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Asia, la última frontera del catolicismo

Dos monjas birmanas pasan por delante de un cartel del Papa Francisco. JORGE SILVAREUTERS

Francisco regresa a Asia, a la que lleva en el corazón desde joven jesuita. A dos países periféricos (Myanmar y Bangladesh). Para seguir ‘deslocalizando’ el Vaticano y, si acaso, recentrándolo en el Cristo de los pobres desde estos dos países asiáticos parias económicamente y muy alejados de los intereses de poder del orbe católico.

Asia sigue siendo la última frontera del catolicismo. El continente religioso por antonomasia, cuna de las más antiguas y mayores religiones de la humanidad, sigue pareciendo impermeable a la fe cristiana. De hecho, todavía hoy, el catolicismo representa sólo al 3% de los asiáticos. Una gota en el mar, que se hace más evidente en este caso. Porque Myanmar sólo cuenta con el 1,27% de los católicos entre un inmenso mar azafrán budista de cerca de 52 millones. Y, en Bangladesh, los católicos sólo alcanzan el 0,3% de los 160 millones de habitantes del país.

«Aquí, la inmensa mayoría cree que el jefe del cristianismo es Donald Trump», explica, desde Daca el misionero marista Eugenio Sanz, que lleva décadas en el país, atendiendo a los niños y jóvenes que, en semiesclavitud, se dedican a la recolección del té.

¿Qué pinta el Papa en dos de los cinco países más pobres del mundo, donde la inmensa mayoría de la población ni siquiera lo conoce, a pesar de ser un líder global? Se va a sumergir en el «corazón» de Asia. Para echar aciete sobre sus muchas y profundas heridas. Para volver a clamar, allí, a pie de obra, que es un pecado de lesa humanidad el que se está cometiendo con la minoría rohingya, que vaga, precisamente, entre las fronteras de Myanmar y Bangladesh. Para repetir que el dios de su Dios es la sacrosanta dignidad de cada persona humana.

Aunque no consiga solucionar del todo el problema de los refugiados, Francisco quiere seguir encarnando la parábola del buen samaritano. La Iglesia hospital de campaña en acción, en medio de las miserias más atroces del mundo. Para tocarlas con su ternura. Sin proselitismo de ningún tipo. Sin esperar nada a cambio. No suelen convertirse al cristianismo ni los musulmanes ni los budistas.

El cristianismo, que conformó Occidente desde Constantino en adelante, es visto en Asia como una religión «moderna», extranjera (a pesar de haber nacido también en el Asia Menor), sin arraigo, con una doctrina y unos ritos muy alejados de su sensibilidad religiosa ancestral. A esta impermeabilidad cuasi natural de Asia al cristianismo, hay que sumar los errores cometidos por la propia Roma.

Hubo un momento en que la enorme China estuvo a punto de ofrecer carta de ciudadanía al catolicismo inculturado de Matteo Ricci, pero Roma tachó los sabios intentos del jesuita de «herejías» y «supersticiones». Y como tales, los mantuvo hasta 1939, cuando, por voluntad de Pío XII, un decreto de Propaganda Fide rehabilitó el método jesuita. Como casi siempre, con siglos de retraso y un daño inmenso a la expansión de la fe católica. De hecho, la única nación asiática mayoritariamente católica es Filipinas. En todas las demás (incluida la inmensa China), el catolicismo es residual.

Aún así, Francisco regresa al continente al que quiso entregar su vida, sin conseguirlo. «Usted no es tan santo como para convertirse en misionero». Así contesta el General de los Jesuitas, Pedro Arrupe, al joven Jorge Mario Bergoglio, que le suplica que lo mande de misionero a Asia, más en concreto, al Japón. Al instante, quizás para suavizar la negativa, el Prepósito vasco añade: «Usted tuvo una enfermedad de pulmón; eso no es bueno para un trabajo tan duro«. Era el año 1965. Arrupe visitaba Argentina y Bergoglio tenía 29 años, y era «maestrillo», la etapa de dos años en la que los seminaristas jesuitas interrumpen sus estudios para dedicarse a dar clases en algún colegio de la orden.

Desde entonces (y desde mucho antes), Bergoglio lleva Asia en su corazón. Fue su sueño juvenil, truncado por la enfermedad. Un sueño compartido con otros muchos jesuitas. Porque Asia forma parte del adn de la Compañía. Desde nuestro Francisco Javier hasta Matteo Ricci, el continente asiático funcionó como un imán seductor para oleadas sucesivas de «compañeros de Jesús».

Al Papa Benedicto le gustaba la esfera, en la que cada punto de la superficie es equidistante del centro romano. De ahí su eurocentrismo teórico y práxico. Ratzinger siempre pensó que, si el catolicismo volvía a conquistar la cultura y la intelectualidad europeas, el efecto contagio llegaría a todas partes de la mano de la potencia intelectual de Europa.

A Francisco, en cambio, le encanta el poliedro, en el que cada cara es original y encierra diversas potencialidades. Asia es, para el Papa Bergoglio, la cara del poliedro que precisamente Matteo Ricci llamaba «el fin del mundo».

Un papa venido del «fin del mundo» que visita el otro «fin del mundo», al que quiere convertir en una prioridad de la Iglesia. Pero en clave de misericordia. Francisco quiere un catolicismo que gane adeptos por su capacidad de atracción samaritana, por su solidaridad encarnada y por su ternura Una Iglesia en salida, centrada en el diálogo y con la mano tendida a creyentes de todos los credos y no creyentes. Ésa es la imagen de marca católica con la que el Papa quiere volver a presentar a la Iglesia en Asia.

Derribar el telón de bambú es el gran reto de Francisco. Juan Pablo II contribuyó a derruir el de acero. Ahora le toca a Bergoglio cumplir el gran sueño de los últimos Papas: poner el pié en Pekín y conectar con el alma china. Un telón que se le resiste. Por eso está rondando a su alrededor. Primero por Corea, Filipinas e Sri Lanka. Ahora por Bangladesh y Myanmar. Con su sueño misionero por fin realizado. Aunque sólo sea por seis días.

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