Interferir, por ley, en la conciencia de las mujeres es propio de un Estado totalitario
Demuestran una grave incoherencia quienes —sean instituciones o personas— condenan el aborto con la misma vehemencia con que defienden la pena de muerte, propician la confrontación bélica o permanecen impasibles ante el genocidio colectivo, por hambre o desamparo, de más de 60.000 personas mientras se invierten en la seguridad de unos pocos —menos del 20% de la humanidad— 4.000 millones de dólares diarios en armas y gastos militares.
En el tema del aborto lo que debemos considerar no es solo la dimensión biológica, sino también la antropológica. Para intentar establecer cuándo comienza la vida humana, lo primero que debe precisarse es qué se entiende por “vida” y por “humana”. Porque si por vida se entiende la capacidad de sobrevivencia autónoma y por “humana” la aparición de las cualidades propias de la persona, la cuestión se situaría, desde luego, en una etapa ulterior a la fecundación, e incluso del nacimiento. En la especie humana, una parte considerable del desarrollo neuronal tiene lugar después del nacimiento.
No se trata solo del “derecho humano a la vida”, sino a una “vida digna”, es decir, de seres humanos dotados para el pleno ejercicio de las facultades distintivas de su condición. Es, pues, un gran disparate, propio de la incompetencia y de la irresponsabilidad de quienes toman decisiones que afectan a toda la ciudadanía, que se prohíba la interrupción del embarazo en casos de malformación del feto. Identificar anomalías de esta naturaleza —que, si llega a nacer, serán irreversibles— y exigir a la madre terminar una gestación que, muy probablemente, concluiría con graves riesgos para la vida de la progenitora, es una irresponsabilidad política que la ciudadanía no puede permitir y contra la que debe rebelarse.
En el proceso de embriogénesis carece de sentido aseverar que el principio y el producto son la misma cosa, que la semilla es igual al fruto y que la potencia es igual a la realidad. El cigoto posee el potencial de diferenciarse escalonadamente en embrión, pero no la potencialidad y la capacidad autónoma y total para ello. Anticipándose al debate actual sobre esta cuestión, Pedro Laín Entralgo escribía en El cuerpo humano (1989): “El cigoto humano no es un hombre, un hombre en acto, y solo de manera incierta y presuntiva puede llegar a ser un individuo humano”.
Los científicos —rodeados de interrogantes, más que de respuestas— no pueden adoptar posiciones dogmáticas en campos de múltiples irisaciones conceptuales, y, menos aún, en los que entran de lleno las cuestiones filosóficas y teológicas. Por lo mismo, como Juan Pablo II tuvo ocasión de proclamar con toda claridad en referencia a Galileo, no corresponde a las autoridades eclesiásticas pronunciarse sobre temas propios de la ciencia. La misma actitud debe exigirse a las autoridades políticas.
En un tema social, legal y humanamente tan complejo como el del aborto, lo mínimo que se exige es la coherencia. Lo más importante es eliminar las circunstancias que inducen a abortar, porque la realidad se venga cuando no se la reconoce. Hay que evitar un nuevo tipo de discriminación: el del “turismo abortivo”, que practican las personas adineradas, frente al aborto clandestino, lleno de riesgos y de humillaciones, de las mujeres que no disponen de recursos.
A la conciencia, el compromiso social y la voluntad política debe unirse la competencia profesional. Las múltiples facetas que recubren un tema tan complejo (prevención, educación, rehabilitación, integración, etcétera) requieren un planteamiento interdisciplinario, con una secuencia bien ordenada de acciones de acuerdo con los criterios de prioridad que, según el relieve, la urgencia y la irreversibilidad relativa de los diversos casos, se establezcan.
“La diferencia entre los políticos y los estadistas”, escribió sir W. Liley, “consiste en que los primeros piensan en las próximas elecciones y los segundos en las próximas generaciones”. Asegurar la calidad de vida con todos los conocimientos científicos es, pues, una acción esencial del Estado. Esto es lo que se ha logrado con el Plan Nacional de Prevención. Por el contrario, imponer por ley una vida de sufrimiento e inhumanidad a las personas que nacerán con graves discapacidades, a sus familias y cuidadores; interferirse, por ley, en las conciencias de las mujeres hasta violentarlas; no respetar su derecho a decidir en cuestiones tan personales, íntimas y decisivas para su vida como es la maternidad e imponérsela es propio de Estados totalitarios. Eso es precisamente lo que hace el proyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada.
Si a esto se añade la complicidad con la jerarquía católica española y con las asociaciones autodenominadas “provida” que, tras presionar de múltiples formas durante la preparación de la ley, han aplaudido inmediatamente su aprobación por el Consejo de Ministros —como antes hicieron con la Ley Orgánica de la Calidad Educativa, que impone la asignatura de religión como evaluable—, e incluso quieren que sea todavía más restrictiva, estamos ante un Gobierno de tendencias claramente confesionales de carácter nacional-católico, que va a imponer a la ciudadanía una moral privada regida por la religión, y no una ética laica, común a todos los ciudadanos. ¿Qué sucede, entonces? Que, con esta ley, el Gobierno considera delito lo que los dirigentes eclesiásticos califican de pecado y, en consecuencia, penaliza a los médicos con la cárcel. ¡Algo inconcebible en un Estado no confesional!
La complicidad entre obispos y Gobierno de la nación empero, no es de todos los católicos, sino de los dirigentes episcopales, que solo se representan a sí mismos. En el seno del catolicismo existe un amplio pluralismo ideológico en este tema, y numerosos colectivos católicos defienden la vigente ley de plazos que ahora se pretende derogar, y se oponen a la ley de Ruiz-Gallardón, que es contraria a la libertad de conciencia y trata a las mujeres como menores de edad al no reconocerlas como sujetos morales capaces de decidir por su cuenta.
Lo que estas reflexiones pretenden es evitar que la ley sea aprobada por la mayoría parlamentaria absoluta que actualmente permite al Parlamento español adoptar normas que la mayoría de los ciudadanos rechazan, ya que implica un nuevo recorte de los derechos humanos, quizá el más grave de todo, cual es el derecho de las mujeres a elegir libremente la maternidad y hacerlo en tiempo oportuno, sin coacciones externas, y menos del Estado, que debe velar por el ejercicio de ese derecho, en vez de negarlo y obstruirlo como hace este proyecto de ley. Hay que impedir que se consume otro recorte de los derechos de las mujeres, que se suma a los que el Gobierno del Partido Popular viene llevando a cabo desde su toma de posesión hace dos años.
Federico Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura de Paz y Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.