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Agnósticos y ateos

La actitud personal ante la cuestión de Dios puede discurrir por dos vías opuestas. La respuesta afirmativa del teísmo estructura explícita o implícitamente la concepción del mundo en el sentido de un ordenamiento jerárquico de la realidad, y su desdoblamiento en una esfera de lo sobrenatural y trascendente y una esfera de lo natural e inmanente. El creacionismo, la existencia e inmortalidad del alma, y la retribución de una vida personal más allá de la muerte son las tres cláusulas básicas de la respuesta afirmativa. La respuesta no-afirmativa presenta dos versiones diferenciales: el agnosticismo y el ateísmo. La finitud de la existencia humana y el evolucionismo de la materia definen habitualmente el núcleo de esta respuesta en su doble forma, respecto de la cual se mantiene una viva discusión en la que intervienen no sólo los increyentes sino también muchos creyentes movidos por sus intereses religiosos.
La posición del agnóstico puede expresarse así: «los argumentos que se exhiben en favor de la existencia de Dios no me permiten afirmar que existe». La posición del ateo es más terminante: «los argumentos que se exhiben en contra de la existencia de Dios me permiten afirmar que no existe». Es decir, ante la hipótesis teísta, el agnóstico niega modalmente un enunciado afirmativo de existencia, apoyándose en el axioma según el cual quien afirma debe probar; mientras que el ateo afirma modalmente un enunciado negativo de existencia, fundándose en el axioma en virtud del cual los juicios negativos de existencia son verdaderos en tanto no se demuestre lo contrario. Ahora bien, en el orden práctico -es decir, existencial, moral, conductual, profesional, etc.- el agnóstico y el ateo se comportan de modo esencialmente equivalente, pues, como pone de manifiesto el análisis de la función performativa del lenguaje y la experiencia común, el uno y el otro descartan operativamente la hipótesis teísta.

La postura del agnóstico es esencialmente metodológica, porque pone el acento en la naturaleza, según él, no-conclusiva de la argumentación del creyente. Propone, por principio, desconocer el referente teísta y suspender cautelarmente el juicio definitivo sobre la posibilidad de saber si Dios existe o no. Sin embargo, el punto crítico de la discusión radica en dilucidar si, una vez planteada la cuestión de Dios, es posible dejarla en suspenso sine die, aparcarla y continuar por la senda de la vida sin redimir la hipoteca de esta indefinición personal. En mi opinión, esto es teóricamente posible, pero prácticamente más bien imposible. El point d’honneur del agnóstico frente al creyente es tan formalista y tan teoricista en su actitud de espera -dice que necesita pruebas concluyentes para decidir- que, de hecho, su posición nominal no se corresponde con los esquemas de comportamiento vital a los que cada uno de nosotros tiene que atenerse en el mundo de la praxis, entendiendo por esta categoría no sólo lo que se hace (práctica), sino también la estructura teórica y motivacional de lo que se hace (ideología, discurso comunicativo, intereses). Apenas parece discutible que tanto en el plano del saber como en el plano de la vida cotidiana resulta ineludible adoptar, al menos provisionalmente, un posicionamiento de dirección positiva o negativa sobre la hipótesis testa, aunque este posicionamiento no alcance una formulación explícita. Naturalmente, siempre y cuando la pregunta se le plantee efectivamente al interesado, pues la cuestión de Dios no es, contra lo que suele afirmarse un universal antropológico, ya que multitud de seres humanos jamás se han sentido concernidos por esa pregunta o ni siquiera la conocen -y el número de ellos aumenta a acelerado ritmo en estos tiempos-. Pero si la pregunta cobra para alguien pertinencia existencial, la actitud agnóstica, en su estricta formulación teórica, no pasa de aparecer como más bien académica o vagamente verbal. Estimo que esto es lo que quiso decir Bertrand Russell al declararse agnóstico teórico y ateo práctico. La decisión positiva o negativa respecto de la hipótesis testa estructura necesariamente el conjunto del campo perceptivo, intelectivo y moral del ser humano confrontado al respecto. Cabe que quien se tome a sí mismo por agnóstico sólo sea un creyente perplejo, en cuyo caso -relativamente frecuente- debe cambiar su autodefinición. Cabe también que la ideosincrasia de muchos agnósticos, tejida por el temperamento, el carácter y la educación, les lleve a inhibirse, ante los demás y ante sí mismos, a la hora de manifestar públicamente su verdadera posición. Declararse ateo en contextos públicos en los que la inercia del consenso recibido y la presión social es fuerte, comporta correr graves riesgos y dificultades para los propios intereses, lo cual lleva a muchos increyentes a eludir esas declaraciones y a refugiarse en la relativamente más confortable posición del agnóstico, generalmente más pasivo y mucho menos peligrosa, con la puerta expresamente abierta a los intentos de quienes deseen proselitizarlo, o simplemente utilizarlo para sus propios fines, en tanto que sean conciliables con los fines e intereses de los que entran en el juego.

Cuando se rechazan los argumentos en favor de la existencia de Dios -y sus cláusulas de acompañamiento-, es sumamente incoherente no reconocer que se ha accedido a una situación personal de increencia -situación que jamás puede excluir a priori el retorno a la fe-. Una situación de increencia debe concluir, en el orden lógico, en una explícita presunción de ateísmo, la cual obedece metodológicamente al axioma rector que privilegia inequívocamente la verdad, en principio, de los juicios negativos de existencia. Remito al lector a mis libros Elogio del ateísmo, de 1995, y Ateísmo y religiosidad, que acaba de aparecer, si desea profundizar en esta temática.

Un buen amigo mío, agnóstico y experto en teología, ha opinado que el ateo sigue estando «colgado» de la cuestión de Dios. Se trata de una argumentación falaz. Lo cierto es exactamente lo contrario: quien estima que está en posesión de razones suficientes para negar que exista un referente real para la idea de Dios acredita así que se ha «descolgado» de la incertidumbre. A la inversa, quien resuelve permanecer -pública o privadamente- en la duda agnóstica es claro que, expressis verbis, continúa «colgado» de la cuestión sobre si Dios es una quimera o una realidad. A los creyentes les entusiasma presentar al ateo como un fideista recalcitrante pero al revés, obsesionado por el tema de Dios, tal vez creyendo que por esta vía espuria exorcizan la calificación de fanatismo que pesa sobre ellos mismos. Esta actitud de mala fe recuerda la muy mala prensa que siempre ha tenido que soportar el ateísmo. Las ancestrales creencias animistas de los seres humanos, ancladas probablemente en los mecanismos genéticos de supervivencia de la especie, han modelado tan vigorosamente nuestro acervo cultural que la declaración personal de ateísmo exige gran lucidez y mucho carácter, pues desmantela las seguridades y certezas transmitidas por las tradiciones religiosas y absorvidas compulsivamente por las generaciones sucesivas de nuestra especie

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