En un artículo de María José Fariñas, “Políticas de laicidad: políticas de igualdad”, recogido del diario Público en laicismo.org el pasado 12 de enero, tras una defensa -plenamente compartida- de la laicidad como principio democrático y básico para el desarrollo de políticas de igualdad e inclusión social, se concluía:
“Una vez aprobada la reforma de la actual LOLR y elaborado un Estatuto de la Laicidad, pero sólo entonces, sería el momento de plantear la revisión o la supresión definitiva de los Acuerdos con las diferentes confesiones religiosas, especialmente los Acuerdos con la Santa Sede que suponían privilegiar a la Iglesia Católica sobre las restantes confesiones religiosas, lo cual atentaba y atenta al principio constitucional de igualdad (artículo 14 de la CE)… seria ya innecesaria la existencia de acuerdos unilaterales del Estado con cada una de las confesiones religiosas como los hasta ahora existentes y que respondían a la existencia de un vacío legal sobre el desarrollo del Estado Laico y/o aconfesional consagrado en la Constitución y que en ocasiones hacia que España se pareciera más a un estado multiconfesional que a un estado aconfesional, como la Constitución establece” (subrayado mío).
Según la autora, asesora del Gabinete de Presidencia durante los gobiernos de Zapatero y actual Titular de Filosofía y Sociología del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid, la elaboración y aprobación de una nueva Ley Orgánica de Libertad Religiosa y de Conciencia y una Ley o Estatuto de la Laicidad han de ser previas a la “revisión o supresión” de los Acuerdos con la Santa Sede y otras confesiones religiosas, “innecesarios” una vez establecido el nuevo marco legal.
Opiniones similares hemos escuchado también en conversaciones recientes con representantes de la propia Comisión Ejecutiva socialista -para asuntos relacionados con la laicidad- y de su grupo parlamentario en la Comisión de Educación, cuando se ha planteado la urgencia, sin más dilaciones, de la denuncia y derogación de tales Acuerdos. Por nuestra parte, es una medida que juzgamos imprescindible, siquiera para levantar la hipoteca a que seguiría viéndose sometida cualquier nueva Ley de Educación, en sustitución de la LOMCE, en caso de que prosperase el presunto “pacto educativo” para el que vienen funcionando sendas subcomisiones de Educación dentro del Congreso y del Senado. Seguiría siendo obligada la presencia de la asignatura de Religión confesional y “en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales” en el currículo oficial, tal como se recoge en los Acuerdos de 1979 y, de forma similar, en los suscritos con otras confesiones religiosas en 1992.
Nadie ignora las resistencias que se levantarán en dicha Subcomisión, ante exigencias de elemental carácter democrático en el terreno específico de la enseñanza, dada la configuración del actual arco parlamentario y los intereses privados, materiales e ideológicos (y no solo religiosos), ahí representados. Pero no podemos hacernos trampas a nosotros mismos ni hacer alarde de ingenuidad. Si bien es cierto que habrá problemas para una simple denuncia por una de las partes implicadas en los Acuerdos suscritos (el gobierno español, en este caso), pero obligada a partir de un mandato mayoritario y explícito del Congreso en ese sentido, no menos dificultades se presentarían a la hora de consensuar una reforma de la LORL (nueva ley orgánica que necesita la aprobación de 2/3 de los diputados) y un Estatuto de Laicidad, que tengan como efecto inmediato, por “innecesarios”, la supresión de los privilegios de los que ha gozado la Iglesia Católica (y que otras confesiones quieren también gozar en términos de “equidad”). También en ese caso habría que proceder a la denuncia fehaciente de unos Acuerdos, que no proceden de una ley, sino de un convenio internacional entre dos supuestos estados. De hecho, esto último resulta más fácil que el rodeo propuesto y, en cualquier caso, de lo que se trata es de si hay de voluntad política de adoptar decisiones para resolver, de una vez por todas y en clave de imperativos democráticos, lastres del pasado y privilegios heredados de un régimen apoyado en el “nacional catolicismo”, que ningún gobierno se ha atrevido a enfrentar y sus beneficiarios no piensan abandonar de buen grado.
Pese a las presiones del “consenso” inducido en aquellos momentos y por todos alabado, en 1979, el propio grupo socialista, junto con el comunista, votó en contra de la ratificación del Acuerdo con el Vaticano en materia de enseñanza y asuntos culturales. Sin embargo, posteriormente, incluso cuando se ha tenido mayoría parlamentaria de “izquierdas”, la continuidad de los Acuerdos -de índole antidemocrática y gravosas consecuencias económicas- nunca fue cuestionada. Es más, en 1992 se firmaron otros nuevos con las confesiones evangélicas, islámicas y judía. En 2006 el gobierno de Zapatero aumentó del 0,5% al 0,7% la cantidad del IRPF desviado a subvencionar a la Iglesia. Y cuando en 2010 se atrevió a anunciar lo mismo que ahora se plantea, es decir, la elaboración de una nueva “Ley de Libertad Religiosa y de Conciencia”, las presiones del Vaticano lograron que el proyecto se guardara en el cajón. No se puede levantar ahora el mismo señuelo, a no ser para reducirlo a mero instrumento de propaganda electoral y eludir las responsabilidades puestas al orden del día: la denuncia de los referidos Acuerdos.
Sin embargo, hay que reconocer que, al hilo de los propios cambios sociales, algo de sus demandas democráticas se han reflejado, siquiera sobre el papel, en tanto cada vez resulta más inadmisible el mantenimiento de tratos de privilegio y el amparo institucional al adoctrinamiento religioso de menores en las aulas. Al menos desde 2013, han sido frecuentes las resoluciones en congresos y programas electorales de distintas fuerzas políticas, incluido el PSOE, que han recogido la necesidad de proceder a la denuncia de los Acuerdos firmados en 1979. Argumentos y declaraciones taxativas al respecto no han faltado.
En un breve artículo titulado “Laicidad imposible”, publicado en El País ya en julio de 2010, el catedrático de Derecho Eclesiástico, Dionisio Llamazares, escribía lo siguiente: “El Estado está maniatado y no puede progresar hacia la laicidad en el desarrollo legislativo de un derecho fundamental. No puede legislar obedeciendo al mandato constitucional. Se topa con el stop de los Acuerdos. El estatuto de la Iglesia católica no lo define la Ley de libertad religiosa, sino los Acuerdos. No sin razón, la Iglesia católica ha aceptado la ley de Libertad Religiosa vigente en lo que la beneficia, pero ha rechazado que le sea aplicable si disiente de los Acuerdos. Mientras estén vigentes, es imposible cumplir el mandato constitucional de la laicidad y de la igualdad de todos en la libertad de conciencia”.
Aunque algunos no compartamos la existencia de un claro y efectivo “mandato constitucional de la laicidad” (como sí lo había en la constitución republicana de 1931), las conclusiones de quien ocupó la Dirección General de Asuntos Religiosos en el último gobierno de Felipe González y desarrolló amplios estudios sobre el carácter inconstitucional y para-constitucional de los Acuerdos firmados con el Vaticano en 1976 y 1979, son inapelables. Al parecer, la lejanía de los compromisos gubernamentales ayuda a mayor clarividencia y desinhibición a la hora de expresar las opiniones personales.
Tal como se pone de manifiesto en ese artículo, los Acuerdos son el primer obstáculo a levantar. El orden de los factores sí altera el producto en este caso; y postergar su denuncia a la espera de una presunta reforma de la LOLR -de incierto futuro en su contenido y en el tiempo- significa renunciar de antemano a tomar decisiones inaplazables en el presente, si de verdad algo se quiere cambiar para que algo sustantivo cambie.
Las excusas, antes y ahora, en torno a correlaciones de fuerzas en el marco político y al apoyo social necesario para tomar medidas de tal trascendencia, dejan de lado la obligada iniciativa que en ese sentido corresponde a todos aquellos que se reclaman de los derechos democráticos y de la igualdad exigida, sin privilegio ni discriminación, en su aplicación al conjunto de la ciudadanía. Uno de ellos, y fundamental, concierne a la libertad de conciencia que exige como condición la laicidad y neutralidad ideológica de las instituciones públicas, y de modo especial dentro de la Escuela. Ante las contumaces negativas de gobiernos y fuerzas políticas enquistadas en sus intereses particulares y reaccionarios, es necesario, cuando menos, levantar públicamente y en todos los foros políticos y sociales, los referentes democráticos que deben presidir cualquier avance para traducir en leyes las demandas de la mayoría social.
Hoy, y no un lejano mañana, existe un hecho concreto planteado sobre la mesa del debate político y social y que exige determinaciones en lo inmediato: el compromiso que dicen haber asumido el conjunto de los grupos parlamentarios para llegar a un acuerdo (si no de imposible unanimidad, sí mayoritario) en torno a las bases sobre las que elaborar una nueva ley educativa. Si no estamos ante nuevas maniobras de distracción; si la urgente derogación de la LOMCE, exigida hace tiempo por una amplia mayoría social y política, ha de dar paso a una Ley de Educación de mayor aceptación y estabilidad en el tiempo, solo podrá cumplir dichos objetivos en caso de que efectivamente garantice las mínimas exigencias democráticas inherentes a la satisfacción de un derecho universal e igual, como es la educación y la ineludible laicidad del sistema educativo. Esa exigencia democrática viene negada de raíz por las obligaciones contraídas en los Acuerdos con la Santa Sede y son el primer obstáculo a remover. ¿Tampoco es ahora el momento?
Junto al impulso de la movilización social, y como instrumento que la facilite, es obligación inexcusable de los grupos parlamentarios comprometidos en la defensa de la Escuela Pública y Laica, plantear ya, tanto en la Subcomisión de Educación como en el pleno del Congreso, la denuncia y derogación de los Acuerdos con la Santa Sede y con otras confesiones religiosas. Hoy el gobierno del PP carece de mayoría parlamentaria para hacer prevalecer su postura contraria. Pero incluso si no se lograra una mayoría alternativa sobre esta decisión concreta, quedaría claro el compromiso público de las fuerzas políticas dispuestas a llevar a cabo esa determinación y su implicación, real y no meramente formal, en favorecer las circunstancias que la hagan posible.
Fermín Rodríguez Castro
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