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Código Civil: el relativismo de la iglesia y la cobardía de nuestros legisladores

El salto de Ratzinger a Bergoglio es una pirueta que va del relativismo ingenuo al relativismo cínico. La iglesia no respeta las reglas del juego de la democracia, desprecia la tolerancia y desacredita al adversario.

“Se trata del proyecto de ley sobre matrimonio de personas del mismo sexo. (…) Está en juego un rechazo frontal a la ley de Dios, grabada además en nuestros corazones. (…) No seamos ingenuos: no se trata de una simple lucha política, es la pretensión destructiva del plan de Dios. No se trata de un mero proyecto legislativo (este es solo el instrumento) sino de una ‘movida’ del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios. (…) Recordemos lo que Dios mismo dijo a su pueblo en un momento de mucha angustia: ‘Esta guerra no es vuestra sino de Dios’. Que ellos nos socorran, defiendan y acompañen en esta guerra de Dios.”
Jorge Bergoglio (hoy papa Francisco),

22 de junio de 2010

Relativismo cínico y relativismo ingenuo
enito Mussolini fue al mismo tiempo un gran criminal y un perfecto relativista. Tenemos buenas razones para pensar que Mussolini era consciente de su relativismo, a diferencia de Adolf Hitler, que creía, al menos en parte, en sus pretensiones de absoluto.

Podemos establecer esta diferencia: Mussolini era un relativista cínico que, consciente de su relativismo, lo ocultó para construir su poder, mientras que Hitler era un relativista ingenuo que creía en el valor de verdad de sus delirios asesinos.

Basta un tour por Berlín y Dresde para convencernos de las ventajas pragmáticas del relativismo cínico: mientras Alemania fue arrasada hasta los cimientos, Italia quedó intacta en su belleza.

Cada pueblo se protege a su manera: los chinos edificaron la Gran Muralla, los Estados Unidos atiborran de satélites la estratósfera, los alemanes se obsesionaron con las Wunderwaf-fen. Más eficaces, los italianos hicieron detonar la bomba del relativismo cínico.

Y el epicentro de esa explosión de relativismo es la ciudad de Roma. Los curas florecen allí como hongos bajos los pinos; casi todos los papas de la historia han sido italianos y, de los ocho papas del siglo XX, solo uno no lo fue.

Dos inmoralidades
El nuevo milenio nos trae un ejemplo de laboratorio. El relativista ingenuo Joseph Ratzinger estuvo a punto de estrellar la nave vaticana contra el iceberg de la modernidad: escándalos de pedofilia, escándalos de corrupción, escándalos de despilfarro, el gran escándalo de vatileaks. Los signori cardinali comprendieron que era hora de abandonar las mañas teutonas del relativismo ingenuo para volver al más eficaz modelo italiano: el primer papa no europeo en siglos es un ítalo-argentino, que es como decir un italiano al cuadrado, el cinismo italiano elevado a la potencia de la viveza criolla.

Pero si desde el punto de vista pragmático el relativismo cínico es preferible al relativismo ingenuo, desde el punto de vista ético no lo es: ambos son igualmente inmorales.

El salto y la trampa
El salto de Ratzinger a Bergoglio es una pirueta que va del relativismo ingenuo al relativismo cínico. Para darlo, el nuevo papa ha debido hacer antes sus propias acrobacias: cuando Francisco se pregunta, con sonrisa gaucha, “¿quién soy yo para juzgar a los gays?”, recita el manual del relativismo cínico. En cambio, cuando el cardenal Bergoglio decía, con semblante adusto, que la ley del matrimonio igualitario era “una movida del demonio”, se comportaba como un relativista ingenuo.

Podría objetarse que es un abuso terminológico llamar relativistas a quienes han hecho el anatema del relativismo, acusándolo de todos los males morales de la humanidad. Los papas han condenado el relativismo urbi et orbi, ex cathedra y ad nauseam. ¿No es hacer trampa llamarlos relativistas? En absoluto. Hay una trampa, sí, pero es la trampa de la Iglesia y de su inocultable naturaleza.

¿La Iglesia relativista?
Pues sí, la Iglesia es relativista, y en grado sumo. Hay más evidencias al respecto que fósiles que confirman la teoría de la evolución (teoría condenada por un papa infalible y aceptada por otro papa igualmente infalible, dicho sea de paso). Veamos solo algunos ejemplos argentinos, que tocan de cerca el debate en torno a la reforma del Código Civil.

Ley 1420 de educación pública gratuita y obligatoria, de 1884
La iglesia se opuso con uñas y dientes, hizo campaña, creó periódicos para combatir el proyecto, ejerció presión desde los púlpitos, hizo lobby en el parlamento. Cuando, en 1884, se crea en Córdoba la primera escuela normal, la Iglesia lanzó el anatema. Sí, el anatema: técnicamente, una sanción más grave que la excomunión y que supone la maldición del sancionado. En breve, la Iglesia maldijo a las escuelas normales y a la ley de educación pública y obligatoria. El gobierno argentino solicitó al nuncio apostólico que retirara semejante medida y este respondió que lo consideraría con la condición de que el Estado argentino, entre otras cosas, permitiera a los obispos inspeccionar las escuelas cuando les diera la gana para asegurarse de que la educación impartida incluía las exigencias de la iglesia. ¡Los obispos como inspectores de escuelas! Esta impertinencia fue resistida por el Estado argentino y condujo rápidamente a una escalada que culminó con la ruptura de relaciones diplomáticas entre Argentina y el Vaticano. Hoy la iglesia habla de “sana laicidad”, celebra la escuela pública y echa de menos su antiguo esplendor. Lo que antes era anatema hoy es un bien que hay que custodiar, sin matices. Estamos ante una posición relativista imposible de soslayar.

Ley de divorcio vincular
Un siglo exacto más tarde, otra vez la iglesia católica hace barricada contra una ley de la democracia y no duda en atacar con lenguaje bélico al incipiente gobierno democrático tras una larga y sangrienta dictadura. Esto vociferaba monseñor Ogñenovich ante una multitud convocada para protestar contra el proyecto de ley de divorcio:

“Ocuparemos un puesto en las trincheras con honor e hidalguía en defensa de los valores fundamentales del matri-monio y la familia. (…) Los ciudadanos de esta tierra somos pacíficos pero ¡guay! cuando se intente avasallar principios en los que están el futuro de la patria. (…) Desde Luján partirá hoy la cruzada del Rosario Permanente que nos nutrirá de fe, esperanza y coraje en la lucha, si el enemigo abre fuego. Dios está con nosotros y la Virgen nos acompaña.”

Asistieron al acto el nuncio apostólico, el arzobispo de Bue-nos Aires, políticos, sindicalistas y organizaciones de extrema derecha (como FAMUS) que aplaudieron rabiosamente el tono bélico y la referencia nazi (Dios está con nosotros/Gott mit uns) del representante de la Conferencia Episcopal Argentina. Como en 1884, en 1984 la iglesia movilizó, militó, creó periódicos, asociaciones, hizo lobby y, cuando todo falló, ¡amenazó con la excomunión y finalmente excomulgó a los representantes del pueblo que votaron a favor de la iniciativa! Y, como un siglo antes, puso una condición para levantar su sanción. La comisión permanente de la Conferencia Episcopal Argenti-na aclaró en un comunicado que:

“(…) Dichos señores diputados, que han faltado a su deber de católicos y que han dado un grave escándalo, y que para participar de la sagrada Eucaristía en adelante, deberán previamente hacer retracción pública del pecado cometido.”

A fines del siglo XX, la condición que la Iglesia impuso a los diputados argentinos fue la misma que había impuesto a Galileo Galilei en el siglo XVII: la retractación pública. Hay que reconocer que la Iglesia es constante en sus métodos, pero lo más importante es que es constante en su relativismo hipócrita. En 1992 (¡a 8 años del siglo XXI!) el papa infalible pidió “perdón” por la condena a Galileo impuesta por otro papa igualmente infalible. La iglesia reconoció (de manera infalible) que la Tierra gira alrededor del sol, contradiciendo la infalibilidad de más papas (también infalibles) que las necesarias para preparar una tortilla. Hoy, el Vaticano (infalible) evalúa una nueva pastoral amable con los divorciados, hace encuestas sobre el divorcio entre sus fieles y el nuevo papa ya no dice que el matrimonio es una “unión indisoluble” sino una “unión estable”. ¿Es concebible un comportamiento más relativista que este? Lo único objetivo en la iglesia son los instrumentos de tortura que utilizó para dirimir cuestiones astronómicas y, aunque nadie vio nunca el fuego del infierno (que ahora, parece, tampoco existe), sí está documentado el fuego de las hogueras en las que la iglesia inmoló a sus adversarios.

El adversario
Los ejemplos del relativismo de la iglesia son incontables, desde la edad del universo hasta la teoría de la evolución, desde la existencia del limbo hasta la teoría geocéntrica, desde la educación laica hasta la ley de divorcio vincular. La iglesia siempre cambia de opinión y siempre sostiene que su opinión actual es infalible. En Argentina bastaría citar, además de los dos ejemplos analizados, la secularización de los cementerios, la creación de los registros civiles, la reforma universitaria, el matrimonio civil, la libertad de credos, la identidad de género. La iglesia se opuso a cada una de estas leyes, y lo hizo con violencia, amenazas y presiones. Cada uno de los progresos en materia de derechos humanos y civiles se logró venciendo la oposición de la iglesia católica. La oposición de la iglesia a estas leyes, muchas de las cuales hoy festeja como avances, no es materia de opinión: es un hecho histórico abundantemente documentado.

Aquí entra en juego la noción de adversario. Podríamos pensar (y el Vaticano lo piensa) que la iglesia está en todo su derecho de manifestar públicamente sus opiniones y de tratar de que sus puntos de vista prevalezcan en las disputas sociales. Si así fuera, la iglesia habría sido un adversario legítimo de quien, por ejemplo, sostuvo que las mujeres tienen la misma dignidad que los varones (siglo VI), que la Tierra gira alrededor del sol (siglo XVII), de quien quisiese casarse en un registro civil (siglo XIX), de quien quisiera divorciarse (siglo XX) o de quien quisiera casarse con alguien de su mismo sexo (siglo XXI). En todos estos casos podríamos pensar que la iglesia no es más que un adversario político.

Y reconocer al adversario, respetarlo, dialogar con él son las reglas del juego de las sociedades democráticas y republicanas. La noción de tolerancia, inherente a la democracia, supone escuchar al adversario en la esperanza de que ese diálogo redunde en una verdad más amplia y plural. El juego de la alternancia democrática consiste en pensar al adversario como un opositor circunstancial, de quien podemos aprender algo y que, en todo caso, podrá ocupar mañana el espacio de poder que nosotros ocupamos hoy. Este es un principio de la dialéctica política democrática que consiste en la búsqueda constante de una verdad por consenso.

Ahora bien, ¿la iglesia es este tipo de adversario? No, rotunda e incontrovertiblemente no, por la sencilla razón de que la iglesia no respeta las reglas del juego de la democracia, desprecia la tolerancia y desacredita al adversario.

En lenguaje clerical, adversario se dice Satán. No es broma: la palabra Satán proviene del hebreo y significa “adversario”. La iglesia consideró siempre que su verdadero Adversario (con mayúscula) es el demonio, y que sus adversarios (con minúscula) circunstanciales están inspirados, cuando no poseídos, por el Gran Adversario, el mismo que tentó a Eva (las mujeres, siempre las pérfidas mujeres) para que hiciera caer a Adán.

Bergoglio lo da a entender con toda claridad en la carta citada como epígrafe de este artículo: el proyecto de ley es un instrumento del demonio. Mis adversarios no son más que instrumentos del Adversario. Semejante afirmación, además de una inmoralidad, rompe todas las reglas del diálogo democrático. ¿Cómo puedo dialogar con alguien si pienso que es un secuaz del Mal absoluto?

El “argumento” de Bergoglio no es nuevo: la iglesia siempre recurrió a Satán para estigmatizar a sus adversarios. Comparemos la frase de Bergoglio sobre el matrimonio igualitario con la frase de Ogñenovich sobre el divorcio:

“El divorcio no es más que una ‘cortina de humo’ que nos quieren echar encima (…) Se pretende, lisa y llanamente, arrasar con la célula básica de la Nación (…) Es como si las fuerzas del Averno se hubieran desatado contra el matrimonio y la familia renegando de las tradiciones nacionales que hicieron grande a la Argentina”.

La misma música y el mismo libreto: los proyectos de ley (matrimonio igualitario/divorcio) son una cortina de humo, una movida del maligno/de las fuerzas del Averno. El mismo argumento (en realidad el único del que dispone la iglesia) se repite siempre: si usted no acepta las “verdades” de la iglesia, está inspirado por el demonio.

Lo único que ha variado es la ferocidad de los castigos: felizmente la iglesia ya no está en condiciones de encerrar, torturar, exiliar y quemar a sus adversarios. Lo ha hecho en proporciones tan gigantescas que nos permiten afirmar que se trata de la mayor organización criminal de la historia. Pero ya no puede hacerlo, no porque haya renunciado a ello, sino porque ha perdido poder. Aun así, el daño que la iglesia causa es todavía ingente, su pretensión de poder absoluto sigue intacta y sus ataques a la sociedad civil están cobrando renovada virulencia (el caso español es emblemático en este sentido).

La cobardía de nuestros legisladores:
Kant define la Ilustración como “la salida del hombre de su minoría de edad” y enuncia un imperativo que se ha vuelto famoso: sapere aude, ten el valor de servirte de tu propio entendimiento.

Frente al inminente tratamiento de la reforma del Código Civil, nuestros diputados y senadores deberían releer a Kant: esperemos que tengan el valor de comportarse como ciudadanos elegidos por sus conciudadanos y dejen de comportarse como súbditos de una “verdad absoluta”, que de absoluto solo tiene la desfachatez de ocultar los vaivenes de su relativismo.

Dos artículos del nuevo Código Civil son indefendibles: el artículo 146, que mantiene los privilegios de la iglesia católica por encima de los demás credos, considerándola una persona jurídica pública, y el artículo 19, que establece que “la existencia de la persona humana comienza con la concepción”.

El artículo 146 fue una concesión hecha a la iglesia durante la dictadura de Onganía y es a todas luces inadmisible y contraria al espíritu de igualdad y de tolerancia. El artículo 19 es también una concesión, aunque de otro tipo: consiste en aceptar el enésimo lobby de la iglesia y, más escandaloso aun, su absurda pretensión de saber lo que es “la naturaleza humana”.

Porque, en última instancia, la discusión es siempre la misma: habría un orden y un derecho natural, que es absoluto y que solo el papa conoce, aunque Tomás de Aquino sostuviera que el alma ingresa al cuerpo en el tercer mes de embarazo, aunque ahora sí la Tierra gire alrededor del sol, aunque ahora sí la evolución sea aceptable.

Si todos los diputados y senadores de la República hubieran tenido el mismo grado de sumisión del que dan muestra nuestros representantes actuales, nuestro país no tendría escuela pública, ni matrimonio civil, ni divorcio, ni cementerios públicos, ni libertad de credos; el presidente obligatoriamente sería católico, no habría registros civiles, no habría universidades autónomas. Y, muy probablemente, tampoco habría democracia.

Calla y respeta
Circula por Internet una imagen inquietante: sobre un fondo negro, un hombre barbudo de expresión oscura se lleva el índice a los labios. Un texto sobreimpreso reza: “Si no crees, respeta”. La imagen, ominosa, refleja algo que oímos a menudo: si no crees en Dios, respeta al menos nuestras convicciones. Los respetamos a ustedes, si son honestos. Pero no su pretensión megalómana de poseer la verdad ni su delirio de absoluto (compartido con nazis y fascistas) que los lleva a pensar (como a Hitler o Mussolini) que tienen el derecho de usar los medios más aberrantes para imponerse. Al negro “calla y respeta” podríamos responder con un blanco “infórmate y discute”. Si usted es católico, sea al menos honesto, pruebe un poco menos de “amén” y un poco más de Google antes de sentirse ofendido por verdades tan sencillas.

Relativismo honesto
Hay un relativismo cínico que consiste en decir “hay una verdad absoluta y yo la encarno”, aun sabiendo que esto es mentira; es el relativismo de Mussolini y de Francisco. Hay un relativismo ingenuo que consiste en decir “hay una verdad absoluta y yo la encarno” pensando, cándidamente, que esto es verdad; es el relativismo de Hitler y de Ratzinger.

Pero hay un relativismo honesto, que consiste en reconocer que efectivamente no hay verdades absolutas sino un trabajoso esfuerzo de búsqueda de consensos en pos de una vida y una sociedad más tolerantes y más fraternas.

Y no es cierto que el relativismo (siempre que sea honesto) no postule verdades objetivas. Aquí va un ejemplo: que una niña de once años sea golpeada por su padrastro, abusada sexualmente, violada y que un juez le impida practicar un aborto es objetivamente aberrante. Esto acaba de ocurrir en nuestro país. Y que semejante sufrimiento sea posible porque alguien toma en serio a una institución que acaba de ser condenada por la ONU por haber roto la Convención de los Derechos del Niño y por haber “mantenido políticas y prácticas que han llevado a perpetuar los abusos y la impunidad de los abusadores" es, además de ridículo, una porquería. Objetivamente.

Como suele hacer, la iglesia pedirá disculpas por tanto sufrimiento cuando ya no le quede más remedio, probablemente dentro de algunos siglos. La obligación de nuestros diputados y senadores es la de legislar para que el sufrimiento disminuya hoy mismo.

Nuestra obligación ciudadana es exigirlo y contribuir a poner fin a este extraño y plurisecular síndrome de Estocolmo que consiste en respetar a quienes no han reparado en ultrajar pueblos, creencias y hasta el mismísimo concepto de verdad.

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