En esto de las jerarquías eclesiásticas nunca he tenido muy claro si el arzobispo es más o menos que el obispo ni si el obispo está por encima o por debajo de Canterbury. Lo único seguro es que debajo de todos está el monaguillo, quien, no obstante, sería el primero en caso de montar una conga sacristía adelante, aúnque sólo fuese por aquello de los primeros serán los últimos en el reino de los cielos.
Del reino de los cielos nada se sabe, del de Granada, en cambio, lo sabemos todo o casi todo. Desde el santo refugio de violadores camuflados de sacerdotes hasta las cuentas pantagruélicas del arzobispo Javier Martínez, que las lees y te cansas. Mil doscientos euros al mes, dos o tres mil euros mensuales con Visa Oro a cargo de la diócesis, más ciento ochenta mil euros anuales libres de impuestos para gastos extras, que hay que ver lo que debe gastar el buen hombre. A eso hay que sumar tres secretarias, el chófer, el coche oficial, una gobernanta, una cocinera y una empleada de la limpieza. El arzobispo da trabajo él solo a media Granada, no como su antecesor en el cargo, Antonio Cañizares, que era un rácano que sólo tenía un secretario y una asistenta a media jornada. Aparte de eso, para paliar la altísima tasa de paro granadino, ha colocado a medio centenar de amiguetes en una bacanal de puestos e instituciones con las que se funde el dinero del cepillo. Menos mal que es cristiano y calza alzacuellos porque podía habérseles colado en el arzobispado de Granada el Sha de Persia.
Como lo de multiplicar panes y peces ya está anticuado, el arzobispo prefiere multiplicar gastos. Entre nóminas y otras cosillas, el monto asciende a casi cinco millones de euros. Cualquier día de éstos, con la calderilla que le sobra, Martínez se compra la Alhambra, si algún día le hiciera falta comprarla y si no fuese porque el estado español, generoso y aconfesional como él solo, le regala edificios patrimonio de la Humanidad a la iglesia como si una mezquita fuese una portería. Entonces uno cae en la cuenta de que el arzopisbo vive a todo trapo en un palacio de un kilómetro cuadrado y se pregunta para qué diablos iba a querer este hombre la Alhambra, salvo para montar un parking. Al lado de la vidorra que se pegan Martínez y su séquito granadino, lo de Boabdil y los nazaríes era una comuna hippy. Es lógico que el arzobispo Martínez crea en Dios, porque lo suyo sí que es un milagro.
En medio de una iglesia que intenta un tímido lavado de cara con un Papa argentino que predica la austeridad mediante el ejemplo al vivir en un apartamento de cincuenta metros cuadrados, el catolicismo español se pone verraco. Cuando Jesucristo decía que la iglesia iba a ser piedra de escándalo, a lo mejor no se refería los excesos del arzobispo Martínez ni a esa otra secta gallega de pederastas dedicados en cuerpo y alma al abuso de menores, el lavado de cerebros y el blanqueo de capitales. Catolicismo de toda la vida, como decía mi profesor de latín que nos explicó una vez la etimología del término “sacerdote”: del persa “sha”, y del castellano “cerdote”.