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Católica y apostólica España

A España, los evangelios debieron llegar tarde y mal. Lo mismo es que no había intérprete de arameo pero la célebre frase “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, la escuchamos sólo a medias, quizá por problemas de doblaje.

Así las cosas, en treinta años de democracia, la España laica ha sido incapaz de lograr que el país realmente lo sea: lo prueban la vigencia del anacrónico Concordato con la Santa Sede, la casilla del IRPF específicamente dirigida a desviar los impuestos de algunos contribuyentes hacia la Iglesia Católica o el mantenimiento de buena parte de la enseñanza concertada en manos de su clero.

Así que comprendan que cuando un obispo predica contra la escuela española y contra los medios informativos por promover la fornicación, uno no pueda quedarse democráticamente tranquilo y pensar simplemente que sus predicas sólo incumben a sus feligreses. En España, visto lo visto, los sermones dominicales tienen más audiencia que cualquier twitter. Y si la primera reacción que cupiese esperar de cualquier ateazo comecuras fuere la de regresar a la escuela y suscribirse a todos los medios para pecar de lujuria, no menos cierto es que las palabras del monseñor de Córdoba no dejan de ser una anécdota. Sobre todo si se las compara con la prudencia de la curia a la hora de enjuiciar otros pecados capitales relacionados con la carne y con la pederastia. Va de suyo que el propio Papa Benedicto no sé cuantos siga insistiendo en el peligro que suponen para la humanidad los matrimonios homosexuales. Pero, con los pies definitivamente en la tierra,  ¿qué decir de la obstinación de la Santa Madre en no readmitir a Remedios Galera como profesora de religión y que la Junta de Andalucía le pague el salario de los once años que lleva porfiando por recobrar su puesto de trabajo perdido por casarse con un divorciado?

Flaco favor le hace semejante iglesia a muchos de sus creyentes, atrapados en la madeja de viejos dogmas. Pero el Estado español tampoco parece creer demasiado en lo que debiera ser su fe, es decir, los valores aconfesionales que tendrían que contribuir a sostener la democracia.

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