Son ya muchas las personas que han pronunciado esta frase, y además la practican. Aquello del “devoto sexo femenino” de tiempos relativamente recientes pasó ya a la historia, y la mujer toma felizmente conciencia de la tremenda injusticia, e inútil barbaridad, que le supone a la humanidad la marginación a la que está sometida, con escalofriante y pagana referencia para el comportamiento de Nuestra Santa Madre la Iglesia.
Tal vez resulte de utilidad advertir que, entre otras cosas, no se trata de “la” Iglesia, sino de “esta” Iglesia fabricada institucionalmente, y de la que el papa Francisco expresa serias dudas sobre su fecundidad, a semejanza con el ideal, del que hay nítida y perdurable constancia en los santos evangelios.
Las razones veraces que les asisten a quienes, por esto, deciden optar por la defección, deserción o abandono de la Iglesia, son de este orden:
La Iglesia- esta Iglesia- es soberanamente machista. Avergüenza tener que decirlo y más verse obligado a reconocerlo con documentación, y expresivos y elocuentes detalles humanos y “divinales”. Es machista, y en su propia raíz del árbol del mismo Paraíso Terrenal, actúan con perseverancia y rigor, al igual que en sus ramas. Al amparo del patriarcalismo arcaico y antinatural, se cosechan los frutos más denigrantes, que se precian y aprecian de culturales y también de religiosos, con innegable proyección de futuro para esta vida y para la otra.
Multitud de mujeres se borrarán, o ya se borraron, de la Iglesia, educadas en inamovibles principios de su teología moral, en relación con la sexualidad, y más concretamente con la ejercida en la intimidad del santo sacramento del matrimonio. Con la connotación de “pecado mortal”, por el llamado “débito” contractual inherente al contrato sacramental, la mujer casada, tiene el inexcusable deber de entregar su cuerpo -todo su cuerpo- al hombre, con el fin de que, sin ningún miramiento, sin respeto y aún sin amor -cariño, pueda hacer él, su marido, cuanto le apetezca, sin excesivos melindres como persona y como ser racional.
Aunque a algunos y algunas les pueda parecer excesivo e irrespetuoso este diagnóstico y apreciación, según la doctrina oficial que se mantiene, se cultiva y santifica la Iglesia “en el nombre de Dios” esto es lo que es y lo que tiene que ser. La “mujer-pecado”, y “objeto -sujeto- de pecado”, activa o pasivamente, es doctrina eclesiástica común en la praxis religiosa.
La constatación de que ni el mismo papa Francisco se haya decidido ya, y efectivamente, a afrontar con hechos el tema de la marginación atroz que padece la mujer en la Iglesia de su “franciscanismo” pontificio, es más que razonable incitación a que el pesimismo respecto al futuro imponga y afiance las razones para abandonar la Iglesia, en cuyo espacio y consideración, su redención como persona y como ser bautizado, sigue encontrándose a tan largas, insalvables y onerosas distancias de lugar y de tiempo.
En idéntico contexto es obligado situar y juzgar el hecho de que, precisamente en los temas relacionados directamente con la mujer en los movimientos piadosos más representativos y con las correspondientes bendiciones apostólicas, el trato que se les confiere a ellas es de segunda o tercera división, con imposibilidad de asimilarse a los movimientos, si son masculinos. Olvidare de cuestionar si el sexo es masculino o femenino, para así santificar y proporcionarles el “Nihil Obstat” de su aprobación, equivaldría -equivale- a dejar bien claro que en la Iglesia una cosa es ser hombre y otra, menos digna, es ser mujer.
El dato de que todavía “suene rematadamente mal” hasta la posibilidad de que la mujer llegue a ser nombrada cardenal, obispo o sacerdote, mientras que al hombre como tal -“vir baptizatus”- les sean abiertas todas las puertas jerárquicas, le significa hoy a la mujer una dificultad infranqueable para seguir perteneciendo a la Iglesia. Estudiado y valorado el comportamiento que en el resto de actividades, trabajos, profesión… ejerce gloriosamente la mujer, igual o superior, que el que efectúa el hombre, no es difícil concluir que la Iglesia, y lo eclesiástico, de no cambiar pronto y radicalmente el panorama, no son aspiración y meta femeninas. Los hechos son los hechos, pese a que interpretaciones eclesiasticoides benevolentes prefieran reflejarlos y contabilizarlos de otra manera, con descalificación y anatemas “ministeriales” de quienes se limitan a presentarlos con veracidad y realismo.
El tema de la mujer-monja sobrepasa cualquier ponderación y medida. Todo, o casi todo, de cuanto se ha referido acerca de las seglares o laicas, en la Iglesia, – Congregaciones, Órdenes, instituciones y aún Confederaciones de monjas-, se elevan al máximo del disparate y la desconsideración respecto a las “esclavas del Señor”, por antonomasia. Colonizadas la mayoría de ellas por sus santos padres fundadores, capellanes y directores espirituales, tratadas como “infantiles a perpetuidad” en el Reino de Dios, con iniciativas tan reducidas y “en virtud de santa obediencia”, la “demonasterización”, y aún la despersonalización, están servidas con generosidad y como ofrendas consagradas a Dios. El cierre a perpetuidad, y la venta, de conventos de clausura por falta de vocaciones, es una de las lacras dolorosas que padece la Iglesia, sin que el futuro pueda otearse con las nítidas notas de los motetes o de las aleluyas pascuales.
La incapacidad de hacer uso constitucional de algún tipo de huelgas, como reivindicación secular o regular de la mujer en la demarcación eclesiástica, cercena aún más sus legítimas posibilidades de ejercer como miembros activos dentro de esta institución religiosa.
“Si fuera mujer, me borraba de la Iglesia” no es, por tanto, una barbaridad de corte y contenido anticlerical. Tampoco es una tontería. Es frase que será preciso someter a análisis y a autocrítica por parte de muchos, preferentemente procedentes de los escalafones jerárquicos. De los malos tratos contra la mujer, no se libran siquiera los miembros de institución tan sagrada.
Antonio Aradillas
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