La performance de algunos sacerdotes es de la misma hechura que aquellas supersticiones que practicaban las tribus en los albores de la humanidad
Ni por asomo iba a pensar que algunos sacerdotes de distintas diócesis se lanzarían a las calles de pueblos y ciudades con el hisopo en ristre hisopando todo lo que se encontraran a su paso, pretendiendo de esta guisa terminar con el bicho del coronavirus, al igual que quien, manejando una sulfatadora, rociase un patatal para matar la presencia del escarabajo.
Pero estos sacerdotes y los obispos que les permiten semejante actividad ridícula, ¿de dónde han salido? ¿Son de hoy? ¿No habrán sido trasladados desde la Edad Media a nuestros días por arte de una abducción?
¿Cómo es posible semejante disparate? Y la policía de los alrededores, ¿en qué alrededores se encontraban que no les echó la voz de alto, pues estaban infringiendo las reglas del confinamiento establecidas por el gobierno?
He esperado a ver si algún obispo les ha dicho que su acción estaba fuera de lugar, no solo por el ridículo que estaban haciendo, sino porque su performance era de la misma hechura que aquellas supersticiones que practicaban las tribus en los albores de la humanidad y en la que un hechicero rociaba humanos, chozas y animales utilizando plantas de hinojo previamente hundidas en un recipiente de agua para ahuyentar así lo que llamaban malos espíritus.
Oigo el reproche. Los hechiceros antiguos usaban agua del manantial, mientras que los actuales brujos con bonete, perdón, los sacerdotes católicos de hoy utilizan agua bendita. Y es bendita porque previamente la bendice un sacerdote. Vale. Pero sigue siendo agua con un poco de sal ¿no? Pues que se sepa fue el Papa Alejandro I (papa desde el 106 al 115) el que institucionalizó el uso de agua “bendita” dentro de la iglesia católica. Y la primera composición de agua bendita estaba compuesta de agua del grifo y sal, no sé si fina o gruesa. Y, ahí, sigue la misma composición. Obviamente, nadie como el cura conoce cuál es la composición de esta agua. Y sabe, mejor que nadie, que es inodora, incolora e ¿insípida?- dejémosla estar- y que hay que ser un tanto covidiota para pensar que curará cualquier patógeno o enfermedad.
Y esta es la cuestión que subyace en el asunto: que la iglesia sigue creyendo en esta factoría de ficción y que el sirimiri del hisopo sí cura o predispone la voluntad del Altísimo a hacerlo. Y que, incluso, su poder curativo es superior al derivado de la ciencia, aunque no conste que ningún cura, postergado por el coronavirus actual, haya salido de dicha postración gracias a una buena rociada de agua bendita. Lo hubiesen pregonado urbi et orbi.
Ciencia y fe. He aquí un binomio que a la Iglesia le ha dado siempre dentera. Lo mismo que, históricamente hablando, el cloroformo, el éter, la penicilina, la vivisección y la eutanasia.
El papa actual es de los que consideran que “la fe y la ciencia no son incompatibles”, pero, a la hora de la verdad, ni debate, ni disputa. Escribe sus encíclicas, las publica y casi toda la jerarquía católica las acepta como si fueran palabra de Dios. Una curiosa manera de defender la compatibilidad entre la fe y la razón. Lo mismo sucede con los dogmas, sin los cuales la Iglesia se derretiría como un polo de menta.
¿Es posible un diálogo entre la ciencia y la fe? No. ¿Por qué? Porque ni la Fe ni la Ciencia existen. Existen creyentes y científicos.
Y cuando un creyente y un científico dialogan o disputan, no es la Fe ni la Ciencia las que discuten, sino dos seres humanos llenos de conocimientos, de prejuicios, de contextos, de intereses de clase o de talonario, de ideología y de servidumbres varias. La fe es inocua; no lo son los hombres que la profesan y la instrumentalizan. De la ciencia y los científicos se puede decir lo mismo. El uranio no tiene ideología; sí, quienes lo manipulan.
La ciencia no tiene por qué ayudar a la fe, ni la fe tiene por qué pedírsela a la ciencia. La ciencia no tiene ninguna relación con la fe, ni al revés. Ni tienen que ir juntas, ni ayudarse mutuamente. La fe es creer en lo que no se ve. O, como decía Tertuliano, “creo porque es absurdo”, que ya son ganas. La ciencia nada tiene que ver con semejante salto al vacío de la insensatez. En este sentido, fe y ciencia son incompatibles.
Un sacerdote puede ser un buen científico –lo fue Mendel -y un científico puede ser creyente –Newton y Galileo lo eran; también, Giordano Bruno.
Pero esto no significa que los ámbitos de la fe y los de la ciencia puedan ser trasvasados de un campo al otro, como si fueran dos vasos comunicantes. Y no lo son. Que hayan existido astrónomos valiosos como los sacerdotes Georges Lemaître, contemporáneo de Einstein, o como el P. Secchi en el siglo XIX, no confirman más que un hecho: que fueron astrónomos y sacerdotes. Pero es lógico considerar que, cuando ejercían como astrónomos, no lo hacían como sacerdotes; al bies, tampoco.
El hecho de que uno sea astrónomo y sacerdote no es ninguna señal de que ciencia y fe se complementen. Los conocimientos científicos ni consolidan ni hacen más débil la fe del creyente. Tampoco al revés, con excepciones. Porque la fe no se basa en conocimientos científicos; tampoco en conocimientos o razones anticientíficos. Se tiene fe o no se tiene. Como decía Pablo de Tarso, o te la da Dios, o no te la da. Cosa que no sucede con la ciencia, que hay que trabajársela empíricamente, sobre bases reales y objetivas. Nada que ver con la fe.
¿Y las oraciones que no cesan de rumiar los creyentes acuciados por sacerdotes en esas misas perpetradas en la clandestinidad, contadas y jaleadas por la web episcopal? Pues lo mismo habría que decir con relación al hisopo. Seré menos sarcástico, dejándome llevar por la opinión siempre ecuánime del filósofo Kant, que, como ya es sabido, no era ateo.
La reflexión de Kant acerca de las plegarias que se rezan a Dios no son muy comunes. Y produce mucha incomodidad en el creyente. De ahí que la Iglesia no le haya hecho mucho caso. Además de ser absurdo hablar con alguien a quien no se ve y que nunca contesta a nuestras preguntas y requerimientos -la buena urbanidad no parece ser una de las virtudes esenciales de este Dios-, concluye Kant que lo menos estimulante de las oraciones es que, tampoco, sirven para cambiar a Dios o inclinar su voluntad a nuestro favor, pidamos lo que le pidamos con cabezona insistencia para nosotros o para los demás.
Por todo ello, Kant sostenía que las oraciones son necesarias desde un punto de vista moral -eso si nos llevan a conocernos mejor-, pero nunca son necesarias desde un punto de vista pragmático, es decir, como un medio para mitigar nuestras carencias de orden material o sufrimiento coyuntural o permanente.
Desde este punto de vista, calificará las oraciones, no solo como una osadía irreverente, sino como un insulto a Dios, quien, dado que lo conoce todo, ya sabrá si nos conviene que sigamos viviendo o que el coronavirus nos lleve a su diestra. Y la voluntad de Dios, como sabe el creyente, es mucha voluntad. Así que ¿para qué andar importunándole con misas y vía crucis en estos tiempos si, pase lo que pase, él no ha de inmutarse lo más mínimo, pues esta inmutabilidad es parte de su esencia?
En definitiva, pensar que el asperges de un hisopo conmoverá sus entrañas divinas, no es cuestión de teología, sino de una estupidez sobresaliente cum laude. ¿Y quienes la practican unos imbéciles? Tú, mismo.
Víctor María Moreno Bayona