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Colegio San José, una Medalla al privilegio

“No tiene reparo alguno en decir que cada vez que pasa por Villafranca de los Barros siente necesidad de entrar en el Colegio San José para visitar a la Virgen que se venera en la capilla”. La frase es del periodista Antonio Ortiz y el devoto feligrés al que se refiere el reportaje publicado en el diario Hoy el 3 de octubre de 2006 no es otro que Guillermo Fernández Vara, exalumno del colegio jesuita durante siete años y hoy presidente de la Junta. El mismo que, hace unas semanas, anunciaba la concesión de la Medalla de Extremadura a esa corporación religiosa. Así, sin anestesia, sin pudor alguno. Así se hacen las cosas todavía en esta tierra marcada a sangre y fuego con la señal indeleble del caciquismo.

“El dinero tiene, entre otras infinitas virtudes, una calidad detergente. Y múltiples cualidades nutricias”. En una de sus últimas novelas, Rafael Chirbes ponía este fogonazo de lucidez en la boca de Esteban, uno de esos personajes-abreojos con los que el escritor valenciano retrataba la argamasa moral sobre la que los ricos del país, viejos y nuevos, han construido su dominio a lo largo de décadas. El poder comparte con el dinero su capacidad blanqueadora. La adjudicación de la medalla al Colegio San José persigue acicalar el relato legitimador de la crema social y política de Extremadura y, para ello, nos presenta el privilegio tras el formato de la excelencia educativa. Las élites se condecoran a sí mismas. La familia que reza unida permanece unida, aseguraba el célebre lema del Padre Peyton… Pero aún lo estará más si entre sus miembros se recompensan mutuamente.

El galardón, acordado por los dos grandes partidos, constituye un poderoso símbolo sobre el entramado y la fortaleza de las redes del poder en Extremadura. Si hay un colegio en la región que represente a la casta política y económica durante todo el siglo XX ese es, en primer lugar y sin duda alguna, el centro donde estudió Fernández Vara. El Colegio San José de Villafranca ha sido el Pilar extremeño, por sus pupitres ha pasado una parte muy significativa de las élites judicial, universitaria, empresarial o política. Junto a nombres conocidos del mundo de la cultura y el espectáculo como Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Luis Galiardo, José Manuel Soto o Lucía Dominguín, en sus aulas se han formado algunos de los exponentes más señeros de la aristocracia y el latifundismo patrio como Antonio de Vargas-Zúñiga y Montero de Espinosa, II Marqués de Siete Iglesias y primer director de la Real Academia de Extremadura, Rafael de Medina Abascal, XX Duque de Feria y XVII Marqués de Villalba o Francisco Fernández-Daza y Fernández de Córdoba, fundador de la Asociación Nacional de Caballos de Pura Raza Española.

Como es sabido, por el Colegio Nuestra Señora del Pilar, en Madrid, han transitado ministros, embajadores, fiscales generales del Estado y altos cargos de la política. Pero, salvando los condicionantes de periferia geográfica, el Colegio San José de Villafranca no le va a la zaga en lo que a densidad oligárquica se refiere: en sus clases se han adiestrado políticos franquistas como Francisco Bonilla Pérez de Guzmán el Bueno, presidente de la Diputación Provincial de Cáceres y procurador en Cortes, o Álvaro Lapuerta, también procurador franquista entre 1967 y 1977 y, posteriormente, responsable de las finanzas del PP entre los años 1993 y 2008. Y, tras la transición democrática, una auténtica pléyade de alcaldes y concejales de municipios de Extremadura, así como decenas de altos cargos de las administraciones provincial y regional: a título de ejemplo, mencionaremos los nombres de Vicente Sánchez Cuadrado, senador del Partido Popular y candidato a la Presidencia de la Junta en el año 1991, el de Ángel Robina Blanco-Morales, Director General de Universidad durante seis años en el gobierno regional del PSOE y decano de la Facultad de Educación en la UEX, o el de María Teresa Tortonda, actualmente senadora del PP.

La sinergia entre el colegio jesuita y la clase política dirigente extremeña es notoria y continua hasta nuestros días. Dos curiosos y recientes botones de muestra del íntimo maridaje: tanto el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Almendralejo, regido por el PP, como el de Villafranca, conducido por el PSOE, cuentan con exalumnos del centro. Del mismo modo, al frente de las direcciones generales de la Consejería de Sanidad, se han ido alternando antiguos alumnos del colegio, tanto en la escudería del PSOE (Juan Luis Cordero Carrasco) como en la del PP (Juan José Garrido Romero).

El sociólogo francés Pierre Bourdieu estudió meticulosamente el modo mediante el que la institución escolar contribuye a reproducir la distribución de partida del capital cultural y económico; cómo, “bajo su discurso universalista, la escuela no hace sino legitimar un particular ethos de clase”. En el Colegio San José, como en todos los centros educativos de élite, se han ido encontrando, a lo largo de decenios, los que se tenían que encontrar. Los llamados a ser el día de mañana catedráticos, magistrados, arquitectos, farmacéuticos, procuradores, dentistas, políticos y, por supuesto, empresarios y banqueros. La biografía del poder comienza a escribirse en los pupitres. Por las aulas del colegio jesuita ha correteado una porción muy representativa de la flor y nata de Extremadura e incluso del cogollo empresarial de fuera de la región. Citaremos, sólo a título de ejemplo, algunos de los nombres más conocidos: varios retoños de la familia Benjumea, propietaria de Abengoa, tradicionalmente vinculada a la Casa Real, Luis Valls Taberner, hijo del presidente del Banco Popular o José María Espinosa de los Monteros Jaraquemada, ejecutivo en Hidroeléctrica Española y en Iberdrola.

La onda expansiva de esa condensación de apellidos, dinero y poder se prolonga hasta el presente, con la indispensable contribución del Instituto Católico de Administración y Dirección de Empresas (ICADE), de la Universidad Pontificia Comillas. Entre los integrantes de la jet empresarial actual, se encuentran, entre otros, los exalumnos José María Pacheco Guardiola, presidente de la multinacional Konecta, Rafael Medina Abascal, vigésimo duque de Feria y ejecutivo de Massimo Dutti-Inditex o Ismael Clemente, el nuevo rey del sector inmobiliario en España. “La huella del San José llega al IBEX 35”: con ese rotundo título se reseñaba en Nuevo Milenio, la revista de los antiguos alumnos, la ascensión al mundo celestial del emprendimiento por parte de Ismael Clemente y Miguel Ollero, directivos de Merlin Properties, una empresa donde han anidado los fondos buitre más depredadores de la jauría bursátil, como Blackstone o BlackRock, especializados, por ejemplo, en comprar urbanizaciones de viviendas sociales en alquiler (2.000, sólo en Madrid) a precios de baratija y echar a la calle, como bestias, a las familias. En noviembre de 2013, el Papa Francisco, en su primera exhortación apostólica, “La alegría del Evangelio”, analizaba con perspicacia el nutriente ideológico de este tipo de prácticas empresariales: “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera”.

La otra historia del Colegio San José

Al escritor Ricardo Piglia le gustaba recordar que el Estado es también una gran máquina de narrar. “El Estado no puede funcionar sólo por la pura coerción, necesita construir consenso, construir historias, hacer creer cierta versión de los hechos”. Durante los últimos meses, en Extremadura, asistimos a la construcción de uno de esos relatos tramposos del poder: el enaltecimiento del Colegio San José de Villafranca, como paradigma de la calidad educativa y el altruismo social. Desde todas las terminales del dominio, ya sean políticas, empresariales o mediáticas, se emite un único discurso, que ensalza las virtudes del colegio jesuita. “Es el único colegio con sello de calidad europeo”, dice uno de los mandamases; “ha contribuido durante 124 años al enriquecimiento del patrimonio artístico y al desarrollo económico de la comarca”, le responde un segundo gerifalte; “es un centro abierto a toda la sociedad, sin exclusión”, concluye, ya en el delirio de los elogios, otro de los peces gordos de la región. Pero esta historia de éxito y filantropía quizás podría contarse de otro modo. Repasemos, a grandes trazos, algunos de los momentos esenciales de la tierna narración fabricada en los telares del poder.

Desde su fundación en 1893 el colegio San José ha estado ligado siempre a las clases dominantes. A finales del siglo XIX, un periodo de esplendor para la oligarquía local, según el historiador Juan José Sánchez González, algunas de las familias más opulentas de Villafranca y Extremadura promueven la implantación del centro jesuita. Por entonces, el alcalde de Villafranca es Mateo Sánchez-Arjona y Vaca, miembro de una de las familias aristocráticas de más rancia alcurnia.

La Iglesia española –suele olvidarse- ha constituido tradicionalmente un sostén del conservadurismo, una fuerza reaccionaria vinculada férreamente a los grandes propietarios de la tierra y al absolutismo monárquico. Y, dentro de la Iglesia, la Compañía de Jesús encarnará precisamente las posiciones más retrógradas. Su pugna contra los valores y gobiernos ilustrados -incluso contra el más tibio liberalismo- proviene del siglo XVIII. Sus posiciones ultramontanas y su voluntad de intervención política estarán muy presentes a lo largo de la historia de España. Un ejemplo de esta pulsión la tenemos precisamente en Villafranca: en 1908, sacerdotes jesuitas del Colegio San José participan en la organización de un mitin de orientación carlista. En el pueblo aparecen pasquines denunciándolo: “A Villafranca le viene estrecha la sotana con que quieren estrangularla”.

Años más tarde, la dictadura de Primo de Rivera contará de nuevo con la adhesión entusiasta de la Iglesia, que incrementa aún más las riquezas materiales y las prerrogativas con los que ya cuenta. A principios de los años 30, la población que se dedica a actividades de culto y clero asciende a 136.000 personas, la proporción más elevada después de Italia. La “alianza del trono y del altar” produce cada vez más hartazgo en el pueblo, que sufre diariamente “la vinculación de la mayoría del clero con la clase de los propietarios” (Tuñón de Lara). La República intentó modernizar el país y limitar las prebendas de la Iglesia. En el articulado de la flamante Constitución establece: “Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes”.

La Compañía de Jesús es disuelta en 1932 e incautados sus bienes. Unos ochenta alumnos del colegio de Villafranca continúan el curso en Estremoz (Portugal) y el centro pasa a ser gestionado por el Ministerio de Instrucción Pública. Al frente del Instituto se nombra a Manuel Vicente Loro, un prestigioso botánico, miembro de la Institución Libre de Enseñanza. Ahora, el Instituto de Segunda Enseñanza pasa a disponer de un internado mixto; durante el período en el que está abierto, sólo cuatro años, son 925 alumnos los que pueden matricularse en él, un número muy superior al que venía acogiéndose (José Antonio Soler).

El 18 de julio de 1936 se produce el golpe de estado contra la República y el 7 de agosto Villafranca de los Barros es tomada por la Columna de la muerte. Comienza la masacre. Sólo entre el 9 de agosto, fecha de la primera ejecución masiva, y el 1 de diciembre de ese año fueron asesinadas más de 600 personas en la localidad, que contaba entonces con 15.000 habitantes. Como ha explicado y demostrado fehacientemente el historiador Francisco Espinosa, el franquismo se erigió sobre el proyecto de exterminio del enemigo político, de la población que había defendido la legalidad republicana.

Sólo un mes después de la entrada de los militares sediciosos, en septiembre de 1936, el colegio vuelve a manos de los jesuitas y una parte del espacio se utilizará como hospital del ejército sublevado. A partir del curso 1936-1937 desaparece la enseñanza secundaria pública de Villafranca, que no contará con un centro público hasta 33 años después, en el curso 1969-1970, a pesar de que el ayuntamiento lo solicitará en reiteradas ocasiones.

El Colegio San José se convierte en uno de los estandartes más ostentosos y desvergonzados del fascismo. Los idiomas que se imparten pasan a ser el alemán y el italiano, las lenguas de los aliados. Y sus instalaciones las visitan, en calidad de invitados, algunos de los más eximios y sanguinarios representantes del nuevo régimen. En 1937 visita el centro el general Queipo de Llano, en 1940 lo hará el general Yagüe y en 1946 quien cumplimente al colegio será Alberto Martín Artajo, Ministro de Asuntos Exteriores, que además tiene un sobrino allí como alumno. Pero si hay una visita representativa del relevante papel que va a jugar en la nueva situación el Colegio San José, esa es, claro está, la de Francisco Franco. Un hecho tan sobresaliente que, sin embargo, ha sido sometido a un significativo expurgo y ocultamiento en el relato oficial, de modo que hoy lo desconoce incluso la inmensa mayoría de la población de Villafranca.

18 de diciembre de 1945. “Una fecha inolvidable en la Historia del Colegio”, escriben los sacerdotes jesuitas de la época. A Franco le acompañan tres ministros, el de Trabajo, el de Obras Públicas y el de Agricultura. “Es una caravana de 17 automóviles que entran rápidamente. Todas las miradas están clavadas en la puerta del jardín. Por fin, el colegial de guardia levanta el brazo. El séptimo coche entra veloz. Y en su proa ondea el guión del Caudillo”. La crónica de los sacerdotes narra con emoción el momento: “Quinientos muchachos uniformados, en formación exacta, y que han estallado en un clamor espontáneo e irrefrenable. Toda la galería retumba con los aplausos ensordecedores y con el trueno rítmico de un grito único: ¡Franco! ¡¡Franco!! ¡¡¡Franco!!!”. Al salir, el dictador saluda a los 80 alumnos huérfanos de guerra, que estaban formados delante de la lápida que contenía el nombre de sus padres. El diario Hoy, al día siguiente, comenta de este modo la escena: “Esta fue la más honrosa ofrenda que el primero y mejor centro docente de Extremadura ha querido hacer al Caudillo de España” (Carlos López Pego y Manuel Rodríguez Williams).

Tras la guerra, durante casi treinta años, el colegio es una burbuja, una escuela clasista con acceso prácticamente restringido a los hijos de familias adineradas y, en cualquier caso, bien relacionadas con los círculos de poder del régimen. La explotación, la miseria y la emigración constituirán la urdimbre de la vida cotidiana para gran parte de la población. “Mi madre no quería ir a lavar por las casas, porque decía que le tenía más cuenta lavar al Colegio, pero era absurdo, porque en mi casa, la habitación en la que dormíamos mi hermano y yo llegaba la ropa del Colegio al techo. ¡Imagínate la cantidad de talegas que metían! El viernes tenía que estar toda la ropa lavada. A los Jesuitas les daba igual que lloviera como que hiciera viento y se rompiera. Las lavanderas tenían que entregar allí lo que sacaban, porque esa ropa salía contada, y luego se recontaba otra vez cuando llegaba al Colegio. ¡Que faltaba algo! – ¡pues lo siento mucho!, había que pagarlo”. José María Grajera relata las fatigas de las lavanderas, un grupo integrado por viudas de fusilados o por mujeres de condenados por “adhesión a la República” (José Antonio Soler).

Sin embargo, mientras las lavanderas, los jornaleros, la clase trabajadora y el conjunto de la población sufren penalidades sin cuento –la cartilla de racionamiento se implanta en diciembre de 1939 y los años cuarenta son, por excelencia, los años del hambre- , en el colegio continúa la rutina de la distinción. En 1943 se presenta el primer presupuesto para construir un grandioso salón de actos. El coste del proyecto es tan elevado que la propuesta genera reticencias incluso entre las autoridades de la Orden aunque, finalmente, darán el visto bueno y el suntuoso paraninfo se inaugurará en 1949.

A principios de los años setenta se va a iniciar un cambio relevante en la composición e inserción social del centro. Sin abandonar en ningún momento su naturaleza y vocación clasista, se amplía la base social a sectores de la pequeña burguesía y de las clases dirigentes locales. Esta modificación obedece, fundamentalmente, a tres razones combinadas: el creciente acceso de las clases populares al sistema educativo, las transformaciones de toda índole en la España del tardofranquismo y la transición, y por último, al “giro copernicano” en la Compañía de Jesús, tras el Concilio Vaticano II.

Los datos sobre la evolución del alumnado son reveladores. Progresivamente crece el número de alumnos externos y residentes en Villafranca. Si en 1960 el número de alumnos internos multiplica por más de cuatro al de externos (410 frente a 97), en 1980, las tornas habrán cambiado significativamente y el número de externos sobrepasará ya al de internos (572 frente a 531). Pero esta transformación se produce, fundamentalmente, por causas exógenas a la dirección del centro jesuita. El aumento de la edad de escolarización obligatoria y la subvención a la enseñanza privada, el régimen de conciertos, constituyen los motivos primordiales del cambio. Y a ello habrá que sumarle la precariedad de la oferta escolar en Villafranca y su comarca -en 1965 funciona en el pueblo una escuela clandestina de apoyo a la que asisten 112 alumnos- así como el descrédito creciente del clasismo, de la “doble educación” que imparte el Colegio San José: las “escuelitas” son cerradas en 1968 porque, como admiten los propios jesuitas “la sensibilidad social no admite ya una enseñanza por separado, una división tan clara entre la educación para ricos y pobres”. Por cierto, nada que ver con el discurso que entonan estos días los directivos del colegio, envanecido, soberbio y exento de cualquier rastro de autocrítica.

Por otra parte, durante el tardofranquismo y la transición se aceleran las transformaciones sociales y culturales en España. El cuestionamiento de la institución del internado, la crisis de las vocaciones religiosas, la creciente secularización de la sociedad, son algunos de los factores que abonan la progresiva apertura a su entorno, por parte de colegios como el que analizamos. Un elemento esencial en la metamorfosis será la confluencia de sectores de la oposición antifranquista, el emergente movimiento obrero y el catolicismo social. La red de escuelas técnicas y profesionales que ha ido creando la Compañía de Jesús o las luchas sindicales y vecinales constituirán los espacios de relación y fecundación mutua. “Yo vine a evangelizar al barrio y el barrio me evangelizó a mí”, diría el mítico Padre Llanos, un jesuita de los suburbios que se refugió en el Pozo del Tío Raimundo, cuando allí “no había sino chabolas en barro, oscuridad y rabia”. El Padre Llanos será el mejor exponente de un diálogo, inédito hasta entonces, entre cristianismo y marxismo. “Yo no encuentro ninguna oposición entre mi cristianismo y mi comunismo. Soy comunista como una dimensión más de mi concepción evangélica”, afirmará resolutivo el Padre Llanos. El cura obrero Paco García Salve, Alfonso Carlos Comín, el Padre Díez Alegría, Rafael Díaz-Salazar, la JOC, la HOAC, las comunidades de base, son algunos de los nombres que nos remiten a la nueva orientación que parece abrirse camino, estrechamente vinculada a la esperanza que ha abierto el Concilio Vaticano II.

La Compañía de Jesús vive un auténtico terremoto, “un giro copernicano en su apuesta por los pobres y por la promoción de la justicia en el mundo” (Antonio Montero). La impronta del Padre Arrupe revolucionará las apacibles y cómplices aguas de la estructura eclesiástica. “La Orden en el pasado ha estado más de parte de las clases privilegiadas que del lado de los excluidos de la sociedad”, afirma valientemente el sacerdote vasco. La Teología de la Liberación se convierte en un motor crucial de las luchas populares por la justicia en América Latina. El 16 de noviembre de 1989, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), los militares salvadoreños acribillan a ocho personas, entre ellas a seis sacerdotes jesuitas. La oligarquía perpetra un asesinato ejemplarizante, cuyo mensaje es evidente: Dios almuerza y seguirá almorzando en la mesa del patrón.

De la mano de Juan Pablo II, el nuevo capitalismo campa a sus anchas en el Vaticano. La Iglesia se dispone a acompañar a Reagan y Thatcher en su revolución conservadora. En agosto de 1981, el Papa interviene en la Compañía de Jesús, imponiendo un delegado con plenos poderes e iniciando una nueva etapa, caracterizada por el frenado y desmantelamiento de la renovación.

Pero volvamos a nuestro selecto colegio. El centro se ha ido adaptando a los cambios económicos, sociales y culturales del país y a la indiscutida hegemonía del neoliberalismo. En la Memoria presentada en 2010 para acceder al Sello de Excelencia Europea se afirma: “Nuestra base de clientes está formada por los alumnos y sus familias. Hay un buen número de alumnos hijos de antiguos alumnos. El nivel sociocultural es medio-alto, aunque la variabilidad es grande como consecuencia del entorno en el que se encuentra el colegio, y del tener los niveles obligatorios concertados”. Cultura de la excelencia, emprendedores, encuestas de satisfacción de los clientes… El lenguaje ha cambiado pero el colegio pronuncia con exquisita dicción la neo-lengua del capitalismo actual. Donde antes se hablaba de formar a hombres y mujeres para los demás, se farfulla ahora la palabra clientes. Donde ponía formación integral o sensibilidad ante el presente y el futuro, relumbran los vocablos liderazgo o producto. Es el idioma de la empresa, de la competitividad y el mercado. El latín del capitalismo contemporáneo.

“Un colegio que goza de un marco natural y arquitectónico incomparable marcado por sus 37.000 metros cuadrados de instalaciones deportivas y sus 23.000 metros cuadrados de jardines, junto a un edificio que tiene una impronta histórica inigualable”. Así, con garbo publicitario, se presenta en sus páginas oficiales la empresa educativa a la que la Junta de Extremadura ha decidido laurear. Lo que aquí se promociona es lo que se ha llamado siempre un “colegio de postín”, ahora envuelto en el éter de la jerga neoliberal de nuestro tiempo. El neoliberalismo es la continuación del privilegio por otros medios.

La Extremadura de las medallas giratorias y la que está por venir

La morralla, “la que da la batalla y no recibe ni una medalla”. En 1977, Carlos Cano compuso una hermosa canción en la que exaltaba de ese modo a “los lindos aceituneros”, a la clase trabajadora, productora de bienes y belleza pero despreciada por los dueños del poder.

La gente común ha desconfiado siempre del medalleo, consciente de que ese ritual, salvo honrosas excepciones, forma parte del botín de los de arriba, de las transacciones entre “quienes están en la pomada”, de las claudicaciones y negocios que necesitan una indumentaria solemne. Yo te condecoro, tú me promocionas, él te adjudica. La rueda incesante del poder. Pero los que mandan, saben que, a pesar de la suspicacia de la plebe, la ceremonia de armadura de nuevos caballeros acaba calando, que las sociedades precisan de valores compartidos, de símbolos y de historias comunes.

A lo largo de los últimos treinta años, se han concedido 140 medallas de Extremadura. Los beneficiarios, por lo general, han sido personas e instituciones representativas de la Extremadura oficial, de la Extremadura del poder. La concesión de la medalla al Colegio San José abunda en ello. Hay sólidas razones para rechazar esta decisión, adoptada por la Junta de Extremadura y los dos partidos mayoritarios de la región. Apunto a continuación las cinco que considero fundamentales.

La primera: el fomento de la educación privada y la deslealtad con la educación pública. España es el cuarto país de Europa con menos escuela pública en secundaria y el tercero en primaria. Mientras que en Europa los colegios concertados suman, como media, el 13% de la oferta educativa, en nuestro país su participación asciende ya hasta el 28%. Cabe señalar también, para completar el cuadro, que el 60% de los centros concertados están controlados por la Iglesia Católica.

La doble red escolar, pública y privada, constituye uno de los principales instrumentos de segregación de clase. Y la política de los gobiernos en los últimos años ha profundizado la fractura. Los recortes en la educación pública han ido acompañados de una potenciación de los conciertos con la privada, detrayendo recursos de la escuela pública.

Hablar de excelencia educativa refiriéndose a un centro como el Colegio San José, que además está subvencionado con dinero público, representa una frivolidad y una auténtica afrenta a la escuela pública. ¿Cuántos niños y niñas con necesidades educativas especiales están matriculados en ese centro? ¿A cuántos alumnos hijos de los miles de trabajadores rumanos e inmigrantes en general, instalados en la comarca de Barros, ha acogido en la última década? “Siempre se es libre a expensas de alguien”, afirmaba Albert Camus en Calígula. Con la excelencia suele ocurrir lo mismo: se es excelente a expensas de alguien. Y, en este caso, a expensas de la gente más humilde y más indefensa.

La segunda razón esencial es el impulso de la educación elitista y clasista. Grave es que la Junta premie a la educación privada en detrimento de la pública, pero aún resulta más lacerante que elija a la principal escuela de cuadros de las clases dominantes que ha habido en Extremadura durante décadas. De este modo, aunque no lo reconozca, el poder político incentiva la más descarnada competitividad en la “bolsa de los valores escolares”, la búsqueda del máximo de rentabilidad para el capital cultural, caiga quien caiga, y la primacía de los recursos económicos sobre el mérito educativo.

“Lo fundamental de una escuela preparatoria no figura en el programa de estudios. Estriba en una docena de cosas localizadas en otros lugares”, alegaba C. Wright Mills, en su estudio sobre La élite del poder, en 1956. Y señalaba algunas de ellas: “las relaciones entre los muchachos y el claustro de profesores; quiénes son los muchachos y de dónde proceden; una capilla gótica o un nuevo y brillante gimnasio; el tipo de vida que se crean los estudiantes y lo que hacen después de cenar; y, por encima de todo, el director. Está implícita la idea de que la escuela es una ampliación orgánica de la familia, pero de una gran familia en que muchachos correctos aprenden conjuntamente el estilo correcto de conducta”.

Los colegios de élite son, antes que ninguna otra cosa, escuelas de mandarines, donde se aprende la afección y corresponsabilidad con el gran partido único, el glorioso partido del poder. El periodista inglés Owen Jones reflexionaba sobre la incomodidad de algunos amigos al abordar la educación clasista: “Para quienes dominan las élites del país, este es un debate molesto que suele provocar una reacción a la defensiva. ¿Quién no quiere creer que ha alcanzado el éxito por su propia capacidad innata, su talento o su conducta?”. El discurso de la meritocracia oculta algo que duele reconocer: las cartas están trucadas, el sistema educativo está organizado para que ganen determinados sectores de la población, como así suele ocurrir. La relación entre capital económico y capital cultural, la red de contactos familiares o la información sobre “el mercado escolar”, son elementos decisivos, tanto o más que la programación curricular o la metodología de enseñanza.

“Nuestra vida siembra es hoy, mañana mies”, dice el himno del Colegio San José. Pero cuando la mies a repartir es poca y el campo se llena de transgénicos, cuando Bolonia impone su marchamo y se devalúan los diplomas, las semillas selectas adquieren especial importancia. “Cuando saco estos temas en compañía de personas que estudiaron en colegios privados y desarrollaron sus carreras en el sector que ellos eligieron, responden como si les hubiera insultado en lo personal. Pero la desigualdad no es nada personal, no es culpa de los individuos, sino del sistema en el que vivimos”, dice Owen Jones. Del mismo modo, cuando aquí hablamos del Colegio San José como un colegio de élite no lo hacemos para zaherir ni, por supuesto, para refutar las creencias religiosas de nadie. Los teólogos de la liberación teorizaron el concepto de “pecado estructural”, aludiendo con él a las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener y del abuso del poder. De eso se trata, no de mancillar a nadie, sino de combatir el mal sistémico.

Un tercer argumento es la defensa de otras muchas experiencias y comunidades educativas, olvidadas o ninguneadas por los poderes. Si de reconocer trayectorias que hayan destacado en su lucha por una sociedad más justa y solidaria se trata, mencionaremos, a título de ejemplo, algunas de las personas y colectivos que merecerían el reconocimiento público. Para empezar, la maestra de Villafranca Catalina Rivera, miembro de la Federación de Trabajadores de la Enseñanza-UGT, asesinada tras ser vejada y paseada por las calles céntricas en 1936. Y junto a ella, la Institución Libre de Enseñanza, que recibió un impulso fundamental en sus inicios desde Extremadura; y los maestros José Vargas Gómez y Maximino Cano Gascón, introductores de la pedagogía Freinet en Las Hurdes; o los 105 maestros extremeños represaliados por el franquismo, tras la guerra civil, 23 de ellos fusilados, por el grave delito de defender el régimen democrático. Y más cercanos en el tiempo, podríamos señalar la importancia de la Escuela Libertaria Paideia; o el movimiento no al Traslado de Niños de Zahinos, que organizó una escuela alternativa, voluntaria y gratuita durante los meses de movilización reclamando un instituto en la localidad.

Y si nos referimos al presente y queremos hablar de excelencia educativa habría que destacar el extraordinario trabajo del profesorado en los Colegios de difícil desempeño de toda la región, tanto en barriadas machacadas por la exclusión social como en los Centros de Educación Especial. E, indiscutiblemente también, la red pública de colegios e institutos de toda la región. Sólo en Villafranca hay cuatro centros públicos que agrupan a 2.000 alumnos y 200 profesores, que también realizan una extraordinaria labor social, educativa y de integración social. Y todo ello, sin contar con piscina, ni pistas de vóley playa, tenis y pádel, ni Campamento en Gredos, ni tampoco Campamento de inglés en Inglaterra…

Una cuarta razón, muy importante: la defensa de una educación y unas instituciones laicas. Un simple vistazo al listado de personas y entidades galardonadas con las medallas nos revela hasta qué punto es intensa la vinculación del poder político y la Iglesia Católica en nuestra tierra. Dos decisiones de enorme simbolismo vienen a confirmarlo: por un lado, Ibarra impuso la elección del 8 de septiembre, fecha conmemorativa de la Virgen de Guadalupe, como Día de Extremadura. Y ahora, Vara promueve la concesión de la medalla de Extremadura al colegio jesuita de Villafranca. Estos hechos revelan una democracia de baja intensidad, la existencia de una amalgama del poder político y el poder religioso. En Extremadura parece que hemos pasado del nacional-catolicismo al regional-catolicismo.

Y, ligado al anterior, un quinto y último argumento: en Extremadura hace falta más democracia y poner fin a la losa que supone el clientelismo social y político. “La indiferencia es el peso muerto de la historia”, escribió Antonio Gramsci. En Extremadura, la fatalidad, “la materia bruta desbaratadora de la inteligencia”, el fardo del conformismo está ligado a unas relaciones sociales atravesadas por la dependencia hacia el poder. El clientelismo es la manipulación estratégica y selectiva de la escasez. Su naturalización en la sociedad extremeña acarrea resignación y miedo. Sólo así puede entenderse el descaro de un gobernante que anuncia un galardón injusto para una institución elitista con la que está comprometido personalmente.

Otra Extremadura alternativa al clientelismo, sin ataduras ni vasallajes, es urgente. Y posible.

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