Las últimas—y furibundas—reacciones católicas ante pretendidos “ataques” u “ofensas” nos impelen a una pregunta: ¿el catolicismo conforma una realidad o tan solo un retablo de mitos?
Nadie discute el lirismo desgarrado que empapa muchas tradiciones católicas. Para gozo de espíritus sensibles, nos llegan envueltas en el genio de Miguel Angel, Rafael Sanzio, Murillo, Zurbarán… los gobiernos han de proteger estos tesoros de cualquier expolio o acto vandálico. Sin duda.
Sin embargo, esa belleza no otorga a los dogmas católicos certificado de veracidad. Del mismo modo que la grandiosidad de las pirámides no concede crédito al Libro delos Muertos egipcio.
Por eso, desde la más sólida honradez intelectual, debemos admitir que el catolicismo forma un conglomerado de fábulas, leyendas hermosas, mitos nacidos entre la arena ardiente del milenario valle del Nilo y en las noches eternas de tantas religiones mistéricas que lo precedieron.
De este modo, siglos antes de nuestra era circulaba, entre otras similiares, la siguiente mitología referida a Horus: nació de una virgen, en una cueva, su padre carnal se llamaba Seb (José), si bien el niño era hijo de dios. Aquel nacimiento había sido anunciado a su madre por un ángel, y a tres sabios mediante una estrella. Unos pastorcillos serían testigos de su llegada al mundo, la cual acaecería un 25 de diciembre.
Tras ello, un tal Herut (Herodes) intentaría asesinarlo. Ya no habría más noticias del pequeño hasta un incidente a los doce años, acaecido en un lugar de ritual. Y tendríamos que esperar 18 años para nuevas reseñas. En este caso, su bautismo en el río Eridas por un tal Anup el Bautista…. Sí, lo han adivinado, Anup sería pronto decapitado.
Eso no impediría que Horus se retirara al desierto, donde sufriría la tentanción del maligno. Por supuesto resistiría, tras lo cual se arroparía con un grupo de doce discípulos. Y después caminaría sobre las aguas, curaría enfermos, expulsaría demonios y calmaría la tempestad marítima. También resucitaría muertos, no lo duden.
¿El final de la historia? Pueden suponerlo: Horus fue crucificado, enterrado en una tumba…¡pero resucitó al tercer día y, en ese intervalo, descendió a los infiernos! Por cierto, aquella resurrección fue testificada por dos mujeres.
Y, lo siento por los católicos de buena fe, pero la lista sigue: Horus ostentaba el papel de salvador de la humanidad, Dios-hombre, ungido, buen pastor, cordero, pan de vida, hijo del hombre, la palabra, etc. Imágenes similares pueden encontrarse en Osiris, Mitra, Dionisius…
Quien realmente ame la verdad y desee indagar en la historia, comprobará que gran parte de la dogmática católica nació y se nutrió de fábulas paganas… ¿por qué ocultarlo?, ¿a qué obedece esa sinrazón?
Sorprende que, en el siglo XXI, haya quien se atreva a rebatir esta evidencia, pues ni tan siquiera los primeros cristianos la negaban. De hecho, algunos padres de la iglesia intentaron racionalizarla… ¡pero jamás se enrocaron en absurdas negativas! Respondían que ellos no plagiaron nada, sino que el diablo, conocedor de lo que Jesucristo iba a hacer, se había encargado de sembrar creencias similares mediante religiones paganas, todo ello miles de años antes y sin otra finalidad que confundir a las almas.
Esgrimiendo una apologética análoga, los fundamentalistas protestantes sostienen que, según la cronología bíblica, la tierra cuenta solo doce mil años de antigüedad. Cuando alguien les pregunta por los fósiles de dinosaurios argumentan que fueron colocados astutamente por Satanás para probar la fe de los creyentes. Particularmente, ambas respuestas, católica y protestante, me parecen disparatadas.
Por ello, con todo el cariño, mi consejo para todos los católicos “ofendidos” o “perseguidos” es que se plieguen a la realidad, disfruten de la vida y abandonen su pequeño universo de esperanzas vacuas, admitiendo que dentro de unos siglos, si el hombre sigue pisando la tierra, en las universidades estudiarán la “extinta religión católica” y se contemplarán los frescos de la capilla Sixtina, las catedrales y las inmortales obras nacidas de pinceles superdotados, con la misma admiración y reverencia con la cual hoy contemplamos las maravillas egipcias o los templos de la Roma antigua.