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Charlie Hebdo, laicismo y el tercer mandamiento

Al mismo tiempo que escribo este artículo, en Francia se están viviendo días convulsos después de los atentados de París en el semanario Charlie Hebdo y en una tienda judía de comida kosher. Según los medios, son doce las víctimas mortales, además de los propios terroristas abatidos posteriormente durante la operación policial. Pero, en este caso, hay más víctimas: la libertad de expresión y la laicidad.

            Para entender todo lo que ha pasado debemos remontarnos a 2005 y a Dinamarca. Allí, el diario Jyllands-Posten publicaba entonces una serie de caricaturas de Mahoma acompañando a un artículo sobre la autocensura a la hora de dibujar al profeta del islam. Tras su publicación, se sucedieron multitud de actos de protesta en varios países de mayoría musulmana, e incluso el diario recibe una amenaza de bomba en enero de 2006. En solidaridad con el diario danés, otros medios reproducen también las caricaturas: Die Welt (Alemania), Shihane (Jordania), France Soir y Libération (Francia). El también francés Charlie Hebdo no solo las publica sino que añade otras más de su propia cosecha. En el mundo árabe las protestas se radicalizan: se atacan las embajadas de los países que las han publicado y llega a haber incluso víctimas mortales. A su vez, se suceden una serie de demandas judiciales por parte de organizaciones musulmanas contra Jyllands-Posten y Charlie Hebdo que son ganadas por estos en base a la libertad de expresión. Desde 2007 todo parece relajarse aunque la violencia planea especialmente sobre la revista que más se ha destacado: el semanario de izquierdas Charlie Hebdo, que sigue siendo amenazado e incluso es atacado con cócteles molotov en 2011. Y hace apenas tres días fue asaltado por terroristas que dispararon a quemarropa y mataron a su director y varios dibujantes más al grito de “¡Alá es grande!”.

Este episodio de violencia tiene una clara diferencia con respecto a otros como pueden ser los atentados del 11-S (EEUU), el 11-M (Madrid), el 7-J (Londres) o el 11-J (Bombay), el conflicto palestino, o las guerras de Irak, Afganistán o Siria. Si bien en todos ellos está presente el elemento religioso y hay yihadistas de por medio, en el atentado de París está claro que el componente es exclusivamente religioso. En todos los demás hay o puede haber otros motivos además del religioso, principalmente políticos: antiimperialismo, guerra de liberación, guerra de ocupación, etc. Desde cierta perspectiva, podrían interpretarse esas barbaridades como respuestas alienadas pero con base política: el islamismo sería ahí la ideología en la que se expresa un conflicto político o económico de base. Pero en el caso de Charlie Hebdo no hay otro elemento que el puramente religioso: los terroristas han asesinado a los dibujantes de la revista solamente por haber hecho las viñetas de Mahoma, lo que para ellos es blasfemia y que se castiga con la pena de muerte. No estaban luchando contra la ocupación de Irak o Afganistán, no luchaban contra el apartheid en Palestina: querían matar (y han matado cobardemente) a librepensadores de izquierdas simplemente por hacer uso de su libertad de expresión.

            Este caso recuerda inevitablemente a otro con el que guarda todos los parecidos y cuya diferencia solo es de grado (en relación a las víctimas): el de Salman Rushdie. En 1989, el ayatolá de Irán, Jomeiní, decretó una fatwa condenando a muerte al escritor y poniendo precio a su cabeza. El motivo fue el mismo: por blasfemar contra Mahoma en su obra Los versos satánicos. Salman Rushdie no había matado a nadie. Tampoco había secuestrado ni violado. Ni siquiera había robado. Solamente había escrito una novela con su particular visión de Mahoma. Ese fue su pecado y por eso debe vivir hasta su último día protegido y con el temor constante a que cualquier fanático cumpla las amenazas contra él.

            Para hacer justicia, hay que recordar que el terrorismo religioso no es exclusivo del islam. El cristianismo también tiene sus terroristas. En 2006, al mismo tiempo que en los países árabes se atacaban embajadas danesas y francesas, en España el showman Leo Bassi representaba su obra La revelación, muy crítica con el cristianismo. Pues bien, ese mismo año unos terroristas cristianos colocaron una bomba en el teatro Alfil donde iba a realizarse, afortunadamente sin víctimas. A lo que hay que sumar los atentados cristianos en clínicas que interrumpen embarazos y contra los médicos que los practican.

De menos gravedad, pero en la misma línea, podemos citar el caso de la obra de teatro Gang Bang: Abierto hasta la hora del Ángelus, que en una de sus representaciones en el Teatro Nacional de Cataluña, en 2011, fue asaltada por dos individuos que interrumpieron la obra y lanzaron objetos al grito de “No se puede utilizar la palabra de Dios, maldita sea, viva Cristo Rey, vivan los sacerdotes de Cristo. Hijos de perra”. A todo esto hay que unir el juicio contra el cantautor Javier Krahe en 2012 por un vídeo en el que cocinaba un crucifico, y tantas polémicas por cada vez que un artista crea una obra en la que mezcla elementos religiosos con otros de tipo sexual, humorístico o sarcástico, la última de ellas la polémica en el museo Reina Sofía por una obra artística con el lema “La única iglesia que ilumina es la que arde”.

            El hinduismo tampoco se libra. En 2013 una de las fallas incluía elementos de la mitología hindú, como el dios-elefante Ganesha o el dios Shiva entre otros ninots. Ante esta falla, algunos hinduistas protestaron ante lo que consideraban un sacrilegio, exigiendo que no se quemaran esos ninots, amenazando que si ocurría “las filmaciones de las divinidades incendiadas y profanadas darían la vuelta al mundo en cuestión de horas”, lo cual inmediatamente nos trae a la memoria las protestas violentas del integrismo musulmán cuando las caricaturas de Mahoma. De hecho, un integrista hindú intentó incluso inmolarse a lo bonzo en la falla. Al final, después de negociar entre las autoridades falleras y representantes hindúes, se decidió retirar el ninot que representaba a Shiva y modificar el que representaba a Ganesha para que quedara un simple elefante. Para más inri, ese mismo año la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, prohibió quemar un ninot que representaba a la virgen María, saltándose todas las normas sobre el indulto a los ninots que rigen las fallas.

            Todos estos ejemplos y más que podrían citarse tienen en común lo mismo, independientemente de la gravedad o barbaridad de sus consecuencias: son formas de intentar imponer la censura o autocensura religiosa sobre la libertad de expresión y la libertad de conciencia. Intentan elevar la blasfemia a la categoría de delito, y cuando no lo consiguen legalmente, ejecutan el castigo ilegalmente mediante el terrorismo. Su objetivo es doble en todos los casos: por un lado, un objetivo inmediato, que es frenar o vengar una blasfemia ya realizada o realizándose (unas viñetas, una obra de arte o de teatro, una falla…), y por otro lado, lanzar un aviso a navegantes, amenazar a quienes quieran hacer algo similar de lo que puede ocurrirles. Es, por tanto, una forma de censura sobre la blasfemia realizada y de autocensura por el miedo para las que pudieran venir.

            Con esta censura y autocensura no solo limitan la libertad de expresión, también la libertad de conciencia, pues la primera es una forma de manifestación de la segunda. La libertad de conciencia permite el derecho a pensar libremente y actuar de acuerdo al propio pensamiento y conciencia, con el único límite del orden público democrático (es decir, con el único límite de no dañar las libertades de los demás). La libertad de conciencia no admite ningún otro límite: ni político, ni religioso, ni de ningún otro poder fáctico o voluntad particular. Ni siquiera por parte de la mayoría: la libertad de conciencia es un derecho individual y tan fundamental que no descansa en las mayorías sino en la dignidad intrínseca de la persona. La libertad de expresión es el corolario de la libertad de conciencia: el derecho a expresar esos contenidos de conciencia, a hacerlos públicos.

            A cada uno podrán gustarles o desagradarles los contenidos de la conciencia de los demás, podrán admirarlos, debatirlos, rebatirlos, criticarlos o burlarse de ellos con la parodia o la sátira. Pero nadie puede prohibir su libre expresión (censura) ni amedrentar, amenazar o asustar a los demás para que se autocensuren. De la misma forma, y por la misma razón, nadie que exprese libremente su pensamiento o conciencia públicamente puede blindarlo respecto de la crítica, el debate o incluso la burla o la mofa de los demás, pues tanto derecho tiene él como los demás a la misma libre expresión y a la crítica.

            El laicismo es precisamente el orden político-jurídico que garantiza lo anterior. El laicismo protege la libertad de conciencia en el ámbito privado donde es inviolable, así como su libre expresión sin más límite que el orden público (la libertad de los demás). Por eso establece un muro de separación entre el ámbito privado y el público (el de la política, las leyes). Nadie puede vulnerar la libertad de conciencia ni de expresión, ni un particular, ni la mayoría, ni el Estado con sus leyes. Y por supuesto, tampoco las religiones, que quedan protegidas en ese mismo ámbito privado, pero sin capacidad para limitar la libertad de conciencia ni de expresión ni ninguna otra. Ningún particular, grupo fáctico o religioso puede imponer sus propias convicciones a los demás en forma de ley, puesto que la ley, que está en el ámbito público, es la expresión de la voluntad general, de todos, no solo de una parte o de la mayoría. Y, desde luego, mucho menos puede hacerlo nadie ni ningún grupo saltándose la ley y de forma violenta. Que es, sin embargo, lo que intenta hacer el integrismo religioso. Los integristas procuran limitar la libertad de conciencia y de expresión de los demás: cuando pueden, utilizando las vías legales (denunciando a los museos o a los artistas, por ejemplo), y cuando esa vía no les sirve utilizan las amenazas, la violencia y el terrorismo.

            El terrorismo religioso apunta principalmente contra el laicismo; sus bombas van dirigidas contra el muro que separa política y religión, público y privado, en los países laicos. Derribando ese muro pretende hacer de la religión una política, elevar los dogmas religiosos a leyes, los preceptos religiosos a normas jurídicas, los pecados a delitos. Se trata de imponer la sharia como norma, el catecismo como ordenamiento jurídico: la teocracia y el clericalismo, o su hijo, el confesionalismo. El Estado Islámico lo ha hecho en las zonas que controla en Irak y Siria, y Boko Haram en sus zonas de Nigeria. El Vaticano lleva siglos confundiendo y fundiendo política y religión: el papa de Roma es a la vez la máxima autoridad religiosa y el último rey absoluto de Europa. Y en España sigue existiendo todavía a estas alturas el delito de blasfemia (no en vano Gonzalo Puente Ojea califica a España de criptoconfesionalismo[1]). Ciertamente no es lo mismo el Estado Islámico, que el Vaticano, que España, pero la diferencia es de grado, porque la esencia es la misma: la negación de la laicidad, del pleno derecho a la libertad de conciencia y la separación tajante de lo público y lo privado (política y religión).

            La alternativa está clara, y la ha señalado muy bien Europa Laica en su comunicado ante los atentados de París: “Pese a las amenazas y los ataques del integrismo religioso, la respuesta debe ser la reafirmación y el fortalecimiento de las libertades y los derechos, y de la laicidad que es su condición de posibilidad. Los Estados deben proteger el ejercicio libre de los derechos de sus ciudadanas y ciudadanos y para eso es necesario remarcar la separación tajante entre política y religión y no ceder al miedo ni la censura por ejercer los derechos”. Lo que hace falta es más laicidad (sin más) y menos “laicidad abierta”, menos condescendencia hacia los intentos por reintroducir la religión en el espacio público. Recordemos que cuando la polémica de las caricaturas, desde la llamada “laicidad abierta” se criticó a los caricaturistas y se les acusó de falta de respeto. El “respeto”: ese eufemismo para referirse a la autocensura cuando se trata de religión. Se respeta a las personas, no a las ideas o las creencias. Cerrar una boca, impedir una viñeta o una obra de arte, no es respeto, es falta de respeto a la libertad de conciencia y de expresión. Quien en una polémica de este tipo se pone del lado de “Mejor no publicar eso” en vez del lado de “Voy a defender tu derecho a publicar eso aunque no me guste”, será muy “abierto” pero nada “laico”.

            Vamos a acabar señalando la base bíblica del pecado de blasfemia, que está en el Antiguo Testamento y que nos remite a Moisés, profeta de referencia tanto para judíos como para cristianos y musulmanes. El pecado de blasfemia es el pecado contra el tercer mandamiento[2], cuya redacción ya es de por sí bastante amenazante: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano” (Éxodo 20, 7 y Deuteronomio 5, 11). Como de todas formas no queda claro qué le ocurrirá al blasfemo que tome el nombre de Dios en vano, la propia Biblia lo aclara en el libro de Levítico:

“En aquel tiempo el hijo de una mujer israelita, el cual era hijo de un egipcio, salió entre los hijos de Israel; y el hijo de la israelita y un hombre de Israel riñeron en el campamento. Y el hijo de la mujer israelita blasfemó el Nombre, y maldijo; entonces lo llevaron a Moisés. Y su madre se llamaba Selomit, hija de Dibri, de la tribu de Dan. Y lo pusieron en la cárcel, hasta que les fuese declarado por palabra de Jehová. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Saca al blasfemo fuera del campamento, y todos los que le oyeron pongan sus manos sobre la cabeza de él, y apedréelo toda la congregación. Y a los hijos de Israel hablarás, diciendo: Cualquiera que maldijere a su Dios, llevará su iniquidad. Y el que blasfemare el nombre de Jehová, ha de ser muerto; toda la congregación lo apedreará; así el extranjero como el natural, si blasfemare el Nombre, que muera (…) Y habló Moisés a los hijos de Israel, y ellos sacaron del campamento al blasfemo y lo apedrearon. Y los hijos de Israel hicieron según Jehová había mandado a Moisés” (Levítico 24, 10-23).

            Seguramente Dios no quisiera decir que el castigo por la blasfemia es la pena de muerte. Posiblemente, tal y como interpretan los religiosos liberales, lo que hay que entender en el texto es que hay que respetar la libertad de expresión de los demás, también la de los blasfemos[3]. Pero si Dios, que es omnisciente y todopoderoso, quería decir eso, y sabiendo que seguramente habrá quien pudiera “equivocarse” y entender el texto literalmente, sencillamente: ¿por qué no les dijo: “No estoy de acuerdo con tu opinión, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”? No lo sé, pero se me ocurre que tal vez porque para eso no hace falta ser un dios, sino que basta con ser un simple humano como Voltaire[4].

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

[1] PUENTE OJEA, Gonzalo (1994) La influencia de la religión en la sociedad española, “Del confesionalismo al criptoconfesionalismo”, Libertarias-Prodhufi.

[2] Hay quien pensará que es el segundo, pero es el tercero. Las razones de ese equívoco están aquí.

[3] Nótese la ironía, pero es que es cierto que hay religiosos que a pesar de la claridad de textos como ese, o muchos otros, siguen pensando que la interpretación correcta es justamente la contraria de lo que dicen los textos. Desde luego, hay que tener fe para leer “Amarás a tu prójimo” donde dice tan claramente que lo apedrees. Y queda el misterio de por qué dice el texto una cosa si quiere decir la contraria.

[4] Como con tantas frases famosas, parece ser que esta tampoco es del autor al que se le atribuye, en este caso a Voltaire, pero a efectos de este texto la usamos como si lo fuera porque, la dijera efectivamente o no tal cual, sí refleja su modo de pensar y el del pensamiento laico e ilustrado del que es representante.

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