La visita del Papa Benedicto XVI a España no debe distraernos de que Josef Ratzinger también es jefe de Estado del Vaticano, esa isla política y espiritual de Europa que entraña un serio déficit en cuanto a avances democráticos, comenzando por la ausencia de sufragio universal. Para la elección de su máximo dirigente, se sigue llevando a cabo un ritual vetado a la mayoría de los pobladores de la Santa Sede y cuyo escrutinio es secreto y tan sólo se manifiesta a través de unas extrañas humaredas. Nada que objetar a que cualquier organización religiosa se dote de sus propias reglas de juego, pero en el plano político extraña que una responsabilidad de esta índole sea vitalicia y prácticamente inalterable.
¿Y qué decir de las políticas de igualdad? Las mujeres no participan en semejantes cónclaves para la elección del Sumo Pontífice sino que ni siquiera pueden ejercer como sacerdotisas ni presidir sus misas, una suerte de asamblea semanal o diaria de afiliados y simpatizantes. También preocupa su opaco régimen fiscal que ya en el pasado propició claros sobresaltos como los relacionados con la Logia P2 y el Banco Ambrosiano. Hace poco, la aparente implicación en operaciones de blanqueo de dinero negro del Instituto de Obras alertó sobre el papel de paraíso fiscal que hasta hoy juega el Vaticano.
Con todo el respeto que merece la presencia en España de Benedicto XVI, un líder espiritual al que debemos dar la bienvenida, al señor Ratzinger convendría exigirle que asuma al menos un compromiso de transición democrática. Bien podría sugerírselo cualquiera de los ministros que acuda al besamanos del Santo Padre.