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[África] Los yihadistas asfixian el Sahel y amenazan con atacar las capitales de Malí y Burkina Faso

El conflicto provoca casi 5.000 muertos en los dos países durante el primer semestre, el peor registro en una década. Las ONG alertan de una crisis nutricional “catastrófica”

Grupos yihadistas vinculados a Al Qaeda que operan en Malí y Burkina Faso han dado un salto cualitativo en su estrategia de hostigamiento a las autoridades y se han lanzado a una ofensiva que pretende aislar las principales ciudades y golpear a las capitales de los dos países, Bamako y Uagadugú. En Malí, el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM) ha reclamado la autoría del reciente ataque al campo militar de Sevaré, a 15 kilómetros de Bamako, y ha publicado un vídeo en el que anuncia atentados de envergadura tanto en el interior como en los alrededores de la capital. En Burkina Faso, mientras, al menos una veintena de localidades sufre el asedio, mediante corte de carreteras y destrucción de infraestructuras, del grupo Ansarul Islam, que ya tiene en el punto de mira alcanzar la periferia de Uagadugú de aquí a finales de año.

El año 2022, con 4.817 muertos a causa del conflicto en Malí y Burkina Faso entre enero y junio, está siendo el más sangriento desde que comenzara la insurgencia yihadista hace una década, según el recuento de José Luengo-Cabrera, analista de datos especializado en el Sahel. En ese periodo se produjeron 2.662 muertos en Malí, casi tantos como los 2.856 de todo 2020, que era el peor registro anual hasta ahora. En Burkina Faso, la primera mitad del año dejó 2.155 fallecidos, cifra que se acerca a los 2.374 de todo 2021. Los ataques se concentran hasta ahora en las regiones de Mopti, Gao y Menaka, en el caso de Malí, y en Sahel, Este y Centro-Norte, en Burkina Faso.

Un convoy de la Fuerza Conjunta del G5 Sahel integrado por los países Burkina Faso, Chad, Mali, Mauritania y Níger se desplazan en misión por la ruta Kaya a Dori en Burkina Faso el pasado 19 de marzo.
Un convoy de la Fuerza Conjunta del G5 Sahel integrado por los países Burkina Faso, Chad, Mali, Mauritania y Níger se desplazan en misión por la ruta Kaya a Dori en Burkina Faso el pasado 19 de marzo. Juan Luis Rod

En Malí, el yihadismo se ha ido extendiendo en los últimos años desde el norte hacia el centro del país, pero los ataques en Bamako o sus alrededores habían sido siempre esporádicos. Sin embargo, entre el 21 y 22 de julio, JNIM, el grupo yihadista liderado por Iyad Ag Ghali, llevó a cabo una ofensiva coordinada con acciones terroristas en Mopti, Ségou y las proximidades de Bamako. El ataque más sonado, en el que participaron dos vehículos llenos de explosivos conducidos por suicidas, se produjo en la base militar de Kati a tan solo 15 kilómetros de la capital, residencia del presidente Assimi Goïta y auténtico corazón de la junta militar que gobierna el país, donde falleció un soldado. Sin embargo, también sufrieron ataques el aeropuerto de Sevaré y bases militares en Kolokani y Douentza.

Unos días más tarde, el 27 de julio, el terrorista Abú Yahya, destacado miembro de JNIM, publicaba un vídeo en las redes sociales para reclamar la autoría de la citada ofensiva y anunciar un incremento de su actividad, específicamente en Bamako y sus alrededores. El portavoz yihadista justificó estas acciones como respuesta a las operaciones militares lanzadas por el Ejército maliense y los mercenarios rusos de Wagner en el centro del país, activos desde finales de 2021, en las que habrían sido asesinados decenas de terroristas. Una de las acciones más polémicas se produjo en Moura, donde malienses y rusos ejecutaron de manera sumaria a más de 300 civiles, acusados de complicidad o pertenencia a los grupos yihadistas, sin pruebas de ello.

El avance del terrorismo hacia Bamako se produce también en un momento de retirada de las tropas francesas y europeas de Malí debido a las desavenencias entre el Elíseo y la junta militar maliense, que ha privilegiado sus relaciones con Rusia tras el anuncio de la reducción de tropas galas en el Sahel. La amenaza que representa este avance ha sido tomada muy en serio por el Gobierno de Estados Unidos, que el sábado pasado ordenó a todo su personal no esencial que abandonara el país. “Grupos terroristas y armados siguen tramando secuestros y atentados en Malí. Pueden atacar con poca o ninguna advertencia, apuntando a clubes nocturnos, hoteles, restaurantes, lugares de culto, misiones diplomáticas internacionales y otros lugares frecuentados por occidentales”, asegura la alerta de viaje publicada por el Departamento de Estado.

En Burkina Faso, la situación es al menos igual de inquietante. Tras hacerse con el control de las zonas rurales de las regiones de Sahel y Centro-Norte, Ansarul Islam, rama local de Al Qaeda, inició en el verano de 2021 una nueva estrategia: aislar las principales localidades de dichas regiones mediante el bloqueo de las rutas de entrada y salida, destrucción de infraestructuras estatales, como escuelas, centros de salud y cualquier representación del Estado, y exigencia a los civiles de abandonar el lugar en 72 horas. Una veintena de pueblos y ciudades han sufrido este tipo de ataques en los últimos meses, según revela un reciente informe sobre el contexto en materia de seguridad de la organización francesa Promediation.

El citado documento se hace eco de la reunión, el pasado 1 de julio, del líder de Ansarul Islam, Jafar Dicko, con sus lugartenientes y jefes de unidades para ordenarles avanzar hacia la capital, Uagadugú, y tomar posiciones en la periferia de la misma antes del próximo diciembre. Asimismo, Dicko ordenó atacar la carretera entre la capital y Bobo-Dioulasso, segunda ciudad del país, para bloquear la circulación, así como los ejes que van en dirección a los vecinos Togo y Ghana antes de este agosto.

Dos patrullas militares realizan una misión de control por la zona de Barsalogho, Burkina Faso, para asegurar el perímetro donde están instalados la mayoría de los desplazados que llegan huyendo de los ataques el pasado mes de marzo.
Dos patrullas militares realizan una misión de control por la zona de Barsalogho, Burkina Faso, para asegurar el perímetro donde están instalados la mayoría de los desplazados que llegan huyendo de los ataques el pasado mes de marzo. Juan Luis Rod

Decenas de vías, ejes de comunicación tan importantes como el que une a la capital con Ouhaigouya, principal ciudad regional, así como la ruta entre Kaya y Dori, sufren la colocación de minas artesanales. El objetivo es impedir el aprovisionamiento de las zonas ocupadas para forzar la huida de la población, así como el movimiento de las fuerzas de seguridad. Aunque son las unidades de Ansarul Islam las que dominan la situación en las regiones de Sahel y Centro-Norte, la Provincia del Estado Islámico en el Sahel, vinculada al ISIS, se mantiene también activa sobre todo al este y oeste del país con tácticas similares.

El Gobierno de Burkina Faso, bajo control de la junta militar golpista, ha reaccionado a su vez tratando de impedir el aprovisionamiento de los grupos armados en aquellas ciudades sobre las que mantiene el control y decretando varias regiones como zona de interés militar para forzar a la población a abandonarlas y tener así campo libre para sus operaciones. Las consecuencias de todo ello están siendo una huida masiva de los ciudadanos, unos dos millones de desplazados internos en un país de unos 20 millones de habitantes, y un desabastecimiento de alimentos en numerosas localidades. “La gente de Sebba está comiendo hojas”, aseguraba el pasado 28 de julio Ulrich Crépin Namfeibona, jefe de misión de Médicos sin Fronteras en Burkina Faso, “si no hacemos nada en los próximos días podemos asistir a una crisis nutricional catastrófica”.

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