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Botellón de encapuchados

Va convirtiéndose en corta tradición que cada primavera escriba un artículo sobre la Semana Santa. La verdad es que venía ya haciéndolo, más o menos, desde 1995, en otro suplemento dominical que me dio cobijo durante ocho años. Curiosamente, aquellas piezas, que se leían sobre todo fuera de Madrid y Barcelona, no suscitaban tanta indignación como las que hasta ahora han visto la luz en El País Semanal. No sé si es que mis actuales lectores son más dados a la correspondencia, si la repercusión de este periódico es mayor o si es que la Iglesia Católica y sus seguidores están hoy más bravíos e “islamistizados” que hace uno o dos lustros.

Lo cierto es que ya es también tradición que me lluevan las cartas furibundas, cuando no llenas de insultos. No me lo explico mucho (o bueno, sí, si pienso en la intolerancia histórica de tantos feligreses): al fin y al cabo, la molestia de un artículo crítico con la Semana Santa es mínima al lado de las infinitas que las procesiones superabundantes nos causan a los no creyentes, o a los miembros de otras religiones, supongo.

Todo es disparatado, año tras año, y el abuso encapuchado va a más, lejos de amainar. ¿Ustedes se imaginan que cualquier otro colectivo, religioso, político, social, sindical, gremial, sexual, deportivo, juvenil, pretendiese lo que la Iglesia consigue, sin que rechiste casi nadie? Los jerarcas y acólitos de esa fe (por otra parte minoría: según las más recientes encuestas, sólo el 14% de los españoles se declaran católicos practicantes) se apropian de las principales y más céntricas calles de todas las ciudades, durante una semana entera. El tráfico queda interrumpido, las actividades normales y las urgencias son mandadas a paseo, los vecinos quedan cautivos en sus casas, y un monumental estruendo de sombríos tambores y trompetas tétricas se apodera del espacio común, impidiéndolo todo durante larguísimas horas (¿por qué las procesiones van a paso de procesión, y tardan cuatro y cinco horas en hacer recorridos que a paso normal llevarían a lo sumo una?). Sí, imagínense por un momento que unas bandas de jóvenes impusieran algo equivalente, siete días seguidos; que quisieran ocupar incesantemente las calles con su percusión y sus metales, con exasperante lentitud para hacer durar más el tormento. Y quien dice bandas de jóvenes dice de cualesquiera otros individuos, asociaciones o congregaciones. A nadie se le permitiría semejante atropello.

Pero es que además el asunto no se limita a la semana en cuestión. Por lo menos desde febrero, vengo divisando desde mis balcones madrileños a grupos de costaleros que, a las once de la noche, ensayan en una plaza cercana, con música ratonil incluida, el traslado en andas de las efigies. Asimismo, en la pequeña ciudad de Soria, en la que de vez en cuando paso unos días, los procesionarios ensayan, desde enero o febrero, en pleno centro, atronando los oídos de unos cuantos vecindarios, sus charangas y fanfarrias por espacio de una hora diaria (!). Veo en la televisión que esto ocurre en todas partes, y que Sevilla se lleva la palma: allí hay una cofradía –pero no será la única– que ensaya su tenebrosa pachanga ciento noventa y cinco días al año, de siete a once de la noche, a razón de cuatro horas por jornada, ¡setecientas ochenta anuales! Al parecer se colocan cerca del Parlamento Andaluz, y son los propios políticos los que están desesperados, de los vecinos ni hablemos. Ante las protestas de los damnificados, vi la respuesta desvergonzada y chulesca de un cofrade de rango: “Mire”, le decía al entrevistador, “aquí había antes un hospital, y si no nos echaron los enfermos no nos van a echar estos diputados”. No sólo le traían al fresco los oídos, la salud y el trabajo de sus representantes y conciudadanos, sino que encima se ufanaba de no haber respetado a unos pobres pacientes, posiblemente durante decenios.

Esta es la frecuente actitud de esta Iglesia hoy “perseguida”, según sus irracionales obispos: egoísta, chulesca, impositiva, desdeñosa, desconsiderada, la Semana Santa por encima de todo y que se aguante todo el mundo. Pero ya se ve que ni siquiera les bastan los siete días famosos. Si por ellos fuera, éstos se ampliarían al año entero, y así lo procuran con sus desmedidos “ensayos”… de algo que llevan repitiendo ya siglos y que no es precisamente música celestial ni una sinfonía de Beethoven. A mí me parece bien que en algunos lugares se hayan adjudicad o a los jóvenes espacios en el extrarradio para que celebren allí sus botellones, sin molestar ni ensordecer a nadie. Lo que no veo es por qué no proceden los ayuntamientos de igual forma con los encapuchados y sus “ensayos”. Al fin y al cabo, lo que de verdad quieren es reunirse, alternar y pasárselo bien, lo mismo que los jóvenes. Arman tanto o más ruido que ellos y se tiran aún mayor número de horas dándoles a sus tambores, trompetas y bombos, para suplicio de las poblaciones de España. No veo por qué no se los lleva a todos a praderas alejadas, donde no torturen a nadie. No son distintos de los botelloneros, si bien se mira. Solamente sin alcohol y más siniestros.

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