Estos días se ha logrado parte de lo que llevábamos largo tiempo demandando: la publicación de las inmatriculaciones de la Iglesia católica en todo el Estado a partir de 1998, cuando el Gobierno de Aznar les permitió inscribir los lugares de culto, algo que ni siquiera Franco hizo. Desde el derecho romano, los templos fueron considerados bienes públicos (como lo son en Francia o Portugal), estaban fuera de comercio y no podían ser privatizados. Y, de serlo, basta ver los archivos de cualquier ayuntamiento para comprobar qué propietario pagó las facturas desde la primera campana al último copón.
No son 35.000. Son más que el doble si se cuenta lo inmatriculado desde 1946. Y la mayoría no son templos, sino casas y huertas municipales, tierras comunales, solares, escuelas, cementerios y plazas, registrados a cencerros tapados, sin más título de propiedad que el testimonio de unos obispos ladrones, convertidos en fedatarios públicos por un dictador para arrebañar el patrimonio de los pueblos. Un escándalo monumental. No debe extrañar que llevaran al Caudillo bajo palio.
En estos catorce años de pelea, desde que casualmente se descubrió esa práctica en Navarra, hemos visto a los obispos mentir como solo pueden hacerlo quienes saben que no hay Infierno. Dijeron que era cosa de cuatro ateos y saben que son las principales organizaciones cristianas de base las que más les exigen que dejen de avergonzarlos, que la doctrina del nazareno es otra cosa, que den a Dios lo que es de Dios y a los pueblos sus bienes comunitarios. Dijeron que querían proteger los templos y vemos que los están abandonando, vendiendo, alquilando, aunque todavía en pequeñas dosis, dada la presión ambiental. Dijeron que, aunque los Ayuntamientos constituían históricamente los patronatos de las iglesias, no significaba que fueran propietarios. Mentira que ellos mismos pusieron al descubierto al dejar sin inmatricular únicamente las iglesias cuyo patronato estaba en manos de señores feudales (en Navarra Oriz, Ayanz, Zeligeta, Etxalatz, Liberri, Arielz, Gorraiz, Otazu€) Porque lobo no come lobo y era más fácil robar los bienes a los pueblos que enfrentarse al Marqués de Vesolla, al Duque de Villarmosa o a Fabiola de Mora y Aragón. Y mienten repetidamente cuando dicen que los tribunales les dan la razón y ocultan que la sentencia más demoledora ha venido del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que en 2016 condenó al Estado Español a indemnizar a un particular de Palencia por una “violación continuada y masiva” de los derechos garantizados por la Convención Europea.
La excepción de la Comunidad Autónoma Vasca, donde hay muchas menos inmatriculaciones que en España, tiene doble lectura: por una parte muestra la arbitrariedad de un sistema que permitió 10.000 inmatriculaciones en Castilla y Léon y “solo” 500 en la CAV. Y arbitrariedad vasca también, si se tiene en cuenta que de esas 500, a Gipuzkoa pertenecen 365. Setién fue muy habilidoso, pues en los años 80, cuando no se podían inmatricular iglesias ni ermitas, se dedicó a inmatricular el terreno en los que estaban ubicadas, terrenos, por supuesto, de indudable origen público o comunal.
Pero la Iglesia no hubiera podido realizar el mayor robo de la historia sin cómplices. Franco les dio el poder inmatriculador en 1946. En 1978, aprobada la constitución, resultaba del todo inconstitucional que los obispos siguieran ejerciendo como fedatarios públicos e inscribiendo como si fueran registradores de la propiedad. Pese a eso, Aznar aumentó esas prerrogativas hasta que el propio PP, presionado por la opinión pública y viendo que ya tenían asegurado el botín, cambió la ley en 2015.
Fue el momento en que el PSOE podría haber sido coherente con sus protestas y presentar la demanda de inconstitucionalidad de la ley como se le solicitó, pero una vez más dobló la rodilla ante el dios del Gran Poder e impidió que esos privilegios pudieran ser declarados inconstitucionales. En consecuencia, generó una “amnistía registral” de todo lo inmatriculado, una indefensión jurídica para los pueblos y un escándalo que pasará a la Historia.
Ahora el PSOE, enfrentado a un disparate indefendible, ha hecho públicas las inmatriculaciones desde 1998, sabiendo que son muchas más desde 1978 y más aún desde 1946. Y con esa cara dura que sabe sacar en las grandes encrucijadas, nos vende la idea de que han abierto la puerta a la recuperación de esos bienes, como si fuera posible que los pueblos, la mayoría muy pequeños, presenten más de 70.000 demandas, sostengan la carga de la prueba y paguen pleitos hasta llegar a Europa, donde les dirán lo mismo que en el caso de Palencia: ha sido una “violación continuada y masiva” de derechos. ¿Qué parte de esa sentencia es la que no entiende el PSOE?
Este Gobierno puede y debe declarar la inconstitucionalidad de todas las inmatriculaciones hechas a partir de 1978 y cancelar de oficio los asientos practicados con certificación eclesiástica, por ser, amén de inmorales, nulos de pleno derecho. Eso sí, la jerarquía católica mantendría intacto su derecho a registrar aquellos bienes cuya titularidad pueda demostrar por los medios establecidos a tal fin, sin privilegio alguno. Como Dios manda.
Mientras, hay armas persuasivas que deben empezar a utilizar los pueblos: presentar expedientes de ruina, con sus consiguientes procedimientos sancionadores, para millares de iglesias que se están cayendo, y que los obispos no piensan arreglar, a la espera de que lo sigan haciendo –hace falta cara– sus antiguos y verdaderos dueños. Llevamos catorce años, pero esto no ha hecho más que empezar.