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Ateísmo

Es la negación de la existencia de dios. No es la simple ignorancia de dios sino el rechazo o la negación deliberados y conscientes de la idea misma de su existencia.

El primer ateo de que se tienen noticias históricas fue el filósofo presocrático Anaxágoras de Clazomene (480-450 a. C.), quien fue condenado a muerte en Atenas por su ateísmo y tuvo que huir hacia Lampsaco, donde se dejó morir de hambre. Afirmó que el Sol no era un dios sino una piedra incandescente y que la Luna era una roca procedente de la Tierra que reflejaba la luz del Sol. El poeta Diágoras de Melos (465-410 a. C.) también se declaró ateo porque veía negada la existencia de dios por las perversidades del mundo y las injusticias que quedaban impunes.

En el curso de los siglos hubo muchos pensadores, filósofos y científicos que se declararon ateos, a pesar de los peligros que esta declaración acarreaba. Uno de ellos, el científico y librepensador italiano Lucilio Vanini (1585-1619) fue arrestado en Toulouse bajo la acusación de herejía, arrancado la lengua y quemado en la hoguera. Ese fue el precio que, por su descreimiento, le cobró la Iglesia católica.

El ateísmo cundió en los círculos intelectuales y científicos de Europa a partir de los descubrimientos de la segunda mitad del siglo XVII y principios del XVIII, especialmente el descubrimiento de la ley de la gravitación universal por Isaac Newton —que establece que la fuerza que ejerce una partícula puntual con masa m1 sobre otra con masa m2 es directamente proporcional al producto de las masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa— y de los demás descubrimientos del científico inglés en los ámbitos de las matemáticas, cálculo diferencial e integral, Física, Astronomía, Química y otros campos en los cuales operó su revolución científica, que tuvo impactos demoledores contra la teología. El parlamentario y escritor inglés John Redwood, citado por Peter Watson en su libro “Ideas. Historia intelectual de la humanidad” (2009), escribe que en aquel tiempo las librerías europeas empezaron a “rebosar de panfletos, folletos y periódicos dedicados a la amenaza atea”.

Los ateos franceses eran mecanicistas generalmente. Creían que el universo y el hombre eran aparatos mecánicos. El filósofo y médico francés Julien de La Mettrie (1709-1751), en su libro “El hombre, una máquina”, realizó un amplio análisis del universo y el hombre desde la perspectiva mecanicista y concluyó que no había espacio para un dios. Y Paul Henry Thiry, barón de Holbach (1723-1789) —ciudadano alemán afincado en París, que colaboró con Diderot en la Enciclopedia francesa— afirmó que el concepto de dios y de lo sobrenatural no pasaban de ser invenciones del cerebro humano. Dijo que fue el hombre primitivo, incapaz de explicarse los fenómenos de la naturaleza, quien forjó esas ilusiones.

La argumentación central del ateísmo es la que esgrime el escritor colombiano Fernando Vallejo en su libro “La Puta de Babilonia” (2007): “Aquí estoy sosteniendo dos cosas: que Cristo no existió y que Dios no existe. El que pretenda lo contrario lo tiene que probar, la carga de la prueba le corresponde al que afirma. Yo puedo afirmar que existe una montaña de diamante en Marte. Y a usted no le toca probar que no: es a mí al que me toca probar que existe”. Y agrega: “Dios es una explicación necia que no explica nada pues es tan difícil imaginar la eternidad suya como la de la materia”.

El filósofo francés André Comte-Sponville, en su obra “El alma del ateísmo” (2006), exhibe como uno de sus argumentos para no creer en dios la existencia amplia, desmesurada y atroz del mal en el mundo, que “proporciona una fuerte razón para ser ateo”. E invoca al respecto el testimonio del escritor latino Lactancio referido a Epicuro:

“O bien Dios quiere eliminar el mal y no puede, o puede eliminarlo y no quiere, o ni lo quiere ni puede, o lo quiere y lo puede. Si quiere y no puede, es impotente, lo que no es adecuado a Dios. Si puede y no quiere, es malvado, idea que es extraña a Dios. Si no puede ni quiere, es a la vez impotente y malvado, y por tanto no es Dios. Si quiere y puede, algo que sólo está al alcance de Dios, ¿de dónde procede entonces el mal, o por qué Dios no lo suprime?”

Es la vieja y elemental reflexión sobre cómo un ser eterno, omnisciente, todopoderoso, libérrimo e infinitamente bueno pudo crear un mundo tan cruel, despiadado y caótico, en el que campean la enfermedad, el dolor, el egoísmo, la injusticia, la barbarie y la violencia en todas las especies vivientes, y en que los terremotos, tsunamis, huracanes, tornados, sequías, inundaciones, erupciones volcánicas y otros desarreglos naturales matan, hieren y torturan a los seres vivos desde mucho antes de que apareciera el homo sapiens sobre la faz de la Tierra.

Y si al hombre pudiese culpar del caos y violencia en la naturaleza, habría que considerar que él no es más que una defectuosa artesanía, cuyos actos debieron ser previstos por su creador.

Sostiene el filósofo francés que “existen demasiados horrores en este mundo, demasiados sufrimientos, demasiadas injusticias —y demasiado poca felicidad— para que la idea de que haya sido creado por un Dios todopoderoso e infinitamente bueno me parezca aceptable”.

Es un mundo montado sobre el sufrimiento. La sobrevivencia de unas especies es a costa del dolor y la muerte de otras. Para poder subsistir unos miembros de la escala zoológica devoran a otros mientras son devorados por los más fuertes, en acatamiento de la ley implacable de que “el pez grande se come al chico”. La vida de unas especies se alimenta de la muerte de otras. Esa es la ley que rige y ha regido la cadena alimentaria a lo largo de millones de años en nuestro planeta. Y, en cuanto al hombre, desde que éste apareció sobre la Tierra —feroz animal depredador— se alimentó diariamente del dolor y muerte de muchas otras especies y de la destrucción de la naturaleza. Las cosas siempre estuvieron dadas así. El orden natural determina la eliminación de los más débiles en un proceso que Darwin habría de calificar como “selección natural” de las especies.

El pesimismo de Comte-Sponville va más más lejos. Dice: “mientras más conozco a los seres humanos menos puedo creer en Dios”. Declara que no tiene “una idea demasiado eleveda de la humanidad en general” ni de sí mismo, en particular, como para imaginar que Dios sea la causa tanto de esta especie como de este individuo. Rechaza la afirmación del Génesis de que “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”. Escribe: “Que el hombre descienda del mono me parece mucho más concebible, mucho más sugerente y mucho más parecido. Darwin, maestro de misericordia.” Y concluye que “creer en Dios es un pecado de orgullo. Sería atribuirse una gran causa para un efecto tan pequeño. El ateísmo, al contrario, es una forma de humildad. Somos hijos de la tierra (humus, de donde procede “humildad”) y esto se nota…”

El filósofo galo declara, con no poco candor, que preferiría que la divinidad fuera cierta y exclama: “¡si soy ateo es porque preferiría que Dios existiese!”

Como consecuencia del rechazo a la idea de dios, el ateísmo considera que las religiones no solamente son cosas tontas sino también peligrosas porque invaden el ámbito de lo público, fracturan las sociedades y siembran fanatismo, intolerancia y violencia.

El ateísmo ha tenido manifestaciones filosóficas y políticas muy importantes en diferentes épocas históricas, en sus luchas contra los prejuicios religiosos, las tendencias teocráticas, el afán de establecer una religión de Estado y los apetitos de poder de ciertos sectores del clero. Tomó mucha fuerza con la actitud mental y el pensamiento racionalista del hombre del Renacimiento, ávido de buscar la verdad y de desgarrar todo dogma, y más tarde con el movimiento filosófico y cultural del siglo XVIII que se denominó la Ilustración.

Los filósofos de la Ilustración afirmaron, con arrogancia, la verdad humana contra la divina y anhelaron, al decir del más joven de los enciclopedistas franceses, Marie-Jean Condorcet (1743-1779), el advenimiento de una época en que todos los hombres fueran libres y no reconocieran otro amo que su propia razón.

Es válida, sin embargo, la crítica que el <agnosticismo hace tanto al ateísmo como al >deísmo: la inteligencia humana, por sus limitaciones y carencias, no está autorizada para afirmar ni negar la existencia de dios. Resulta tan arbitrario sostener la una tesis como la otra. Hay que tener conciencia de que las limitaciones del cerebro humano y la menguada experiencia vital del hombre sobre la Tierra, como individuo y como especie, no le permiten aventurarse en afirmaciones metafísicas sobre lo absoluto.

Como una variante del ateísmo está el enteísmo, que es la teoría filosófica que no reconoce otra existencia de dios que la que le da el pensamiento o la imaginación del hombre.

El científico, escritor y humanista inglés Richard Dawkins, profesor de la Universidad de Oxford y autor de varios libros científicos, entre ellos “El gen egoísta” (1976), “El fenotipo extendido” (1982) y “The god delusion” (2006), proclama y defiende el ateísmo como posición filosófica frente al mundo y a la vida. Con su cientificismo irreligioso sostiene que la fe es ciega y exige al hombre conformarse con el desconocimiento, mientras que la ciencia se basa en evidencias, a partir de las cuales desentraña el universo y sus realidades.

Dawkins, en un debate sobre la existencia de dios contra el pensador y cristiano John Lennox del Whitefield Institute de Oxford, el 3 de octubre del 2007 en la Universidad de Birmingham, Alabama, expresó que “no hay una buena razón para creer en un creador sobrenatural” y que “las explicaciones religiosas acerca de cómo se formó el mundo —como el creacionismo— son limitadas y anticuadas, especialmente hoy en que la ciencia moderna ofrece un mejor entendimiento de la existencia de la vida”. Sostuvo que “la ciencia usa la evidencia para descubrir la verdad del universo” mientras que las religiones “nos enseñan a quedar satisfechos con lo que no entendemos”. De esta manera, las religiones “cortan de raíz todo intento de entender el universo y proporcionan respuestas fáciles respecto de su existencia —atribuyendo el cosmos a un hacedor— y así eluden ulteriores preocupaciones sobre el problema”. Concluyó que los avances de la ciencia han llevado al hombre a “emanciparse de aquel impulso de atribuir esas cosas a un creador”.

Su oponente respondió: “Mi fe en Dios y en Cristo como hijo de Dios no es una ilusión. Ella es racional y está basada en la evidencia. Parte de esa evidencia es objetiva, parte viene de la ciencia, parte viene de la historia y parte es subjetiva y procede de la experiencia”. Con el argumento de que “la ciencia se levantó sobre una base teísta”, Lennox trató de destruir la afirmación de Dawkins de que hay antinomia entre ciencia y religión.

El científico inglés, hablando sobre el viejo tema de quién creó al creador, afirmó que hasta la presente fecha la ciencia no tiene respuesta acerca del origen del universo aunque el darwinismo explica cómo se originó y se desarrolló la vida. “En este sentido, bien puede decirse que la cosmología está esperando su Darwin”, afirmó Dawkins.

Lennox respondió que “a Dios no se le ha creado porque es eterno” y que “judios ni musulmanes ni cristianos podrían creer en un Dios creado” porque, entonces, no sería dios. Y, valiéndose de una referencia de orden personal, pretendió rebatir la afirmación de que la existencia de dios no puede ser científicamente probada: dijo que “Dawkins creía que su esposa le amaba, a pesar de que ese hecho no es probable científicamente”.

Según Dawkins, el pensamiento religioso cae siempre en “la tentación de tomar la fácil idea de un Creador y decir que él movió las “perillas” del universo y del big bang en la forma correcta” para generar el cosmos y la vida.

Y, en lo que a los valores éticos se refiere, el etólogo británico sostuvo que “las personas son capaces de discernir entre lo que está bien o lo que está mal sin necesidad de acudir a la Biblia”. Si la gente toma su moralidad de la Biblia o el Corán su moralidad será horrible y despreciable. “Tanto si actúas por temor de dios como si tratas de absorberlo, ninguna de las dos actitudes es noble”.

Ciertas creeencias, como la de la vida después de la muerte, se esparcen porque son atractivas, sostuvo Dawkins. “A la gente le desagrada la idea de morir y prefiere la idea de que sobrevivirá a su muerte”, dijo. Y agregó: “Si un ser querido muere, es alentador sentir que está en alguna parte interesándose por uno y que algún día lo volveremos a ver”. Estas creencias son parte del consuelo que dan las religiones y por eso se las acepta. “Pero lo alentador no es necesariamente cierto”, razonó el pensador inglés, “y es una especie de cobardía intelectual decir: debemos dejar que la gente se revuelque en sus ilusiones porque eso le consuela”.

A lo cual replicó Lennox que el ateísmo es una ilusión o engaño: “Si no hubiera resurrección —como afirman los ateos— los terroristas y fanáticos se fueran sin castigo”.

El debate dejó en claro la irreductible contradicción entre creyentes y no creyentes.

En concepto de Dawkins, las sociedades impregnadas por la religión son terriblemente discriminatorias. En la Inglaterra actual —se quejó en el canal 4 de TV de Londres en enero del 2006— “es imposible ser elegible para un cargo público si se es ateo”. Es una sociedad injusta que obliga a los ateos a ocultar su posición filosófica. Y las cosas son peores en los Estados Unidos. Allí un ciudadano ateo no es elegible para función pública alguna.

La gente se ha acostumbrado a la idea de que la religión debe estar al margen de toda crítica y cuando un ateo no observa esa línea de conducta es tachado de “arrogante”, “iracundo” o “intolerante”, afirmó Dawkins.

“La fe religiosa es un subproducto de la tendencia infantil de creer lo que nos dicen nuestros padres”. Los cerebros de los niños “nacen con una regla empírica: cree lo que te dicen tus padres”. Los niños, dice Dawkins, reciben consejos de sus padres: no te metas en el fuego, adora a los dioses de la tribu. Y el cerebro infantil está preprogramado para creer y obedecer lo que los padres digan.

En su libro “Unweaving the Rainbow”, escrito a finales de los años 90 del siglo XX como respuesta a la imputación que se le hacía de que su visión del mundo era fría y desolada, Dawkins escribió: “La vida es preciosa. Nunca tendremos otra. Es ésta. No la desperdicien. Abran sus ojos. Abran sus oídos. Atesoren las experiencias que tengan y no pierdan su tiempo preocupándose sobre una futura, inexistente, vida después de la muerte. Procuren hacer ahora el mayor bien posible a los demás”.

Dawkins pidió a sus herederos que estas palabras, que están al comienzo de su libro, se leyesen en su funeral.

Afirma el novelista y ensayista mexicano Jorge Volpi, en un artículo publicado en el 2007, que “la tradición atea ha sido sistemáticamente oscurecida en la historia intelectual por los poderes religiosos que han gobernado —y aún gobiernan— al mundo”. El pensamiento de todos quienes no se sometieron a los dioses de su tiempo ha sido colocado en lugares secundarios de la historia de las ideas. Según Volpi, después de la tradición de La Mettrie, Helvetius, Sylvain Maréchal y el Barón d’Holbach, hubo que esperar el “terremoto desatado por la tríada infernal del siglo XIX: Darwin, Marx y Nietzsche, para que el ateísmo recuperara un lugar preponderante en el pensamiento occidental”.

Sostiene que la forma radical de ignorancia y de negación de la razón, que es la fe, ha llevado a sacerdotes, pastores, imanes, rabinos y demás agentes religiosos a la megalomanía colectiva de considerarnos el centro del universo, en el que todo está dispuesto en función de nosotros.

En su “The Portable Atheist” (2007) —que contiene una antología de textos contra las religiones que abarca dos mil años de historia: desde Lucrecio hasta Ayaan Hirsi Ali— el filósofo británico Christopher Hitchens, estadounidense por nacionalización, sostiene que las religiones —todas ellas— se alimentan del miedo y la ignorancia de los grupos primitivos a los fenómenos de la naturaleza que no sabían explicar. Afirma que allí surgieron las verdades reveladas, inmóviles y obligatorias que pretendían una explicación mítica de fenómenos naturales que la ciencia analiza satisfactoriamente. Hoy como ayer, ante las dificultades actuales, las religiones ofrecen una vida maravillosa cuando llegue la hora del fin del mundo. Pero mientras eso ocurra, desprecian la vida terrena, justifican el sufrimiento y legitiman la violencia, “desde la Inquisición hasta el terrorismo islámico”.

Hitchens define a la religión como “el enemigo más viejo de la humanidad”. Afirma que la filosofía, la ciencia y el sentido común han descalificado sus argumentos. Las evidencias científicas han probado que las afirmaciones religiosas sobre la existencia de dios, el origen del mundo, la curación de las enfermedades o los desastres naturales son falsas, de falsedad absoluta. La filología demuestra el plagio de los textos sagrados entre las religiones y su inconsistencia. Dice que los teólogos intentan vanamente reconciliar textos primitivos y míticos con evidencias científicas que, pese a todos sus esfuerzos por encubrirlas, han resultado inocultables. Coincide con Richard Dawkins en que “las religiones se conforman con no investigar y proclamar una interpretación inamovible”. Un texto de Bertrand Russel —que cita Hitchens— sostiene que ellas han perdido en los últimos cuatrocientos años todas sus batallas contra la astronomía, la geología, la física, la medicina, la anatomía, la fisiología, la biología y las demás ciencias. Y añade Hitchens que la historia enseña la responsabilidad de las religiones en las guerras, los genocidios, las persecuciones de grupos minoritarios, la represión sexual, la discriminación de la mujer y la sofocación de la libertad de pensamiento y de expresión.

The Portable Atheist. Essencial Readings for the Non-Believer es una recopilación de textos escritos por 47 autores —filósofos, poetas, novelistas y científicos— a lo largo dos mil años. Contiene la evolución del pensamiento ateísta en la historia. Empieza con un texto de Thomas Hobbes referente a que el miedo y la ignorancia hicieron que los hombres inventaran los dioses. Defiende el derecho a pensar en forma diferente y rinde homenaje a quienes lo defendieron cuando eso estaba prohibido. Hitchens dice que la historia de las persecuciones es muy dilatada: desde Lucrecio en la Antigüedad hasta Salman Rushdie y Ayaan Hirsi Ali, condenados a muerte por el fundamentalismo islámico en nuestros días. Critica a quienes adoran a un dios omnipotente, omnisciente, omnipresente y bondadoso, que sin embargo castiga a los inocentes, prohíbe el pecado pero lo posibilita, está celoso de otros dioses, ha escogido un solo pueblo entre todos los que ha creado.

Rodrigo Borja

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