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Cabezas gigantes del rey-dios, en Nemrut Dagi.Frank Bienewald

Ateísmo para principantes

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Quien trata bien incluso a los seres inexistentes está más entrenado para extender su amabilidad a los seres existentes de todas las especies de la naturaleza

Hay un punto en común entre las docenas de religiones que hoy triunfan en el mundo y el viaducto de la autovía del Noroeste o A-6. El viaducto gallego, hasta hace muy poco, también tenía un gran éxito. Pero acaba de mandar, por desgracia, dos de sus tramos a criar malvas. A diferencia de las religiones que siguen tan campantes triunfando, el viaducto ha terminado fracasando estrepitosamente. El dictamen literal de los técnicos del Ministerio de Transportes dice que la única hipótesis de tan fatal desplome es “un vicio oculto” en la estructura del viaducto.

En su maravilloso libro Ateísmo para principiantes, el biólogo evolutivo Richard Dawkins explica cuál es también el vicio oculto de las religiones que las emparenta con el viaducto. Como católico acérrimo que fui de todas las creencias de la Iglesia católica y de sus ultrapoéticos dogmas —los surrealistas no pasaron de ser unos aficionadillos a los delirios comparados con san Pablo y los poetas de los Evangelios y del Antiguo Testamento—, he leído el libro de Dawkins con fascinación.

La primera parte del libro está encabezada por un epígrafe tan educado como magistral: “Adiós, Dios”. No me imagino al marqués de Sade —mi primer maestro en ateísmo—, ni a Friedrich Nietzsche, que diseccionó en vivo al cristianismo, ni a Michael Onfray, el autor del genial Tratado de ateología, controlando su furioso odio a las religiones y despidiéndose de Dios con tan medida cortesía. Yo estoy con Dawkins: a Dios, que tiene muy pocas probabilidades de existir, hay que tratarlo bien. Quien trata bien a incluso los seres inexistentes está más entrenado para extender su amabilidad a los seres existentes de todas las especies de la naturaleza.

“¿Cree usted en Dios?” es la pregunta que abre el primer capítulo del libro titulado ¡Demasiados dioses! Y la respuesta, claro, es: “¿Qué en cuál de los muchos miles de dioses que se han venerado en el mundo creo?”. Ni siquiera un mitógrafo tan sabio como el rumano Mircea Eliade, que fue exhaustivo coleccionando dioses podría decirnos cuántos miles de dioses ha creado la imaginativa mente humana. Quizá en Grecia incluso hoy puede que quede aún algún paleontólogo que siga creyendo en Zeus. ¿Pero hay algún húngaro, egipcio, iraquí o australiano que hoy venere a Ártemis, Snotra, Osiris, Tot o a los antiguos dioses babilónicos Hadad, Enlil o Marduk? Es muy poco probable.

La especie humana ha creado ese ejército de miles de dioses para explicarse el mundo, para entretenerse y, naturalmente, para lo más edificante que genera la religión: para edificar edificios de los tamaños y número de plantas más variados y así incrementar el patrimonio inmobiliario de las diversas iglesias. De paso es el momento de reconocer que la arquitectura religiosa le da en belleza sopas con ondas del Espíritu Santo a la arquitectura civil. Las confesiones judía, cristiana —en sus múltiples multinacionales (católica, ortodoxa, protestante, copta…)— y musulmana no despiertan la piedad del autor de Ateísmo para principiantes. Dawkins no cree en Yahvé, el dios de los judíos, que los cristianos adoptaron con el nombre de Dios y también adoptaron los musulmanes con el nombre de Alá.

Cuando alguien, como el propio Dawkins, se declara ateo no hay que pensar que él pueda demostrar que Dios no existe. La mente humana puede imaginar millones de cosas que nadie puede demostrar que no existan. El filósofo Bertrand Russell, autor de Por qué no soy cristiano, el antecesor británico más brillante de Dawkins, a la hora de ajustar cuentas con la religión lo explicó con la agudeza con la que él aclaraba todo. “Si yo le dijera a usted”, decía Russell, “que hay una tetera china orbitando alrededor del sol, usted no podría refutar mi afirmación”. Pero el que no se pueda refutar una cosa de ningún modo justifica que haya que creer en ella. Aplicando rigurosamente la lógica, todos deberíamos ser “agnósticos respecto a la tetera”. En la práctica negamos su existencia: “somos a-teteristas”. Respecto a la inexistencia de Dios, debemos proclamarnos técnicamente agnósticos: no podemos demostrar que no existe. Pero basta con desayunar bien —el cuerpo es muy sensible a los nutrientes y vitaminas— para pasar en un pispás del agnosticismo técnico al ateísmo radical. Los cristianos y creyentes de otras confesiones —sin necesidad de desayunar, en ayunas, como buenos atletas— no se andan con escrúpulos en la aplicación de la lógica y declaran para todas las horas del día y de la noche que la existencia de Dios es tan meridiana como el meridiano de Greenwich. El irracionalismo, el odio al demonio —el papa Francisco ha declarado que cree en el demonio—, al mundo, a la carne y a la ciencia. Este es el “vicio oculto” de las religiones con sus consiguientes secuelas: odio al divorcio, odio al aborto, odio al matrimonio homosexual, odio a la eutanasia. En una palabra, veneración de la muerte y odio a la vida.

Ramón Irigoyen es escritor.

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