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En los establecimientos públicos del Estado, no deben aparecer íconos, símbolos o mensajes de creencia alguna y los funcionarios del Estado
En fechas recientes saltaron a la palestra pública de las redes sociales dos temas en apariencia distintos, pero que tienen un mismo denominador común.
Ellos son el papel de las universidades en la expedición de certificados y diplomas, y la necesidad de acatar la Constitución de 1991, en sentido de la libertad de cultos (art. 19), dentro de un Estado político que se definido a sí mismo como laico.
Respondiendo a una necesidad de transparencia por parte de los servidores públicos, se ha tornado en costumbre hacer públicos no solo la idoneidad profesional de los funcionarios, como el dar a conocer aquellos aspectos relacionados con su patrimonio mediante la exhibición de su declaración de renta.
En este sentido juega un papel importante demostrar la preparación académica y la hoja de vida profesional de los candidatos a trabajar para el Estado.
Es así como las universidades e institutos de educación superior entran en el debate. Ya sea certificando el paso de los candidatos por sus aulas, expidiendo alegremente diplomas a diestra y siniestra o siendo víctimas de la falsificación de diplomas que acreditan una formación académica de la cual carecen los postulantes a un cargo público.
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El país ha sido testigo de la feria de certificaciones y cartones en funcionarios de primer y segundo orden, que sin vergüenza alguna ostentan este tipo de documentos, mintiéndole con total desfachatez y descaro a la opinión pública, o exhibiendo trabajos que o no han sido investigados, y redactados por ellos o que ostentan un alto grado de fraude, plagiando de otros trabajos párrafos y capítulos enteros, saltándose olímpicamente los derechos de autor y cometiendo el delito de robo a la propiedad intelectual y patrimonial de los autores, e incurriendo en violación de los derechos morales de los mismos.
Tanto el Estado como las universidades y la sociedad hemos tolerado este tipo de delitos, toda vez que los consideramos como una infracción de afiebradas mentes juveniles, que transgreden normas sociales con cierto tono de levedad y sin un declarado matiz delincuencial.
El Estado colombiano, definido como un estado laico, consagró la libertad de cultos en el artículo 19 de la Constitución Política de Colombia, firmada y sancionada por consenso nacional en 1991.
Quiere ello decir que todas las creencias o doctrinas religiosas están permitidas por el Estado de derecho, en igualdad de condiciones y que pertenece al acervo individual de cada persona.
En tal virtud ninguna de ellas debe prevalecer sobre las otras. En los establecimientos públicos del Estado, no deben aparecer íconos, símbolos o mensajes de creencia alguna y los funcionarios del Estado, en el ejercicio de sus funciones, no deben hacer proselitismo religioso de ninguna índole.
Resulta sorprendente e incongruente constatar cómo en la mayoría de estas creencias, organizadas bajo el signo de la solidaridad, la tolerancia y el amor por sus semejantes, estas cualidades brillan por su ausencia y los fanatismos y fundamentalismos saltan al menor inconveniente y cuando estas capillas se sienten amenazados en sus dogmas.
Es como si la certeza en sus creencias fuera tan débil que su solidez amenazara con derrumbarse ante la más endeble controversia.
Prueba de ello son los cientos de chats, trinos y mensajes cursados a raíz del intento de apertura a todos los cultos, de las salas de recogimiento habilitadas en el aeropuerto El Dorado y el Congreso de la República.
La intolerancia, fundamentalismo e insolidaridad de los católicos no se hizo esperar y arremetieron cual fieras enfurecidas protegiendo sus creencias y a su divinidad, el cual consideran como el único y verdadero dios, contra toda una caterva de apóstatas, renegados y ateos sin dios ni ley, recua de impíos que arderemos en el fuego eterno.
El Estado colombiano, consciente de la falta de madurez de nuestro pueblo para compartir una esquina en un reducido espacio rectangular de no más de cuatro metros cuadrados, decidió recular y aguardar por vientos más propicios y no alborotar el cotarro de almas tan pías, quienes aferradas a su cilicio particular, estaban dispuestas a inmolarse en santo sacrificio.
Universidades y religión son tan solo dos casos paradigmáticos que nos demuestran nuestra catadura como individuos y como sociedad, tan beligerante y combativa en algunos casos, como permisiva, alcahueta e indolente en otros.
Ambas instituciones, la educativa y la religiosa, tanto como la familia, están para formar ciudadanos de bien, capaces de compartir este mundo, respetando unas normas básicas que nos permitan convivir en armonía con nuestros semejantes.
Ello impone unas formalidades morales de corte social que debemos respetar y que instituciones tales como la familia, la escuela y la religión, está llamadas a inculcar en los individuos, desde sus años más tiernos.
Sin embargo, tanto la escuela como la religión han olvidado su función social y ha reducido sus obligaciones, limitándose unos a cobrar por la capacitación instrumental y otros al cobro de sus respectivos diezmos para el disfrute de sus pastores.
Tal parece que se han desviado de su deber ser, pues tanto las universidades como las iglesias, han dejado de lado la formación ética y moral, sordos ante la corrupción e indolencia de sus alumnos y rebaños.
Ninguna universidad, ni pública ni privada, se ha manifestado públicamente censurando el cinismo, la corrupción e impunidad de muchos de sus egresados, como ninguna iglesia ha repudiado los malos dictados y la actitud poco cristiana y caritativa de sus feligreses.
Tal actitud complaciente nos ha convertido en cómplices de aquellos que campean haciendo fechorías por doquier, escudados en la impunidad que les proporciona nuestra indiferencia y silencio.
Entre la aparente inanidad e impunidad de un fraude académico que toleramos socialmente, el saqueo a los dineros públicos, las masacres de líderes sociales o los “falsos positivos” no hay sino un paso.
Si los guías morales y éticos de una sociedad miran en otra dirección y su callamos en nuestro mutismo cómplice, si la solidaridad no nos moviliza a sancionar moralmente estas conductas y a exigir justicia y reparación, no nos extrañemos de lo que pueda pasar mañana.