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Clericalismo

Esta palabra tiene dos significaciones: una hacia el interior de la Iglesia Católica y otra en las relaciones de ésta con el Estado y la sociedad.

Hacia el interior de ella, clericalismo significa hegemonía absorbente del clero en las relaciones entre los miembros de la comunidad religiosa y su dios. El clero mediatiza esas relaciones. Su excesiva intervención en la vida de la Iglesia interfiere y dificulta el ejercicio de sus derechos por los feligreses.

Afirma el filósofo británico Peter Watson, en su voluminoso libro “Ideas. Historia intelectal de la humanidad” (2009), que al amparo de una Iglesia en extremo ritualista y exhibicionista “en todas partes habían surgido sacerdotes que se habían adjudicado un posición de altísimo privilegio: el clero se había convertido en una casta hereditaria que controlaba el acceso a Dios o a los dioses, y que se beneficiaba de su elevado estatus tanto en términos materiales como espirituales”. Sostiene que las numerosas supersticiones y los complejos engranajes del culto en la Iglesia no son más que “invenciones y fantasías que el clero ha creado para satisfacer sus propios intereses políticos” y asumir una posición de intermediación entre el hombre y dios, que le permite “conservar una serie de privilegios que no tienen fundamento en las Escrituras”. Y recuerda las viejas palabras del deísta inglés Charles Blount (1654-1693) de que las nociones del cielo y el infierno han sido inventadas por los sacerdotes “para aumentar su control sobre las masas ignorantes y aterrorizadas.”

Hacia el exterior, el clericalismo es la intervención abusiva del estamento clerical en la vida política y económica del Estado. Es la lujuria de poder y de mando. Es la oposición intemperante a la libertad de opinión de sus propios feligreses. Es el la formulación del índice de libros prohibidos. Es la tozudez, en cada época, de rechazar los avances y descubrimientos de la ciencia. Recordemos que el papa León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus de 1893, trató de contener las investigaciones científicas referidas a la Biblia ya que, según dijo, es imposible alcanzar “una comprensión provechosa de las Sagradas Escrituras” por medio de la “ciencia terrenal”. Y concluyó que “la ciencia está tan lejos de la verdad que los científicos se dedican todo el tiempo a modificarla y complementarla”.

Estos y otros hechos hicieron del clericalismo una actitud oscurantista y retrógrada de los jerarcas y sacerdotes de la Iglesia Católica y de otras iglesias opuestas al pensamiento moderno.

El clericalismo surge de la >teocracia como teoría del poder y como práctica de su ejercicio. Ella es muy antigua y se pierde en las oscuridades de la magia y la hechicería de los grupos primitivos. Todas las primeras formas de gobierno fueron teocráticas. Mucho antes del faraón egipcio o del rey de Babilonia, considerados como dioses o como descendientes de los dioses, las rudimentarias sociedades totémicas fueron conducidas por caudillos de origen divino.

El absolutismo monárquico occidental también fundó su poder en la “gracia de Dios” y Bossuet, su gran defensor, proclamó a finales del siglo XVII el carácter sagrado y absoluto de la monarquía y afirmó que los príncipes son “diputados por la Providencia para la ejecución de sus designios” en la Tierra.

El papa Bonifacio VIII, en la bula Unam Sanctam de principios del siglo XIV, dijo que “en esta Iglesia y en su poder existen dos espadas: una espiritual y otra temporal” y que ambas están “en poder de la Iglesia; una debe ser empuñada por la Iglesia, la otra desde la Iglesia; la primera por el clero, la segunda por la mano de reyes y caballeros, pero según la dirección y condescendencia del clero, porque es necesario que una espada dependa de la otra y que la autoridad temporal se someta a la espiritual”.

La propia naturaleza y condición de la autoridad papal generó muchas reacciones en la sociedad, especialmente en los sectores de la intelectualidad. La monarquía absoluta del Vaticano produjo anticuerpos en el medio social y político europeo del siglo XIX y principos del XX, donde la democracia como régimen de organización social había hundido fuertes raíces. La doctrina de la infalibilidad del papa —formulada por primera vez en el Concilio Vaticano I en 1870, bajo el largo y reaccionario pontificado de Pío IX que remontó al catolicismo a comienzos del siglo XIV con su encíclica Quanto Conficiamur— resultaba inaceptable. En el propio seno de la Iglesia se suscitaron resistencias. El Concilio hizo dos célebres declaraciones que chocaron contra el sentido democrático: “la Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales en la que los fieles tienen los mismos derechos”; y “enseñamos y definimos que es dogma revelado por Dios que el Romano Pontífice, cuando habla ex cethedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de Pastor y Doctor de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina relativa a la fe o a la moral que debe ser mantenida por la Iglesia universal, posee, gracias a la divina asistencia prometida por el bienaventurado Pedro, esa infalibilidad de la que el Divino Redentor quiso otorgar a su Iglesia para la definición de doctrinas relativas a la fe y las costumbres”.

Esta política absolutista de la Iglesia se extremó con la carta Testem benevolentiae de León XIII, escrita el 22 de enero 1899, en la que rechazó toda posibilidad de democratizar el Vaticano porque, en su opinión, la autoridad absoluta era la única defensa eficaz ante el acoso de la herejía.

La Encíclica sobre el origen del poder del mismo papa, a finales del siglo XIX, alentó aun más el clericalismo al sostener que todas las potestades, incluidas las políticas, descienden de la divinidad “como de un principio natural y necesario” y que “las que hay en los sacerdotes es tan notorio que proceden de Dios, que los sacerdotes en todos los pueblos son considerados y llamados Ministros de Dios”. De donde desprendió que “es muy importante que los que administran la república deban obligar a los ciudadanos de manera que el no obedecer sea pecado”.

La consecuencia lógica de estos planteamientos fue la generación de un enorme poder temporal en beneficio de la Iglesia y la sumisión de los intereses políticos de la sociedad a la voluntad del estamento sacerdotal, al que se atribuyó la representación permanente de los designios divinos.

Como respuesta a estos excesos surgió en Europa en el siglo XIX y principios del XX una ola de anticlericalismo —o sea de férrea oposición al poder temporal del clero— y de clerofobia —odio al clero por sus abusos y su concupiscencia de poder—. En aquella época, todo el grupo dirigente de la sociedad —con sus filósofos, científicos, políticos, escritores y artistas— fue encendidamente clerófobo. El enciclopedismo francés, la Ilustración, la Revolución Francesa y los movimientos liberal y socialista posteriores tuvieron un marcado carácter anticlerical, como reacción al >confesionalismo y a la alianza del clero con los despotismos más execrables.

Comenta el filósofo inglés Peter Watson, en su mencionado libro, que el anticlericalismo llegó a su apogeo en Francia en las últimas décadas del siglo XIX con la secularización de la educación pública. Convencido de que las eras teológica y metafísica eran cosa del pasado y que las ciencias positivas debían prevalecer, el ministro de educación de la Tercera República francesa, Jules Ferry, declaró que su objetivo era “organizar la sociedad sin dios y sin rey”. En tales circunstancias —escribe Watson— “perder las escuelas fue para el Vaticano el golpe final a su influencia en el país. Y esta es la razón por la que hacia mediados de la década de 1870 se crearon por toda Europa universidades católicas en un intento de recuperar el terreno perdido”.

Sin embargo, anticlericalismo no significa necesariamente hostilidad a la religión. Se puede ser anticlerical y religioso. Algunos anticlericales incluso pueden tener mayor respeto por la religión y su dios que los propios clericalistas, que hacen uso de ellos como arma política. Ser partidario del >laicismo estatal—postulado por el anticlericalismo— no significa estar contra dios. Esta es una de las grandes equivocaciones del clericalismo. El Estado laico, en la medida en que asegura que no hay una religión estatal, es la garantía para cada persona de que una coacción política no le obligará a adoptar algún credo religioso o a renegar del que profesa. El laicismo, por tanto, es un régimen de libertad y tolerancia religiosa que respeta la conciencia de cada persona y que beneficia a todos los cultos.

El punto focal de la discrepancia está en las relaciones del Estado con la Iglesia. Ellas han sido muy borrascosas en diversas épocas de la historia, sea porque los gobernantes han pretendido utilizar a la religión y al clero como instrumentos de dominación política —y el cesaropapismo es una muestra de eso—, sea porque el clero ha desarrollado apetitos de poder temporal. Lo cierto es que se han producio muchos episodios de turbulencia en esas relaciones.

Vistas la cosas desde una óptica objetiva y al margen de todo prejuicio religioso o antirreligioso, las iglesias de todos los cultos son sociedades especiales, organizadas para la consecución de una determinada categoría de fines: los fines religiosos. Están o deben estar fuera de su alcance todos los demás propósitos humanos, cuya competencia corresponde al Estado como representante de la sociedad políticamente organizada o a las corporaciones especiales que dentro de él operan al amparo de sus leyes.

El Estado es, en cambio, una sociedad total porque enmarca la globalidad de la vida social. Envuelve a la persona en todas sus facetas y le provee para la consecución de todos sus fines. Es además una sociedad soberana puesto que, sobre el grupo humano que regimenta, su autoridad no puede ser disputada por entidad o persona alguna dentro de su territorio. Y no me refiero, por cierto, a las formas totalitarias del Estado, que hacen de éste un fin en sí mismo y obedecen a otro planteamiento, sino a la organización democrática de Estado. Lo que quiero decir es que las iglesias son grupos univinculados, cuya razón de ser es la defensa común de un solo orden de valores y la persecución de una sola categoría de fines: los valores y fines religiosos. El grupo existe a causa de ellos y para su realización. El Estado, en cambio, es un grupo multivinculado. Su misión no es la defensa y conservación de un solo orden de intereses sino de una multitud de valores. Sus miembros están vinculados entre sí por múltiples lazos que se cruzan y entrecruzan. Este complejo sistema de relaciones interpersonales hace del Estado una sociedad total, que comprende a las personas y corporaciones especiales que, como las iglesias y otras asociaciones, persiguen finalidades específicas.

No puede haber, entonces, más que un orden de relaciones entre las iglesias de los diferentes cultos religiosos y el Estado: el de absoluta sujeción jurídica de aquéllas bajo éste; que es el mismo orden de relaciones que existe entre el Estado y las demás sociedades especiales que funcionan dentro de su ámbito territorial y cuya existencia está garantizada por las leyes en tanto no contravengan el ordenamiento público.

No hay que olvidar que el Estado, por el hecho de ser una entidad soberana, asume una posición de supremacía dentro de su territorio y ostenta el monopolio de la coacción física legítima para dar eficacia a sus disposiciones. Por tanto, las organizaciones eclesiásticas, igual que las demás sociedades especiales, están sometidas al orden jurídico estatal y a sus autoridades. La coacción y la coerción son características exclusivas de las normas del Estado. De esto se infiere que, mientras ellas obligan por igual a todas las personas y corporaciones que habitan su territorio, las normas eclesiásticas sólo obligan —y eso moralmente— a quienes profesan un credo religioso. Son, por tanto, dos órdenes normativos diferentes, de los que el del Estado está supraordinado al eclesiástico, puesto que le obliga y condiciona su validez sin estar, a su vez, obligado o condicionado por éste.

Las relaciones entre las iglesias y el Estado entrañan una especial importancia no sólo porque ellas han ejercido en todo tiempo —y antes más que hoy— un gran poder sobre las personas y las sociedades, exigiéndoles obediencia política y pretendiendo restar buena parte de la vida pública de las personas al dominio del Estado, sino también porque las iglesias, consideradas como organizaciones sociales, acusan una mayor duración que la de otros tipos de sociedad. El hinduismo y el judaísmo tienen más de 3.500 años de vida; el budismo, el confucianismo y el taoísmo, cerca de 2.500; el cristianismo 2.000; el mahometismo 1.300; y por este orden, muchas otras religiones tienen larga duración. Esto confiere importancia especial a las relaciones de la sociedad política con los grupos religiosos.

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