salman Rushdie: De libertades y blasfemias

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Por insultar las creencias sagradas de los musulmanes, el ayatola Khomeini, líder supremo de Irán, decretó el 14 de febrero de 1989 una fatwa condenando a muerte a Salman Rushdie y a los editores de su novela, Los Versos Satánicos, publicada en el año anterior. 

El 3 de agosto de 1989 Mustafá Mahmoud Mazeh, libanés nacido en Guinea, murió en Londres a los 21 años de edad, cuando estalló la bomba que estaba fabricando dentro de una de las habitaciones del Hotel Beverley House. Según las investigaciones Mazeh iba a camuflarla en un libro que sería enviado a Salman Rushdie. La explosión destruyó dos pisos del hotel.

En 1991 fue asesinado el traductor japonés de la novela Hitoshi Igarashi y herido de gravedad el traductor italiano Ettore Capriolo. Dos años después atentaron contra el editor noruego William Nygaard.

Años más tarde, en el 2008, el gobierno del Primer Ministro Gordon Brown aprobó el Acta de Justicia Criminal e Inmigración, con la cual abolió el delito de blasfemia en Inglaterra y Gales. Dicho delito consistía en negar la existencia de dios, reprochar de manera grosera al salvador Jesucristo, burlarse de las escrituras sagradas o exponerlas al desprecio o ridículo. Sobra aclarar que la ley, mientras existió, solo protegía a la religión cristiana. 

El 12 de agosto de 2022, cuando estaba a punto de ofrecer una charla pública en el estado de Nueva York, el escritor nacido en India, de ciudadanía inglesa y estadounidense, Salman Rushdie fue atacado con un cuchillo y herido de gravedad por el joven estadounidense Hadi Matar de 24 años, residente de Nueva Jersey y de padres libaneses.

Salman Rushdie

La realidad humana consiste en narrativas, siendo el ser humano ante todo un ser narrador. Por medio de ellas hace inteligible al mundo y a los otros. La complejidad humana hace que siempre haya una plétora de narrativas opuestas entre sí y luchando por imponerse como realidad. Ellas se ofrecen no como narrativas sino como descripciones, representaciones adecuadas de la realidad. 

¿Nos encontramos en el caso de Los Versos Satánicos ante un caso ejemplar de la libertad de expresión como una de las libertades fundamentales de la humanidad? ¿O más bien nos topamos aquí con los límites del intento de Occidente de imponer cierta visión de humanidad, donde el valor de lo sagrado y lo religioso cede ante una visión secular del mundo, donde la creencia en dios(es) se percibe como prueba de una latente irracionalidad e ignorancia y su burla como un indicio de libertad?

¿Somos más humanos en tanto capaces de burlarnos de aquello que otros toman como más sagrado, cuando desencantamos el mundo, lo drenamos de significado y valor en nombre de la racionalidad y el progreso? ¿O lo somos cuando nuestro mundo sigue habitado por seres trascendentes y divinidades, orientadores de nuestra realidad? No creo que pueda haber una respuesta a esta pregunta porque cada posición define lo humano de manera diferente, rechazando el otro sentido de humanidad como primitivo e irracional, por un lado, o por el otro, inmoral y nihilista. 

Me parece importante, no obstante, rechazar la narrativa que ofrece la modernidad sobre sí misma como una etapa más desarrollada, civilizada y racional que la anterior; una narrativa donde lo religioso es simplemente la antesala de lo secular, una etapa más primitiva en el desarrollo de la humanidad hacia su libertad y autonomía, donde los seres humanos finalmente escapan de las fuerzas oscuras de la tradición y la fe. No creo que la libertad humana deba medirse en nuestra capacidad de destruir todos nuestros ídolos a martillazos o con sátira. 

Y, sin embargo… Condenar a muerte a un ser humano por el simple hecho de transgredir lo divino en una obra de ficción parece obedecer más a móviles políticos que religiosos. La fatwa emitida por el Ayatola Khomeini, para muchos musulmanes, no ofrecía una correcta interpretación del Corán, donde se habla de una retribución dolorosa para quienes lastiman al mensajero de dios. Interpretar dicha retribución en la forma de una condena a muerte le permitiría al Ayatola distraer a la población iraní del armisticio firmado con Iraq siete meses antes, después de una guerra de nueve años donde murieron entre doscientos y trescientos mil iraníes.

También cimentaría su poder e influencia al atizar las llamas de un sentimiento anti-occidental, incrementando así el apoyo a la revolución islámica. No me interesan ni los motivos personales o políticos de Khomeini para emitir la fatwa, ni los de Hadi Matar para ejecutarla treinta y cuatro años después. Más bien me interesa cierta recepción de la obra de Rushdie que hicieron muchos musulmanes por todo el mundo, quienes sin aprobar la violencia de la fatwa pensaron que su visión de mundo estaba siendo atacada y sus creencias más profundas expuestas al ridículo por un grupo de naciones inmorales y nihilistas, naciones con un gran poder político, económico, militar y cultural. 

La libertad de expresión y otras libertades fundamentales en Occidente son libertades ofrecidas al individuo de cara a su sociedad o al estado al cual pertenece. Estas intentan crear un espacio donde el individuo pueda determinar desde sí qué creencias asumir (religiosas, éticas, políticas, etc.), con la condición de que su libertad no atente contra la libertad de los otros individuos de hacer lo mismo. Asumir estas libertades como fundamentales y universales es ya asumir una visión única de cómo debe ser la humanidad; es asumir su vocería.

Sin embargo, el concepto mismo de creencia en Occidente y en sociedades no occidentales contiene diferencias primordiales. Para Occidente una creencia es una idea que nosotros, como individuos, tenemos la libertad de asumir o rechazar, sea por razones prácticas, estéticas, políticas, personales, etc. No es una mera prenda de vestir, pero tampoco constituye la identidad de manera básica. En esto consiste el mantra de la cultura estadounidense del ‘reinventarse’ constantemente.

Para sociedades no occidentales, el ser humano es sus creencias. Él no las escogió como individuo porque no es un individuo; es ante todo miembro de una comunidad, de una tradición. Nace en una identidad social. No quisiera evitar enfrentar los graves problemas que una posición como esta puede acarrear. Por ahora me interesa ofrecer maneras alternas de comprender lo que es una creencia y la función social que puede ejercer.

Esto nos permite acercarnos al caso de Salman Rushdie, no solo desde el campo semántico de la libertad de expresión y su importancia para la civilización, sino también desde el campo semántico de lo sagrado y del papel constitutivo que puede jugar para ciertas comunidades (en este caso la musulmana), quienes se sienten discriminadas por Occidente como aúnpresas de la tradición. 

Debemos expresar solidaridad con cualquier ser humano condenado a muerte por la expresión de sus ideas. También debemos cuidarnos de centrar nuestra libertad en su potencial desacralizador, sobre todo cuando viene aunado, por un lado, a una fuerza militar, económica y cultural hegemónica, y, por el otro, a una visión de lo secular como el sitio exclusivo de la libertad.

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