En torno a 1160 surgieron en el sur de Francia grupos de «buenos hombres» y «buenas mujeres» que decían vivir según las auténticas enseñanzas del Evangelio. En varios puntos de la cristiandad surgieron una serie de comunidades que organizaban su vida religiosa al margen de la Iglesia oficial.
mediados del siglo XII, en varios puntos de la cristiandad surgieron una serie de comunidades que organizaban su vida religiosa al margen de la Iglesia oficial.
En cada región en la que se desarrollaron recibieron denominaciones diferentes: tejedores, pifles, bugres, patarinos, arrianos, albigenses, maniqueos… Ellos mismos se llamaban simplemente «buenos hombres» o «buenas mujeres», «cristianos» o «cristianas». Actualmente se los conoce como cátaros.
Para entender por qué sugieron en ese momento preciso de la historia hay que retroceder unas décadas en el tiempo, a finales del siglo XI, a la auténtica revolución que el papa Gregorio VII llevó a cabo entonces en la Iglesia católica. La llamada «reforma gregoriana» se propuso erradicar las malas costumbres del clero, en particular dos de ellas: la simonía, esto es, el acceso a los cargos eclesiásticos a cambio de dinero, y el nicolaísmo, como se conocía la práctica del amancebamiento de los clérigos. Para impedir la ingerencia del poder político en los asuntos eclesiásticos, entre 1074 y 1124 el papado se embarcó en una larga pugna con los emperadores, la llamada Querella de las Investiduras. El resultado fue la creación de un nuevo modelo de Iglesia en el que los papas reforzaron inmensamente su poder, hasta el punto de que algunos autores han hablado de una teocracia pontificia.
DESCONTENTO EN EL CLERO
Esta evolución suscitó el descontento de una parte del clero católico, que seguía defendiendo la práctica de la pureza y del modelo de vida evangélico como única vía de perfección. Las críticas contra la jerarquía de Roma, acusada de traicionar la tradición de la Iglesia de los tiempos apostólicos, surgieron por parte de ciertos miembros del clero, que a su vez se vieron acusados de herejía por las autoridades eclesiásticas. Los cátaros procedían de estos sectores descontentos de la Iglesia. Se caracterizaron por su crítica radical contra el papado y la jerarquía romana y por pretender ser los únicos herederos de los apóstoles, conservando el poder espiritual de salvar a los hombres que Jesús les había confiado al volver en Pentecostés. Aunque se conocen focos cátaros en lugares como el obispado de Colonia, fue en las regiones meridionales de la cristiandad, principalmente en el sur de Fran cia, en los condados catalanes de los Pirineos y en Italia, donde al final arraigaron. Allí, una serie de príncipes y señores feudales –los condes de Toulouse y de Foix, los vizcondes de Trencavel (señores de Albi, Carcasona, Beziers, Limoux y Agde)– favorecieron la acogida e implantación de la herejía. En general, los cátaros se instalaron en los llamados castros o burgos castrales, pequeños pueblos fortificados que surgieron desde el año Mil al abrigo de los castillos feudales.
EL «PAÍS CÁTARO»
En 1165, en el castro de Lombers, en la región de Albi, tuvo lugar el primer proceso por herejía contra los adeptos de una secta dirigida por un tal Oliver y que se llamaban a sí mismos «buenos hombres». Tras el interrogatorio, se los juzgó como herejes y el obispo católico de Albi, impulsor del proceso, recordó a la nobleza local del castro, que había acogido a la secta, que estaba prohibido proteger a los herejes.
Dos años después, en 1167, en el castro de San Félix de Caraman, al sur de Toulouse, se reunieron representantes de las comunidades de «buenos hombres» y «buenas mujeres» de la región de Albi, Toulouse, Carcasona y el Valle de Arán, así como del norte de Francia y de Italia. La asamblea fue presidida por Niquinta, probablemente un prelado oriental, y a ella asistió Sicard Cellerier, el obispo cátaro de Albi, el único que hasta entonces había en la región y al que algunos historiadores identifican con Oliver, el jefe de la secta condenada en Lombers. Niquinta ordenó tres nuevos obispos cátaros –el de Toulouse, el de Carcasona y el del Valle de Arán– y revalidó el ordenamiento de Sicard.
El juicio de Lombers y la asamblea de San Félix demuestran que para esas fechas la Iglesia disidente cátara estaba ya organizada en el sur de Francia. Desde finales de la década de 1160, las iglesias cátaras occitanas de Albi, Toulouse, Carcasona y Valle de Arán disponían –como las iglesias católicas– de sus respectivas jurisdicciones territoriales o diócesis. A principios del siglo XIII se crearon dos obispados cátaros más, y en 1226 y 1229 se crearon los de Razés y de Agen. A diferencia de la Iglesia católica, los obispos cátaros eran autónomos e independientes y no reconocían ninguna autoridad superior (un primado o papa). Cada obispo, aconsejado por sus asesores (llamados «hijo mayor» e «hijo menor»), se encargaba de la gestión de su diócesis.
VIDA EN COMUNIDAD
Fue sobre todo en las zonas rurales donde la Iglesia cátara se extendió y vivió libremente desde finales del siglo XII, como confirman los archivos de la Inquisición, la principal fuente de información sobre los cátaros antes de la Cruzada contra los albigenses (1209 – 1229). Interrogados a partir de 1240 por la Inquisición, los habitantes más ancianos de estos castros se remontaban a los tiempos de su juventud: «Hace cuarenta años o más», «en aquel tiempo –antes de la Cruzada de 1209–, los herejes vivían públicamente en sus casas de los burgos». Cuentan cómo, desde antes de 1200, las comunidades de «buenos hombres» y «buenas mujeres», el clero regular comparable a los monjes y monjas católicos, vivían en sus «casas» en el interior de los burgos castrales. Aquí llevaban una vida «consagrada a Dios y al Evangelio», respetando y observando los preceptos evangélicos, votos de pobreza, prohibición de mentir, castidad y abstinencia, y trabajando para vivir. Estas «casas religiosas» estaban abiertas públicamente en las calles de los burgos y sus miembros recibían la visita de sus familiares. El clero secular (la jerarquía cátara), compuesto por obispos, hijos mayores y menores, diáconos… también vivía en comunidad religiosa y preferentemente en los castros, en zonas rurales, al contrario que la jerarquía católica, implantada en las zonas urbanas.
En los castros, los cátaros eran acogidos y protegidos por la nobleza local: los señores y sus damas asistían a sus ceremonias, escuchaban su predicación e incluso decidían entrar en religión para asegurar su salvación. Un ejemplo de este retiro religioso en los tiempos de libertad de la disidencia cátara fue la ceremonia de Fanjeaux en 1204. Esclarmonda y Felipa de Foix, respectivamente hermana y esposa del conde Raimon Roger de Foix, recibieron públicamente el sacramento de ordenación –consolamentum– de manos del prelado de Toulouse, Guilhabert de Castres. Como «buenas mujeres», Esclarmonda se retiró a una «casa» religiosa que ella misma había abierto en Fanjeaux y su cuñada Felipa se instaló en otra en Dun, al sur de Toulouse.
DEBATES Y CRUZADAS
Existe otro testimonio de gran valor sobre la vida de los cátaros en este período. Entre 1206 y 1207, un grupo de monjes cistercienses fueron enviados al sur de Francia por Inocencio III para predicar en aquella tierra de herejes. A lo largo de su itinerario, los miembros de la legación católica –en la que iban dos castellanos, el obispo Diego de Osma y su canónigo Domingo de Guzmán, futuro santo Domigo– fueron acogidos por la nobleza y celebraron varios debates públicos con los cátaros. Diego de Osma discutió en Servian con Teodorico, un antiguo canónigo de la catedral de Nevers que había sido acogido y protegido por Esteban, el señor del lugar. Allí había abierto su propia escuela de enseñanza cátara.
En 1207, se celebró en Montréal un debate que duró quince días y que marcaría la memoria de sus habitantes. En él se enfrentaron Diego de Osma y Domingo de Guzmán a Arnaldo Oth, Guilhabert de Castres y Benito de Termes, prelados de la jerarquía cátara de Carcasona y de Toulouse. El cronista tolosano Guillermo de Puylaurens, que relató este encuentro varias décadas más tarde, nos cuenta que la disputa empezó porque Arnaldo Oth, seguramente obispo de la iglesia cátara de Carcasona, denunció la legitimidad de la Iglesia católica y de sus prelados, así como la validez de las ordenaciones y de los sacramentos que éstos conferían: «Arnaldo Oth niega que la Iglesia romana fuera la santa Iglesia y la Esposa de Cristo sino más bien la Iglesia del diablo y la doctrina de los demonios, afirmando que ésta era la Babilonia que Juan en el Apocalipsis acusaba de ser la madre de las fornicaciones y de las abominaciones, ebria de sangre de los santos y de los mártires de Jesucristo, y que su ordenación no era ni santa ni buena y que no había sido establecida por Cristo y que jamás ni Cristo ni los apóstoles habrían ordenado y decidido la misa tal como era hoy».
En marzo de 1208, el asesinato de Pedro de Castelnau, un miembro de la legación cisterciense que había debatido con los cátaros, provocó el llamamiento del papa Inocencio III a combatir la herejía del Languedoc en nombre de la cruz. En la primavera de 1209, un impresionante ejército de cruzados procedentes de todas las regiones de la Cristiandad latina se dirigió hacia los territorios del conde de Toulouse y de los vizcondes de Carcasona con el fin de erradicar la herejía y obtener el perdón y la salvación de los que la combatían. La cruzada, con su cortejo de asedios y hogueras, puso fin a los tiempos en que los cátaros occitanos habían gozado de libertad y dio inicio a más de un siglo de represión, dirigida desde 1231 por la Inquisición.