Finalizando el año 2015, nos encontramos con unas sorprendentes declaraciones realizadas por Demetrio Fernández, obispo de Córdoba, que aludiendo a las familias decía que los hijos deben nacer del “abrazo amoroso de los padres” pero “nunca como fruto de un aquelarre químico de laboratorio”.
Cuando escuché estas declaraciones no salía de mi asombro: junto a la repugnancia que me provocaba semejante ofensa hacia aquellas parejas que, por imposibilidad de tener los hijos deseados a través de una relación natural, acudían a los avances de la ciencia médica (fuera inseminación artificial, fecundación in vitro u otros métodos) para lograr ese sueño de tener descendencia propia.
De modo inmediato, vino a mi mente el recuerdo de dos hermanos gemelos que nacieron por fecundación in vitro de una pareja amiga de profesores. A ambos, y por petición del padre, les estuve impartiendo clases de dibujo cuando eran más pequeños, puesto que tenían grandes dotes naturales en esta disciplina artística. En la actualidad son dos risueños adolescentes con los que de vez en cuando charlo para ver cómo van en sus estudios.
De igual modo, y puesto que me muevo dentro del mundo de la educación artística, acudieron prestas las imágenes que nuestro genial Goya plasmó de esa visión que se tenían de los aquelarres en épocas en las que las creencias en demonios, brujas y todo tipo de supersticiones eran corrientes en la población, dado que también eran fomentadas por los poderes políticos y religiosos para mantener en la ignorancia y el sometimiento a una población iletrada.
Así pues, me ha parecido interesante para comprender el significado de las palabras del obispo de Córdoba comentar dos de las obras de Goya que nos introducen en ese mundo de supersticiones y de fanatismo inquisitorial que, desgraciadamente, forman parte de la historia más oscura de nuestro país.
Antes de comentar los dos grandes cuadros de aquelarres del pintor aragonés, conviene que conozcamos el origen etimológico de esta palabra, así como, brevemente, el significado que ha tenido a lo largo de la historia.
La palabra castellana aquelarre procede de la homónima del vasco akelarre, que a su vez es la síntesis de dos palabras: aker, o macho cabrío, y larre, o prado en castellano. Es decir, hace referencia al “prado del macho cabrío”, puesto que se suponía que las brujas (y/o brujos) celebraban sus encuentros en lugares recónditos del campo y delante del Diablo, que adquiría la forma de macho cabrío en los rituales que presidía.
Aunque etimológicamente proceda del euskera, la creencia en las ceremonias de brujas y brujos con el fin de realizar rituales y hechizos es de tipo ancestral pagano. Con la aparición del cristianismo se suponía, tal como apunto, que esos encuentros estaban presididos por Lucifer o Satanás en la forma de ‘Gran Cabrón’.
Sobre los supuestos aquelarres se vertieron toda clase de fantasías: danzas, orgías, misas negras, muertes de niños para entregárselos y ser comidos por Satanás… Las invenciones y fábulas acerca de estos encuentros imaginarios dan para guiones de espeluznantes películas de terror.
De lo que sí se tiene verdadera documentación es de los procesos llevados por la Inquisición española a lo largo de los siglos contra miles mujeres acusadas de brujería y que, tras sufrir las más horribles torturas, acababan con sus vidas. Esto ya no es fantasía: basta acercarse a Toledo y visitar el Museo de los Instrumentos de Tortura para saber cómo se las gastaba la Santa Inquisición con aquellos que eran calificados de herejes o de realizar ritos de brujería.
Aunque había precedentes de otras instituciones similares en territorios europeos, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fue creado por los Reyes Católicos en 1478 con el fin de mantener la fe católica en sus reinos. En nuestro país tuvo una larga existencia de más de tres siglos y medio, pues su abolición definitiva se produjo en 1834, durante el reinado de Isabel II.
Por las fechas indicadas, podemos deducir que Francisco de Goya, uno de los grandes genios de la pintura española, llegó a conocer de modo directo su existencia, puesto que nació en el pueblo aragonés de Fuendetodos en 1746, falleciendo en 1828 en la ciudad francesa de Burdeos, es decir, seis años antes de que ese temible tribunal fuera derogado en las tierras hispanas.
Como gran cronista de la España que le tocó vivir, no solo pintó retratos reales y de la nobleza, sino también escenas populares y costumbristas, así como los episodios trágicos de la Guerra de la Independencia. A ello habría que sumar las obras en las que plasmaba las supersticiones, fanatismos y crueldades que eran moneda común por entonces. Y dentro de este último grupo caben sus dos pinturas de aquelarres, es decir, de esos encuentros que, supuestamente, realizaban las denominadas brujas con la presencia central del Demonio.
La más famosa de ellas, pintada entre 1797 y 1798, recibe el nombre de El aquelarre. Se trata de un pequeño lienzo que, en la actualidad, se encuentra expuesto y puede contemplarse en la Fundación Lázaro Galdiano de Madrid.
Desde el punto de vista compositivo, la escena nos muestra un conjunto de mujeres, jóvenes y ancianas, sentadas formando un círculo presidido por el macho cabrío, o Gran Cabrón. Estas mujeres le hacen entrega de niños para alimentarlo, según las creencias supersticiosas que se tenían de los aquelarres.
Uno de esos niños, esquelético, se encuentra muerto en el lado izquierdo del cuadro. Otro, en estado similar, es entregado al macho cabrío por una vieja bruja. Por encima de esta última, una mujer más joven le ofrece un bebé rollizo y saludable. Al fondo y en la izquierda, se ven tres niños muertos colgados de un palo, formando parte de la ofrenda que las brujas realizan al Demonio. Para reforzar el aspecto macabro y satánico de la escena, por encima vuelan en un cielo oscuro un conjunto de murciélagos, animales aciagos y repugnantes que asoman cuando el sol se oculta tras el horizonte.
Otra versión del aquelarre que hiciera Francisco de Goya es un mural, perteneciente a las denominadas Pinturas negras, plasmado en las paredes de la casa de la Quinta del Sordo, nombre de la extensa finca situada en las afueras de Madrid y en la que vivió sus últimos años antes de exiliarse en Francia.
Por suerte para nosotros, el pintor valenciano Salvador Martínez Cubells copió el mural de Goya en un lienzo de grandes dimensiones, por lo que actualmente podemos contemplar esta segunda interpretación del aquelarre, ya que se encuentra expuesta en el Museo del Prado en Madrid.
A diferencia del primer cuadro que tiene un formato casi cuadrado, este segundo caso es de tipo rectangular muy alargado, en consonancia con el tema que Goya quería expresar del aquelarre.
En esta ocasión, el macho cabrío se encuentra en el lado izquierdo de la escena, con ropas ennegrecidas y con la boca abierta, como si estuviera hablando al auditorio de brujas que, apiñadas, se encuentran atentas a sus palabras.
Según algunas interpretaciones, se dirige de modo especial a una novicia, con la ropa blanca y de espalda, que está siendo postulada para ser una nueva bruja. No se trataría, pues, de ofrecimientos de bebés al Demonio, sino de la incorporación de un nuevo miembro a la congregación de brujas.
El conjunto de las figuras tienen aspecto grotesco, muy desagradable, recordando a caricaturas. Esta deformación de los rostros acentúa la deformidad moral de los personajes de este aquelarre: mujeres viles, deformes, entregadas a ceremonias satánicas y que provocan verdadero horror en quienes pudieran contemplarlas.
Como cierre a la presentación de estas dos obras de Goya cabría preguntarse: ¿Son estas las escenas a las que se entregan aquellas parejas que desean tener descendencia y no lo logran por métodos naturales? ¿Debemos hacer caso al obispo de Córdoba y abominar tanto de los padres como de los hijos que han nacido con la ayuda de la ciencia médica y sin la cual no tendrían posibilidad de haber nacido y ahora no existirían o conviene hacerle callar de tantas brutalidades como suele “agasajarnos” de vez en cuando?
Aureliano Saínz. Córdoba Laica