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Blasfemia y Estado de Derecho

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El fanatismo tiene su código, dicta sus sentencias y espera para ejecutar sus severas sanciones

El Mahoma de Voltaire, una tragedia teatral sobre el profeta del Islam, escondía una crítica del escritor a los monoteísmos y a la Iglesia católica, y como tal, fue prohibido en Francia al año de su estreno. El respeto a los dogmas y símbolos de la religión era allí, y lo fue durante siglos en el resto de naciones europeas, un límite a la libertad de expresión. Dicho límite fue paulatinamente horadado por esos profanadores naturales del tabú en los que, en un momento dado, se convirtieron los artistas. Si el Código Penal prohibía la blasfemia, la acción de hablar contra Dios, el artista, quien a partir del Romanticismo aspira a la salvación no a través de la religión sino de su propia obra, no dudó en pisar el terreno de lo prohibido. En ese trance, la libertad de creación adquirió un significado emancipatorio, pues mediante ella se ponía en cuestión la infalibilidad del dogma y se afirmaba la posibilidad de que todo estuviera sometido al juego del pensamiento. La curiosidad profanadora del blasfemo delimitó así el contenido constitucional de la libertad de expresión y sirvió a la causa ilustrada de la secularización. Los blasfemos, irreverentes y ofensivos, han sido imprescindibles. Héroes insoportables de la Primera Enmienda, como dicen los gringos, que han contribuido a algo tan básico en democracia, como poder cuestionar o hacer sátira de aquello en lo que las personas creen. La blasfemia, en todo caso, es una realidad compleja. Está uno de acuerdo con el Maestro Mairena en que, en las naciones católicas, no es tanto un exponente del ateísmo como religión popular en sincero diálogo con la divinidad. Ha habido siempre un fervor religioso, como ilustra Pedro G. Romero, en la iconoclastia patria. Pero los blasfemos de entonces ya no son los de ahora. El blasfemo no es un outsider de nuestra comunidad de valores, sino que blasfema desde un pilar de la misma que es la libertad de expresión, aunque esto no signifique, como alguno se atreve a afirmar, que lo haga sin riesgos. La representación del Mahoma de Voltaire no se enfrentaría ahora al ordenamiento jurídico sino al fanatismo. Este tiene su propio código, dicta sus sentencias y espera para ejecutar sus severas sanciones. Cuestiona así algo tan esencial como el monopolio del Estado en el uso de la fuerza y es por eso que, no debe olvidarse, los muchachos de Charlie Hebdo o Salman Rushdie no solo se han sacrificado por la libertad de expresión, lo han hecho también por del Estado de Derecho.

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