Vivimos una continua evolución de los suelos morales, de aquello que consideramos aceptable hacer o decir. Esto ocurre siempre de manera dialéctica, pero las redes sociales parecen haber emborronado la distinción entre el activista tuitero y el conjunto de un grupo o movimiento social.
En España se cancela mal. Tanto es así que hay que inventar la “cancelación en grado de tentativa”. Si no, sería difícilmente entendible que casi todos los cancelados de nuestro país tengan columnas de opinión, llenen auditorios enteros o se paseen por los platós de televisión. Todo el debate sobre la cultura de la cancelación está evidentemente importado y casa mal con nuestra realidad, pero ello no lo hace menos interesante. Para un buen punto de partida, echen un vistazo al recomendable La sociedad de la intolerancia de Fernando Vallespín ¿Se acaba el pluralismo y la libertad de expresión ahogados por esta nueva cultura de lo políticamente correcto?
Por un lado, hablar de cancelación como un tipo de censura me parece un exceso. La censura es algo centralizado hecho desde el poder para acabar con las opiniones molestas o disidentes, mientras que la cancelación es un proceso descentralizado sin obligación coercitiva. Se puede hacer un boicot contra un producto o autor, pero el interpelado puede negarse en redondo a ceder, y más en una sociedad en la que muchos bienes culturales son de mercado. Empecemos por gradar los costes: quien se pliega a las presiones de las turbas tuiteras puede aducir razones económicas o de prestigio, pero juega en otra liga respecto a quien puede acabar en prisión por un libro o una canción.
Por otro lado, también es falaz hacer equivalente ser cancelado a ser criticado. Parece que en el momento en el que hay réplica a una idea por perezosa, un comentario por desafortunado o un chiste por absurdo se le está intentando cancelar. Este argumento lo usan particularmente aquellos que siempre han tenido un altavoz sin que nadie pudiera responderles. Creo que un demócrata debe estar radicalmente en contra de prohibir por ofender, pero no es obligatorio reírle las gracias a nadie. Estar en el debate público implica asumir la discrepancia, pero que lo vean por el lado positivo; con frecuencia recibir ataques furibundos en redes te acaba generando importantes adhesiones. Es más, si la idea de cultura de la cancelación ha tenido alguna utilidad es para que aquellos que acusan a los colectivos minoritarios de querer victimizarse hagan lo propio con ellos mismos y sus ideas tradicionalmente hegemónicas.
Vivimos una continua evolución de los suelos morales, de aquello que consideramos aceptable hacer o decir. Esto ocurre siempre de manera dialéctica, especialmente en sociedades pluralistas, pero las redes sociales parecen haber emborronado la distinción entre el activista tuitero, cuyo sueldo depende del ruido, y el conjunto de un grupo o movimiento social. Quizá discernirlos sea provechoso para debatir sobre el perímetro de lo moral. A menos, claro está, que en ningún momento haya ido de eso y que a los preocupados por la cultura de la cancelación no les mueva el miedo a perder pluralismo o libertad de expresión, sino a que sean ellos los que se queden en minoría.