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Aniversario de la Constitución, 40 años sin libertad de conciencia

El 9 de diciembre fue elegido hace unos años por diversas organizaciones, entre las que despunta Europa Laica, por coincidir con la promulgación, el mismo día y mes de 1905 en Francia, de la Ley de separación de la Iglesia y el Estado, y en España de la Constitución de la Segunda República en 1931.

Ofende al entendimiento, a la razón y a la decencia la sentencia dictada por el Juzgado Contencioso Nº 2 de Cádiz sobre el recurso presentado por la organización Europa Laica contra la concesión por el Ayuntamiento de esta ciudad de la medalla de oro a la Virgen del Rosario. No sólo ofende, sino que suena a castigo impuesto contra la asociación recurrente, Europa Laica, al condenar a la misma a pagar las costas del proceso con un límite máximo de 6.000 euros. Cabe decir que Europa Laica no recibe subvenciones de ningún tipo y se mantiene sólo con lo aportado por sus socios y donaciones particulares.

La sentencia no tiene desperdicio y da tufo a nacionalcatolicismo trasnochado, propio de otra época y signo de una práctica judicial que, mediante subterfugios y malabarismos, tal y como ha manifestado Europa Laica, trata de sortear algo evidente: que la medalla se le concede a la Virgen y no, como se dicta en la sentencia, a las órdenes religiosas que promueven la concesión. Hay que añadir que el mismo argumento torticero se utilizó en la sentencia del Supremo que avaló la concesión de la medalla policial por parte del Ministerio de Interior en 2014 a Nuestra Señora Santísima del Amor. En cuanto al papel jugado por el alcalde gaditano de Podemos, sobran los comentarios e invitan a más de un inscrito o inscrita en esta formación a replantearse su continuidad en la misma.

No es de extrañar que, vistos los tiempos que corren en defensa de la fe, el Día Internacional del Laicismo y la Libertad de Conciencia, celebrado el pasado 9 de diciembre, pasara, como quien dice, de noche para los grandes medios de comunicación, ocupados en transmitir urbi et orbi los nuevos y consabidos tejemanejes de ese perro viejo del diablo que es la Iglesia española ante el nuevo anteproyecto de ley orgánica anunciado por el Gobierno para derogar (o reformar) la actual Ley Orgánica de Educación, la LOE.

Según anuncia el borrador de dicho anteproyecto, la materia de religión dejaría de contar para la nota media en el acceso a la universidad o para la obtención de beca, y se eliminaría la obligatoriedad de cursar una materia alternativa, lo que viene suponiendo un castigo para quienes no quieren cursar dicha creencia religiosa.

Tal fecha, el 9 de diciembre, fue elegida hace unos años por diversas organizaciones, entre las que despunta Europa Laica, por coincidir con la promulgación, el mismo día y mes de 1905 en Francia, de la Ley de separación de la Iglesia y el Estado, y en España de la Constitución de la Segunda República en 1931.

La ley francesa señalaba en su primer artículo que “La República asegura la libertad de conciencia”, y en el segundo que “La República no reconoce, no paga, no subvenciona ningún culto”. Esta Ley se complementa con lo establecido en la Constitución gala, en cuyo artículo 1 se dice que “Francia es una república indivisible, laica, democrática y social”.

Aunque es sabido que, a pesar de dichas declaraciones, en Francia el Estado subvenciona con dinero público escuelas religiosas y financia el mantenimiento y conservación de algunos edificios destinados al culto, sobre todo los anteriores a 1905, lo cierto es que defiende un concepto de laicidad que va más allá de lo íntimo y privado y acoge también a la esfera colectiva de la ciudadanía, como prueba el hecho de que desde el año 2013 la Carta de La Laicidad -una declaración con 15 mandamientos sobre principios, derechos y deberes republicanos-, figure en todos y cada uno de los colegios públicos, a la vista del alumnado.

En cuanto a la Constitución de la República Española, proclamada el 9 de diciembre de 1931, ésta señalaba en su artículo 3º: “El Estado español no tiene religión oficial”. Y punto.

Nada más reunirse el pasado 3 de diciembre la ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, con los miembros (aquí no hay miembras que valga) de la Conferencia Episcopal Española, esta última publicó una nota de prensa en la que manifestaba, resaltándolo en negrita, sus “preocupaciones ante el anunciado anteproyecto de ley orgánica” y remitía al Gobierno a lo establecido en la “Constitución, de la que en estos días se celebra su 40 aniversario, y los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979” como “marco de referencia para el diálogo sobre el pacto educativo o para cualquier modificación de la legislación vigente”.

Vuelve pues la Iglesia española, erre que erre , a enarbolar la bandera de la Constitución, cuyos fastos ahora celebramos, y de nuevo nos flagela a ateos, laicos, descreídos, impíos y pecadores con el látigo de los acuerdos firmados entre el Estado español y la Santa Sede en la Ciudad del Vaticano el 3 de enero de 1979, apenas una semana después de que entrara en vigor una Constitución que fue pergeñada y discutida a puerta cerrada por la Comisión Constitucional, de la que no existen actas a pesar de contar con 29 reuniones, designada a dedo por Adolfo Suarez y protagonizada por siete hombres y un destino de falsedades y desmemoria, todos ellos católicos practicantes, a excepción de Jordi Solé Tura, que venía comandado por un PSUC descafeinado y un Santiago Carrillo si ayer con melena hoy con peluquín y amigo del rey campechano.

Aquellos acuerdos con la Santa Sede, todavía vigentes, sucesivos al Concordato de 1953 (ratificado por el Acuerdo del 28 de julio de 1976), suponen un tratado o acuerdo internacional entre un Estado social y democrático de Derecho, el español, y otro Estado absolutista, el de Ciudad del Vaticano, cuya Ley fundamental del Estado establece que el Sumo Pontífice, Soberano del Estado, “tiene la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”, es decir, el principio de la monarquía absoluta, algo así como la firma de un tratado con Arabia Saudí, pero mejor visto.

Estos acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979, de los que ahora se cumplen 40 años, no fueron sometidos a discusión alguna. Se dieron por hecho y ha quedado probado que las negociaciones corrieron paralelas, pero de modo independiente y secretísimo, al debate establecido sobre la Constitución en el Congreso de los Diputados, que tampoco dio para mucho en cuestión de transparencia. A diferencia de lo que sucedió durante la Segunda República, cuando el debate sobre la Iglesia formaba parte de la cámara política por excelencia y se seguía con pasión en la calle, con intervenciones tan magníficas como las de Azaña (la separación de la Iglesia y del Estado es una verdad inconcusa), los apaños de aquellos políticos de finales de los setenta, mediocres y ansiosos por salir en la foto en connivencia con un monarca al que nadie quería, prohijado por el dictador, le negaron luz y taquígrafos a una ciudadanía ante la que, después de 40 años de dictadura, se abrían las grandes alamedas por las que pudiera pasar el hombre libre para construir una sociedad mejor.

De aquel apaño salió una monarquía coronada por la Iglesia y un Estado que más que aconfesional era y sigue siendo pluriconfesional, con claros privilegios otorgados a una determinada creencia, la católica-apostólica-romana, tal y como establece el artículo 16.3 de la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

Los muy católicos padres (ninguna madre) de la Constitución se lucieron declarando que ninguna confesión tendría carácter estatal para, acto seguido y en el mismo renglón, establecer que la católica contaría con la cooperación del Estado y un trato muy especial.

Todo ello supuso esa continuidad postfranquista de la presencia de simbología y representación religiosa en las instituciones públicas, ya se trate de colegios, ayuntamientos, casas de cultura, bibliotecas o cuartuchos varios a modo de despacho administrativo, en cuyo ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, siempre luce una cruz o una estampa.

Después, recién firmados los acuerdos que daban dinero público a la Iglesia Católica y la eximía de sus obligaciones fiscales, al mismo tiempo que le permitía campear como Pedro por su casa por colegios, institutos y universidades, tanto públicos como privados (en estos últimos incluso con el privilegio de otorgar títulos por su cuenta o permitir la titulación del alumnado a mano de profesorado que no ha accedido al desempeño docente mediante oposición pública), después de esto, decimos, vino al Ley de Libertad Religiosa de 1980, que no de Libertad de conciencia (el matiz es importante), como medio de apuntalar una práctica que ya había situado a la Iglesia española entre la casta superior de las organizaciones más beneficiadas por la llamada “transición democrática”.

Hoy día muy poca gente en España sabe qué cosa es el laicismo o la laicidad, palabras que no aparecen en ningún momento en la Constitución. Los centros educativos públicos, sobre todo los de educación infantil y primaria (no digamos ya los privados), se asemejan todavía en el 2019 en ocasiones a templos religiosos, plagados de estampitas, cuadros o figuras de santos y celebraciones religiosas que acogen a todo el centro. Basta con atender al nombre de muchos colegios e institutos públicos para darnos cuenta de hasta qué punto la vida religiosa (católica) impregna nuestros centros educativos. Tanto es así que cuando un alumno o alumna finaliza la ESO tiene más claro el misterio de la Santísima Trinidad que la evolución de las especies mediante la selección natural.

Entre 1975 y 1982 el PSOE renunció a buena parte de sus principios políticos, ideológicos, laborales, económicos y… laicistas. Aparte de quitarse de encima el lastre de muchos y muchas militantes que se habían dejado la piel (literalmente) en el camino de la dictadura, tanto dentro como fuera del país, suspicaces con la Iglesia franquista, quienes acabarían abandonando el partido por desencanto, dio paso a una nueva militancia políticamente no marxista, sino marxiana: “Estos son mis principios. Si no le gustan…tengo otros”. Algunos y algunas arrastraban una educación nacionalcatólica que les hacía sentirse cómodos en sus trapicheos con la Santa Madre Iglesia, a la que colmaron de dones y privilegios durante décadas, pues sabían del aprecio desmedido que esta institución siente por el dinero y otros bienes terrenales.

La terna compuesta por Monarquía, PSOE e Iglesia funcionó a la perfección y perpetuó el neofranquismo convirtiéndolo en neocatolicismo, con una Institución eclesial insaciable económicamente hablando, a la que en el asunto de las perras le ha ido siempre mucho mejor con el PSOE que con el PP, que bebe directamente del IRPF de todos los contribuyentes, seamos creyentes o no, que se apropia de lo ajeno bajo el método de las inmatriculaciones y que está presente en cuantas ceremonias haya, aunque sean civiles. Cómoda en la definición del español como un Estado aconfesional que le otorga una prevalencia sobre el resto de confesiones, minoritarias, gusta de interferir en los asuntos de Estado pero pone el grito en el cielo cuando es la administración, los medios de comunicación o determinados colectivos los que indagan en sus cuentas, desvelan casos de pederastia o reclaman mayor aperturismo y libertades en su seno, como es, por ejemplo, la participación de la mujer en igualdad de condiciones que los hombres.

No hay pueblo, ya sea grande o chico, donde la Iglesia no goce de privilegios en la celebración de sus ritos y en la presencia de sus símbolos. La fotografía que ilustra este artículo, la del Ayuntamiento de Puebla de la Calzada, un pueblo de Badajoz gobernado por el PSOE desde hace ya más de 25 años, en el que se podría decir que las concejalías se heredan de padres a hijos, refleja la absoluta falta de respeto a la aconfesionalidad del Estado y a lo que se establece en el artículo 16 de la Constitución: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”.

Cabe decir que dejar a disposición de la Iglesia un edificio público, como es un ayuntamiento, y utilizar sus ventanales para lucir las banderolas de la fe, sólo puede responder a la supina ignorancia de quienes ostentan el cargo de representantes del pueblo, ajenos y ajenas a su obligación de preservar la neutralidad de la institución a la que representan, ejemplo político de la mediocridad intelectual y la santurrona beatería que caracteriza a la política y a los políticos de los últimos cuarenta años, contrarios a la separación definitiva entre Iglesia y Estado.

Máxime aún cuando, como sucede en este caso, dan pábulo a una tradición que parte de un decreto franquista de 1937, en plena Guerra Civil, mediante el que se recuperan numerosas festividades y celebraciones litúrgicas abolidas por la República, como es la de declarar feriado el día de la Inmaculada Concepción o la Purísima. En ese decreto de 1937 también se estableció que la figura de la Virgen figurara en todas las escuelas, para que tanto alumnado como maestros y maestras le rezaran a diario y pidieran por el éxito de la cruzada y el castigo de sus enemigos.

Nada que objetar a que la Iglesia celebre sus ritos y cumpla con ellos quien quiera. Sin embargo, disponer de edificios públicos, que son de todos, para la exhibición de imaginería religiosa o celebración de determinados rituales no es sólo sacar los pies del tiesto, sino volver a la práctica de la religión de Estado, basada en el principio de Cuius regio, eius religio: según sea la del alcalde, así ha de ser la religión del Ayuntamiento.

Todo ello responde a una falta absoluta de conciencia y de consciencia. La escasa o nula educación sobre laicidad en nuestro país da al traste con el digno ejercicio del librepensamiento entre nuestros políticos y nuestros jueces, más preocupados por satisfacer al señor obispo que de enfrentar cuestiones de derecho. En la hemeroteca del pasado mes de septiembre tenemos el ruego y besamanos del presidente autonómico de Extremadura, Fernández Vara, al Papa Francisco para que Guadalupe, con su Virgen, pase a depender de la provincia eclesiástica extremeña, de modo que casen territorio con creencia (Estado con Iglesia). No es de extrañar que algunos jueces dicten sentencias como la de Cádiz contra Europa Laica.

Tampoco parece haber mucho afán por parte de los grandes medios de comunicación por inspirar una verdadera reforma laicista, y de la intencionalidad del nuevo gobierno del PSOE jamás hemos dudado: Pedro Sánchez, el primer presidente del Gobierno español que tomó posesión sin símbolos religiosos sobre la mesa o en el decorado de la escena, ya ha declarado que va a ser difícil, por no decir imposible, reformar el Concordato y los acuerdos de 1979, por tratarse de acuerdos internacionales. Nada nuevo bajo el sol. Como dicen por mi tierra, cuando no se quiere trabajar, cualquier excusa es buena. Ahora menos que nunca, cuando la irrupción de la ultraderecha en la escena política invita a los partidos, PSOE incluido, a propugnar su idea tradicionalista de Dios, Patria y Rey, no vaya a ser que pierdan los votos de la feligresía.

Son necesarias celebraciones como la del Día Internacional del Laicismo y la Libertad de Conciencia, para que la sociedad española pueda conocer qué cosa es el laicismo, algo que no tiene nada que ver con la laicidad positiva que algunos propugnan como modelo de reconciliación entre Iglesia y Estado y que daría para otro artículo. El nacionalcatolicismo sigue presente en nuestra sociedad, hostil a la laicidad que le correspondía por derecho durante la Segunda República y que se reprimió durante los 40 años de dictadura, perpetuando en la actualidad una impronta religiosa que señala ciudadanos de primera (los que creen en Dios y disponen de las instituciones para otorgar medallas a la Virgen) y ciudadanos de segunda (los que creen que otorgar medallas a la Virgen desde un Ayuntamiento es un acto discrecional contrario al sentido de la racionalidad). Lamentable.

En cuanto a la definición de laicismo, quedémonos aquí con la que dio Gonzalo Puente Ojea, de quien el próximo 10 de enero se cumplen dos años de su muerte (coincidente con el natalicio de Manuel Azaña, en 1880) y quien fuera presidente honorario de Europa Laica, cuyas tesis han inspirado en gran medida este escrito. Siempre seguiremos echando de menos su compromiso y su clarividencia:
“El laicismo es el laicismo, a secas. No persigue a la religión, la sitúa en el ámbito de la privacidad, en el fuero interno de las conciencias. Y es solo así como la protege”.

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