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Bioética

No hay una teoría única sobre el origen de la vida. Los creyentes se limitan a afirmar, sin entrar en disquisiciones científicas, que dios creó la vida como un don milagroso. En cambio, los científicos sostienen que, hace millones de años, la combinación de determinadas sustancias existentes en los mares, bajo condiciones dadas de temperatura, fue el origen de los seres vivos, cuya evolución empezó de inmediato.

Otro tema de discusión es si la vida es privilegio exclusivo de nuestro pequeño planeta o existe en la inmensidad del cosmos. La National Aeronautics and Space Administration (NASA) de los Estados Unidos, que es la agencia gubernamental responsable de los programas espaciales, detectó en el año 2009 la existencia de glicina en el cometa Wild 2 mediante las muestras recogidas allí por su sonda Stardust. La glicina es un aminoácido esencial para los seres vivos porque forma sus proteínas. Este descubrimiento contribuyó a confirmar las hipótesis formuladas anteriormente por varios científicos de que fueron los meteoritos y cometas que chocaron contra la Tierra hace millones de años los que trajeron la vida a nuestro planeta.

La NASA ha confirmado la presencia de esta molécula en el lejano cometa Wild 2 —que circula entre Marte y Júpiter— gracias a las muestras obtenidas por su sonda Stardust, que fueron enviadas a la Tierra en una cápsula de descenso.

Ya en 1994 un equipo de astrónomos de la Universidad de Illinois, dirigido por Lewis Snyder, aseguró haber encontrado la molécula de glicina en el espacio. Y el hallazgo de la NASA reafirma que el fenómeno de la vida se encuentra en el cosmos e incluso da sustento a las hipótesis científicas del origen extraterrestre de la vida en nuestro pequeño planeta.

La creación del primer cromosoma sintético, a partir de sustancias químicas fabricadas en laboratorio, está llamada a echar luz sobre los misterios de la vida.

Ante la sola posibilidad de que la ciencia biogenética pudiera alcanzar una explicación sobre el origen de la vida, el papa Benedicto XVI se adelantó a formular a comienzos del año 2008 una nueva lista de pecados graves encabezada por la manipulación genética.

El desarrollo de la ciencia genética y de la biotecnología ha planteado la cuestión filosófica, moral, teológica, jurídica y política de la clonación de seres humanos a partir de la posibilidad efectiva, probada con el experimento de la oveja Dolly en el Instituto Roslin de Edimburgo en 1996 y con numerosos experimentos posteriores, de clonar mamíferos. La humanidad ha quedado confrontada a la nueva realidad científica que es no solamente la factibilidad de recrear la vida al margen de lo que se ha considerado un proceso reproductivo normal sino también la posibilidad de romper la individualidad humana, o sea de engendrar “duplicados” de las personas. Lo cual, como es lógico, ha abierto la discusión acerca del derecho de cada persona a ser única y de todos los demás conceptos que giran alrededor de la unicidad humana. En la cultura occidental es especialmente estimado el valor de la individuidad —cada hombre es irrepetible— y se ha cuidado muy celosamente el derecho a mantenerlo.

Como resultado de los avances científicos de las últimas décadas, la ingeniería genética y la biotecnología se han aproximado no sólo a la posibilidad de fecundar in vitro el óvulo con el espermatozoide para obtener seres humanos de determinadas características de tamaño, inteligencia, aptitudes, color y etnia, sino además de reemplazar genes anormales o defectuosos por sanos mediante el procedimiento denominado gene replacing, de modo que pronto será factible científicamente eliminar las deficiencias y enfermedades genéticas y formar seres humanos mejor dotados física e intelectualmente. Ya se han logrado admirables resultados en ranas de laboratorio. Todo lo cual plantea no solamente el problema ético de la reproducción y selección de hombres por medios artificiales sino además el de la formulación de las leyes destinadas a regir la aplicación de la ingeniería biogenética a los seres humanos.

Estos y otros experimentos demuestran que se puede clonar un mamífero y que, desde el punto de vista biológico, es perfectamente factible clonar un ser humano. El procedimiento de una eventual clonación humana es exactamente igual al de la clonación animal: se toma una célula del tejido de la persona que quiere clonarse —célula que contiene el núcleo de ADN con toda la información necesaria para crear un ser humano— y se la cultiva y “reprograma” —se retrocede su reloj biológico, dicen los científicos— para convertirla en célula madre capaz de producir cualquiera de los trescientos tipos de células diferentes que tiene el ser humano. Con una aguja se extrae de un óvulo todo su ADN y se lo remplaza por el de la célula cultivada y “reprogramada”. Mediante una liviana descarga eléctrica se activan los genes embrionarios. Luego se implanta el óvulo en el útero de una madre para que a los nueve meses nazca un clon humano.

Esto significa que existe la posibilidad real de producir seres humanos a partir de células somáticas injertadas en óvulos. Todo lo cual nos llevará a una profunda revolución en las concepciones tradicionales sobre la vida humana, la muerte, el alma, el destino, el sexo, la reproducción, la paternidad y el parentesco.

Pero como todos los descubrimientos e invenciones científicos, la clonación es un arma de doble filo: puede servir para fines legítimos o ilegítimos. Depende de la ética con la que se la utilice. En poder de científicos responsables podría arrojar resultados benéficos para la humanidad, pero en manos de un racista hitleriano las consecuencias serían funestas.

Las últimas investigaciones demuestran que en el proceso vital de cada hombre gravita con peso determinante la cuestión genética en toda su complejidad. La individualización y diferenciación de los seres humanos dependen de los genes. Se puede modificar el curso de una vida humana por medio de la alteración de las células germinales. Y además es posible introducir genes normales en las células somáticas con deficiencias genéticas.

De ahí que el estudio del “código genético” es fundamental para enfocar el fenómeno de las enfermedades hereditarias que están presentes en los miembros de las sucesivas generaciones de una familia y para encontrar los genes responsables de esas enfermedades. El diagnóstico y la terapia genéticos formarán parte de la medicina del futuro. En la medida en que se puedan aislar los genes defectuosos y remplazarlos por copias de genes normales será posible prevenir o eliminar las enfermedades asociadas con aquéllos —por ejemplo: las alteraciones maniacodepresivas, las deficiencias cardíacas, las lesiones cerebrales congénitas, el cáncer o los males de Alzheimer o de Huntington que se transmiten por la herencia— y liberar a los seres humanos de estos padecimientos.

El diagnóstico genético podrá establecer si un individuo es portador de un gen que a determinada edad le generará una incapacidad física o mental o una enfermedad mortal. En el futuro será posible incluso que los padres conozcan si el hijo por nacer lleva un gen capaz de producir una muerte dolorosa y temprana o si el nuevo ser no tendrá posibilidad de una vida plena. Lo cual pondrá a los padres en el trance de optar por la interrupción del embarazo o por el nacimiento del hijo.

En realidad, los genes crean propensiones positivas o negativas, que se desarrollan con la influencia del medio ambiente. En este sentido, se puede decir que la genética crea una posibilidad pero no un determinismo, pues la genética y el medio ambiente interactúan permanentemente en el destino del ser humano.

Todo ello abre perspectivas inusitadas para la vida humana —con base en el diagnóstico y la terapia genéticos— aunque sin duda traerá también conflictos éticos, filosóficos, jurídicos, religiosos e incluso políticos de enorme trascendencia.

De ellos se ocupa la bioética, neologismo con el cual se designa la preocupación moral que suscitan los avances de la moderna ingeniería genética, que han ido muy lejos. La palabra viene del inglés bioethics, acuñada por el profesor norteamericano Van R. Potter de la Universidad de Wisconsin en su artículo “Bioethics. The Science of Survival”, publicado en 1970 en la revista “Perspectives in Biology and Medicine”, y después incorporada al vocabulario científico con su libro “Bioethics. Bridge to the Future” (1971).

La bioética comprende una serie amplia de asuntos, respecto de los cuales hace una medición moral, en su intento de regimentar la tecnología biogenética bajo los principios éticos: la >eugenesia, la >eutanasia, la clonación, la >transgénesis —o sea la alteración genética de animales y plantas—, el aborto, el suicidio asistido, el suicidio que causa daño a terceros, el tratamiento de enfermedades terminales, el derecho de los pacienes a morir con dignidad, el control de la fecundidad, la esterilización, la fecundación in vitro, la fecundación postmorten, la negativa del paciente a recibir transfusiones de sangre y medicamentos por razones religiosas, la donación y trasplante de órganos y tejidos, la implantación de órganos animales en seres humanos, el establecimiento de bancos de muestras biológicas (sangre, órganos, tejidos, genes) con fines terapéuticos y la prohibición de que ellas se conviertan en res extracommercium, la libertad de investigación científica, la experimentación biomédica y farmacológica con sujetos humanos y animales, la confidencialidad de los datos biomédicos de los pacientes, el manejo de los cadáveres con fines de investigación.

La clonación da a los hombres el poder —que los teístas y los deístas asignan exclusivamente a sus dioses— de crear réplicas de los seres humanos, con lo cual se plantea un problema bioético de la vulneración del sentido tradicional de la individualidad irrepetible de la persona humana. En diciembre de 1998 Francis Collins, al referirse al desciframiento del material genético del gusano caenorhabditis elegans realizado por los científicos Robert Waterston del Genome Sequencing Center de la Universidad de Washington en Saint Louis y John Sulston del Sanger Centre de Cambridge, declaró que “estamos más cerca que nunca de obtener el manual de instrucciones para construir un ser humano”.

Las religiones, tradicionalmente al anca de la ciencia —lo cual les ha obligado con el pasar de los tiempos a pedir perdón a Galileo o a dar explicaciones a Darwin—, impugnan la clonación. En un documento de la Biblioteca Electrónica Cristiana publicado en internet por VE Multimedios, ante la hipótesis de la extensión de la clonación a la especie humana, se afirma que “el alma espiritual, constitutivo esencial de cada sujeto perteneciente a la especie humana, es creada directamente por Dios y no puede ser engendrada por los padres, ni producida por la fecundación artificial, ni clonada”. Aunque tal afirmación no contiene muchas precisiones ni está sustentada científicamente, queda claro que la Iglesia Católica, como todas las iglesias, se opone a la clonación de seres humanos porque, según afirma, ella significa “una ciencia sin valores” y es un signo del “profundo malestar de nuestra civilización, que busca en la ciencia, en la técnica y en la calidad de vida sucedáneos al sentido de la vida y a la salvación de la existencia”. La Iglesia de Escocia ha declarado que “la clonación de seres humanos sería éticamente inaceptable por razones de principio” (1997); la Academia Pontificia para la Vida ha sostenido que la clonación humana “significaría una violación de los dos principios primordiales en los que se basan todos los derechos humanos: el principio de igualdad entre los seres humanos y el principio de no discriminación” (1997); y la Organización Islámica de Ciencias Médicas, la Oficina Regional de la OMS para el Mediterráneo Oriental, la Organización Islámica para la Educación, la Ciencia y la Cultura y la Academia Fiqh de la Organización de la Conferencia Islámica han concluido, en una reunión conjunta celebrada en Casablanca del 14 al 17 de junio de 1997, que “la clonación humana ordinaria, en la que el núcleo de una célula somática viva de un individuo se coloca en el citoplasma de un huevo sin núcleo, no puede ser autorizada”.

Para responder a los interrogantes bioéticos surgidos en las dos décadas anteriores, el Vaticano expidió el 12 de diciembre del 2008 el documento Dignitas personae —texto que actualizó el Donunm vitae de 1987—, en el que reiteró su condena a la clonación humana, a la investigación y uso de células germinales embrionarias, a la fecundación in vitro, a la “inyección intracitoplasmática” de espermatozoides, a la congelación y destrucción de embriones, al uso de la “píldora del día después” y al empleo de fármacos —como el RU6— que causan la eliminación del embrión.

El documento, preparado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, confiere al embrión humano “toda la dignidad propia de la persona”.

Sostiene que la vida humana debe crearse mediante la relación entre marido y mujer y no en el laboratorio. Consecuentemente, considera que sólo son lícitas las formas de procreación “que respetan el derecho a la vida y a la integridad física de cada ser humano y la unidad del matrimonio, que implica el derecho de los cónyuges a convertirse en padres solamente el uno a través del otro”.

Considera que la clonación humana es “intrínsecamente ilícita, ya que propone dar origen a un nuevo ser sin ningún vínculo con la sexualidad”, y que es además una forma de “esclavitud biológica”. Se opone incluso a la clonación terapéutica, ya que la producción de embriones con el propósito de destruirlos, “aunque sea para ayudar a los enfermos”, es “gravemente inmoral” puesto que “sacrifica una vida humana para finalidades terapéuticas”. No obstante, considera “lícito” extraer células madres de organismos adultos, del cordón umbilical o de tejidos de fetos muertos de muerte natural.

Se opone al uso de óvulos de animales, ya que considera “una ofensa a la dignidad de la persona” la combinación de elementos genéticos humanos y animales, “capaces de alterar la identidad específica del hombre”.

En casi todas las culturas se han formulado advertencias y aplicado castigos a los hombres que han tratado de aproximarse a los dioses de alguna manera. Por haber comido del fruto prohibido Adán y Eva fueron expulsados del paraíso terrenal. Según el relato del Génesis del Antiguo Testamento, los descendientes de Noé, que llegaron a la Mesopotamia y decidieron edificar una torre “que llegara hasta el cielo” para arrebatarle sus secretos, fueron castigados por su soberbia con la confusión de las lenguas. En la mitología griega se dice que Prometeo fue encadenado en una roca a causa de haber robado el fuego de Zeus para entregarlo a los hombres. Y la bella y seductora Pandora, por haber abierto la caja que le había confiado Zeus, el mayor de los dioses griegos, esparció por el mundo todas las desdichas humanas.

Éstas fueron algunas de las prohibiciones religiosas o míticas de que han dejado testimonio la historia y la mitología. La veda de hoy es la de entrar, con la manipulación genética, en los dominios de dios.

Las Naciones Unidas adoptaron el 9 de diciembre de 1998 la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos, elaborada por la UNESCO, que entre otras cosas busca prohibir la clonación de seres humanos. En el mismo sentido se han pronunciado el Parlamento Europeo (1997), la Organización Mundial de la Salud (1997), la Asociación Médica Mundial (1997), la Cámara de Representantes de los Estados Unidos (2001) y varias organizaciones intergubernamentales. Sin embargo, siete días más tarde de la resolución de las Naciones Unidas, científicos de Corea del Sur dirigidos por el doctor Lee Bo-yeon del hospital universitario de Kyonghee en Seúl anunciaron que habían clonado un embrión humano por la vía de insertar el material genético de una célula en el óvulo de una donante, aunque interrumpieron el experimento antes de que el embrión se desarrollara y se convirtiera en feto. Esta es la primera vez que un equipo de científicos cruzó la frontera de la clonación animal. Y si bien ellos afirmaron que su propósito no fue el engendro de personas sino la búsqueda de nuevos sistemas de curación para las dolencias humanas con base en la clonación de células, ha quedado claro que científica y tecnológicamente es factible crear un ser humano mediante métodos heterodoxos, tal como lo fue años atrás con la oveja Dolly y posteriormente con los ratones clonados de la Universidad de Hawai, con los terneros de la Universidad Kinki en el Japón, con el oso panda gigante en la Academia China de Ciencias, con la clonación de cinco cerdos por la PPL Therapeutics con sede en Edimburgo, con el camello clonado por los veterinarios árabes en Dubai y con muchos otros experimentos realizados en el campo de la >ingeniería biogenética. Los científicos surcoreanos bien pudieron seguir con el experimento y crear un ser humano en el laboratorio, pero renunciaron a hacerlo no se sabe si por consideraciones éticas o por temor. Poco después, en junio de 1999, se supo que científicos norteamericanos de la empresa Advanced Cell Technology de Massachusetts habían producido también por >clonación un embrión humano macho, utilizando los mismos métodos que permitieron el nacimiento de la oveja Dolly, y lo incineraron. En la especie humana el embrión es el producto de la concepción hasta fines del tercer mes del embarazo. Explicaron los científicos que su propósito apunta a producir en el futuro tejidos humanos para curar las enfermedades del sistema nervioso, la diabetes, el mal de Parkinson, la obesidad y, en general, las dolencias que tienen un origen genético.

En vano la mencionada Declaración de las Naciones Unidas proclama que “ninguna investigación relativa al genoma humano ni ninguna de sus aplicaciones, en particular en las esferas de la biología, la genética y la medicina, podrá prevalecer sobre el respeto de los derechos humanos, de las libertades fundamentales y de la dignidad humana de los individuos” y que el patrimonio genético de los seres humanos no puede estar sometido a intereses comerciales, pues la dinámica capitalista se mueve con extraordinaria fuerza en este campo y desborda todas las limitaciones jurídicas. Las casas comerciales, para resguardar sus investigaciones, han formulado una gran cantidad de peticiones de patentes a las entidades estatales que se encargan de estos asuntos. Pretenden reivindicar derechos sobre los genes y fragmentos de genes en un intento de proteger ahora la materia de su investigación para estudiarla a fondo después. Sin duda que ésta es una conducta irresponsable y una mala práctica científica. Aquí también está involucrada una cuestión ética —más precisamente: bioética— porque repugna la idea de que alguien pretenda ser dueño de una parte del ser humano. En el pasado a nadie se le ocurrió patentar el hígado o el páncreas ni reclamar derechos sobre ellos. Luego no hay razón alguna para que alguien pueda tenerlos sobre los genes. Lo que podrían patentar y registrar es el sistema para descodificarlos pero no el objeto de la descodificación, que son los genes. Del mismo modo que a nadie se le ocurrió patentar el cobre o el oro sino el método para extraerlos de la mina o para refinarlos.

Hay dos clases de clonación humana: la terapéutica y la reproductiva. La primera está permitida en algunos países bajo determinadas condiciones, pero la segunda está generalmente prohibida. Ambas se hacen con la misma tecnología que se utilizó para crear la oveja Dolly: se toma el ADN de un donante y se lo transfiere a un óvulo al que se le ha despojado de su núcleo, o sea de su material genético. Desde luego que la permisión de clonaciones terapéuticas allana técnicamente el camino para las clonaciones reproductivas, que son objeto de encendidas controversias en los círculos políticos, científicos y religiosos.

Se ha hablado mucho de la realización de clonaciones humanas, aunque no se han presentado pruebas de respaldo. En febrero del 2004 se publicó que un equipo de científicos surcoreanos, dirigidos por el profesor Woo Suk Hwang de la Universidad Nacional de Seúl, clonó y desarrolló treinta embriones humanos, de los que se extrajeron células-madres que servirán en algún momento para curar enfermedades. Pero un grupo de nueve científicos de la propia universidad coreana declaró en diciembre del 2005 que esa clonación no fue verdadera y que el equipo del profesor Hwang no pasó de clonar un perro.

Los políticos, científicos y teólogos contrarios a estos experimentos han considerado que atentan contra la ética por la destrucción de los embriones. Sin embargo, desde el punto de vista científico, estos avances tecnológicos de la medicina generan esperanzas de tratamiento y curación de diversas enfermedades, como el mal de Parkinson, la diabetes, el mal de Alzheimer y muchas otras dolencias.

A comienzos del 2004 el controvertido científico norteamericano doctor Panayiotis Zavos fracasó en su intento de fecundar una mujer de treinta y cinco años de edad a partir de la implantación de un óvulo de ella misma fertilizado con el ADN extraído de células de la piel de su esposo infértil. Sin embargo, el científico anunció que lo volverá a intentar hasta tener éxito. Pero el doctor Richard Gardner, de la Academia Nacional de Científicos de Inglaterra, comentó en ese momento que “embarcarse en la clonación humana con el nivel de conocimiento que tenemos ahora de lo que sucede en animales es asombrosamente irresponsable”.

Ante las críticas recibidas, especialmente de los círculos católicos, el doctor Zavos expresó que la Biblia manda “no matar” pero no “no clonar” y que ella “no especifica cómo los seres humanos deben reproducirse”. Agregó que a través de la clonación se puede ayudar a las parejas infértiles, mediante una reproducción asistida, a tener hijos biológicos propios después de que ellas hubieren agotado todos los demás métodos, dado que es “un derecho de todo ser humano tener un hijo, como regalo de la vida”.

En lo que pertenece al campo de la anécdota, la secta raeliana, fundada en 1975 por el experiodista francés Claude Vorilhon, que sostiene como uno de sus principios teológicos que la vida en la Tierra fue creada mediante el método de clonación por seres extraterretres (los elohim del Génesis) que llegaron hace 25.000 años en platillos voladores, anunció el 27 de diciembre de 2002 el nacimiento de Eva, una pequeña niña de 3,1 kilos de peso, que según ella fue primer ser humano clonado.

Por cierto que la única perspectiva desde la cual debe mirarse la bioética es la puramente científica y laica. Los dogmas, las consideraciones religiosas y las invocaciones teológicas son totalmente ajenos al enfoque científico del tema.

El 19 de diciembre del 2000 la Cámara de los Comunes de Inglaterra, después de cinco horas de acalorado debate, aprobó por 366 votos favorables y 174 en contra la clonación de embriones humanos con fines terapéuticos. Lo hizo a través de la enmienda a la ley de fertilización humana y embriología de 1990. Fue éste un paso audaz en una Europa reticente a la clonación humana. El debate parlamentario abordó la cuestión de la legitimidad de crear una vida humana con el único fin de salvar otra. La decisión parlamentaria permitirá a los científicos crear embriones de hasta catorce días de vida para extraer de ellos las células que dan origen a órganos humanos, a fin de curar ciertas enfermedades degenerativas como el mal de Parkinson, la fibrosis cística, el cáncer, el mal de Alzheimer, la diabetes o lesiones en la médula espinal. Según expresó el primer ministro laborista Tony Blair al momento de apoyar la clonación, “no podemos poner límites artificiales a la ciencia ni tampoco dejar que todo se desarrolle en un vacío jurídico y moral”. En cambio, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, bajo la inspiración del presidente George W. Bush, aprobó el 1º de agosto del 2001 un proyecto de ley que prohíbe la clonación de seres humanos.

Los conocimientos de la ingeniería biogenética se aplican hoy en diversos campos, incluido el de la agricultura. La producción de organismos genéticamente modificados en laboratorio —los llamados productos transgénicos— para mejorar la producción y la productividad agrícolas ha cobrado gran impulso en los últimos años. Grandes empresas transnacionales están dedicadas a esta línea de producción. Pero la manipulación genética tiene implicaciones morales, políticas, económicas, médicas y ambientalistas en el desarrollo de la sociedad.

En el campo de la ganadería la transgénesis, o sea la transferencia de los genes de un animal a otro de la misma especie o de especie diferente, confiere a éste características que no tenía originalmente. Puede ser más resistente, más fuerte, más sano, adaptarse mejor al medio, producir más, tener propiedades biológicas mejores y más alta capacidad de reproducción. Igualmente, en el ámbito de la agricultura la manipulación genética produce plantas más resistentes a las plagas, enfermedades, herbicidas, insecticidas y fungicidas.

Por tanto, la manipulación genética permite conseguir mayor rendimiento de los cultivos, producción todo el año, mejor tolerancia al manejo postcosecha y otras ventajas sobre los productos tradicionales. Las semillas modificadas en laboratorio pueden dar plantas que produzcan proteínas de mejor calidad nutritiva, aceites menos nocivos para la salud humana y nuevas sustancias de uso médico o industrial. Las frutas transgénicas maduran más lentamente, requieren menos fertilizantes químicos y resisten mejor el embalaje y el transporte.

Pero la transgénesis tiene implicaciones morales, políticas, económicas, médicas y ambientales. Tanto que se ha abierto un duro debate sobre el tema. Las primeras protestas surgieron de las organizaciones ambientalistas europeas, que hablaron de la ruptura de la cadena ecológica, y enseguida de las asociaciones de consumidores que argumentaron que tales productos eran peligrosos para la salud humana. Los científicos que impulsan la modificación genética de animales, plantas y organismos argumentan que los productos transgénicos están destinados a incrementar la producción mundial de alimentos para satisfacer las necesidades de una población humana en constante y rápido crecimiento. Sus impugnadores sostienen, en cambio, que tales productos no sólo entrañan una peligrosa alteración genética —con los riesgos de que aparezcan rasgos patológicos en los seres humanos, los animales y las plantas, perturbaciones en los ecosistemas y transferencia de nuevos trazos genéticos en otras especies— sino que además pueden causar daños irreversibles a la agricultura. Temen que el polen de plantas transgénicas, llevado por el viento a grandes distancias, afecte a otras plantas, como ocurrió en Europa años atrás con la polinización esparcida por la canola transgénica de origen canadiense. Hacen además mucho hincapié en la cuestión alérgica y afirman que la manipulación genética de los alimentos dirigida a producir proteínas con frecuencia crea elementos alérgenos.

Afirman además que la modificación genética puede producir plantas que den semillas estériles —mediante la técnica denominada terminator—, lo cual no permitiría a los agricultores reproducirlas a partir de sus propias semillas, como lo han hecho tradicionalmente, sino que les obligaría a comprarlas a las empresas oligopólicas para cada ciclo de cultivo.

Obviamente que en este campo, como en otros, la revolución genética es ambivalente: de un lado, trae avances tecnológicos y crea grandes posibilidades de producción; pero, de otro, agudiza las disparidades socioeconómicas. En el caso concreto de la aplicación de las tecnologías genéticas a la producción agrícola y del uso de semillas transgénicas, hay el riesgo de que los pequeños productores y campesinos pobres, sin posibilidades de acceso a las nuevas tecnologías, queden desplazados del mercado por las grandes y modernas empresas agrícolas. Cosa que ya ocurrió, aunque en menor escala, con la >revolución verde de los años 60 del siglo anterior. Estos trabajadores rurales que practican la agricultura familiar y de subsistencia, con costes más altos de producción —y que representan la mitad de los agricultores del planeta—, pueden quedar gravemente lesionados por el uso de las nuevas tecnologías.

Aquí hay otro problema de conciencia a la hora de tomar decisiones.

Lo cierto es que en torno a la modificación genética de los organismos hay discusiones encendidas. Los grupos ambientalistas y las entidades de consumidores sostienen que debe detenerse la producción de semillas, plantas y alimentos genéticamente alterados porque tienen efectos nocivos sobre la salud humana y dañan los ecosistemas, mientras que ciertos círculos científicos y las empresas transnacionales que se dedican a la producción de estas variedades agrícolas argumentan que la única manera de responder a la demanda alimentaria en las próximas décadas, en que la población humana crecerá a cifras descomunales, será por medio de la aplicación de los conocimientos de la ingeniería biogenética a las tareas de la producción agrícola. Lo cual crea un problema de conciencia para los gobiernos, que deben decidir si autorizan o no la producción y comercialización de las variedades transgénicas.

Rodrigo Borja

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