Anne estudió en el colegio de Teresianas de Pamplona entre 1963 y 1968 y allí sufrió palos indecibles y abusos que muy pocos saben
Anne, natural de un pueblo del norte de Navarra y que ahora vive fuera, se formó como enfermera en Donostia tras decenas de vicisitudes, es una combatiente de la ablación genital a niñas de África y una amante de montaña, se reforzó a base de tantos palos en el laicismo, en el agnosticismo total y en la convicción de que este paso que da de denunciar públicamente lo que sufrió “es lo que tengo que hacer a mi edad. Ya lo he vivido todo. He luchado mucho para llegar hasta aquí, pero quiero que se sepa y no ocurra más”.
Anne, como prefiere llamarse porque a sus 70 años hay muy poca gente que sepa esto, ha vivido varias vidas, aunque en algunas, cuando era más txiki, lo que trató fue de sobrevivir como fuera. Incluso se rehizo después del silencio en el que enmudeció cuando aquella monja del colegio Teresianas de Pamplona, a la que ella recuerda con el nombre de Francisca y que era encargada del comedor, la violara en repetidas ocasiones en unas escaleras lúgubres cuando era una niña de apenas 10 años.
Ocurrió hace seis décadas, pero “sigo teniendo pesadillas con ello. La veo beoda, alcohólica, totalmente ida, e intentando penetrarme con una botella de calcio forte, de cuello alargado, y yo enloquecida tratando de salir de ese lugar al que se accedía a través del comedor”, recuerda con crudeza.
Aquellos abusos sexuales continuados en el propio colegio, donde Anne estudió como interna entre los 9 y los 14 años, los compartió con otra de las religiosas que impartían clase, la hermana Digna, que le respondió con un método de lo más habitual en la época. “Me metió un sopapo, una colleja en la nuca, que me dejó doblada. Ya no volvimos a hablar. Luego en casa, también recuerdo que se lo comenté a mi madre. Ella era una gran empresaria, pero un desastre como familia y como madre. En realidad nunca me quiso tener, yo era una molestia para ella y por eso me mandó durante toda la infancia a colegios como Teresianas. Antes, desde los seis años, ya había estado en otro colegio de monjas en el pueblo. Imagínate que ni siquiera venía a verme al colegio de Pamplona y cuando me tocaba regresar a casa me mandaba un chófer que me llevaba de vuelta en Navidades y Semana Santa. Así que cuando me dio por contarle eso no se le ocurrió nada más que responderme que era una asquerosa. Y pasó página. Y ya me quedé muda, por el shock, por todo eso que estaba viviendo, y no lo compartí hasta que muy mayor lo hablé con mi hijo”.
Alcohol, maltrato y abusos
Aquel episodio fue el culmen de una espiral de violencia sexual por parte de aquella monja, que empezó bien temprano, al poco de que Anne llegara al colegio siendo una niña de 9 años. Ella recuerda que llegó con esa edad a un colegio que era de la supuesta elite y lo primero que le sorprendió era “la poca higiene y la cantidad de alcohol que bebían algunas monjas. Lo hacían sobre todo a la noche, se iban bebidas a la cama”. Llegó en octubre. A los dos meses, durante unas vacaciones, el colegio se quedó semivacío. Y la monja no tenía otro placer que ponerse a untar pan en unos cuencos llenos de vino. Se lo comía a cucharadas. Luego tiraba el pan que le sobraba al suelo y “me decía que lo recogiera”. Hubo un día que “me quedé sola recogiendo la cocina. Ella se puso en unas escaleras que bajaban hacia un sótano con puerta, que estaba siempre cerrada y con el que trataban de infundirnos miedo. Se sentó en la escalera, me mandó bajar con ella y a mí me puso debajo. Me cogió de las orejas, se remangó, me llevó a su sexo y gritaba como una descosida: ¡Que chupes esto! Al terminar, me decía ni se te ocurra decir nada, ni cuando te vayas a confesar, tu madre ya decía que eras muy justa, así que no te van a creer”.
Una vida de lucha y de recomposición
Hace recuento Anne para afirmar que “a lo largo de la vida me han ocurrido muchas cosas difíciles de afrontar, pero pasar por ese colegio fue muy duro. Me ha marcado toda la vida. Ha sido como una sombra pegada a mí. No lo compartí con nadie, y siempre he tratado de decirme que no importaba, para que no me persiguiera, para no minusvalorarme y pensar que había que tirar para adelante para que no me hagan más daño del que me hicieron. Lo he intentado llevar con discreción y sobriedad, salvo en una ocasión que volví de adolescente con ganas de revancha. Hice un viaje para conseguir los papeles para el pasaporte y venía dispuesta a hacer lo que fuera. Por suerte, lo pensé dos veces y me dije: no lo hagas, te vas a joder la vida”.
Anne, natural de un pueblo del norte de Navarra y que ahora vive fuera, se formó como enfermera en Donostia tras decenas de vicisitudes, es una combatiente de la ablación genital a niñas de África y una amante de montaña, se reforzó a base de tantos palos en el laicismo, en el agnosticismo total y en la convicción de que este paso que da de denunciar públicamente lo que sufrió “es lo que tengo que hacer a mi edad. Ya lo he vivido todo. He luchado mucho para llegar hasta aquí, pero quiero que se sepa y no ocurra más”.
“Tengo que proteger a mis nietos”
“Me imagino a mis nietos y quiero protegerles, que tengan esta memoria histórica de lo que hicieron con nosotras cuando éramos unas criaturas… Yo no perdono. Si perdono, igual se me olvida, y no quiero ni perdonar ni olvidar. Se pueden perdonar cuestiones económicas, deudas, otras acciones, pero esto que pasé aquí dentro no hay nada que lo perdone. Para mí abandonar este colegio (la entrevista se produjo en el Palacio Ezpeleta, que fue sede del colegio Teresianas en esa época) fue una liberación total. Pero lo peor es que estoy segura de que no fui la única. Había dos chicas de Gipuzkoa, que lloraban mucho y solían gritar, que estoy convencida de que pasaron por lo mismo. El dormitorio era una sala inmensa, donde todas dormíamos separadas por una mampara y la tal Francisca también dormía allí. En su cuarto siempre había mucho ruido”.
Anne levanta la vista a la fachada del Palacio, sus ojos recorren los muros y capiteles, los cierres de las ventanas, se agacha para toquetear los relieves de piedra del suelo de la entrada, aquel que le hacían fregar de rodillas junto a otras compañeras. La disciplina se aplicaba manu militari. Mano dura y silencio sepulcral. “A veces, la misma monja me sacaba de la cama en mitad de la madrugada. Me hacía lo mismo. Y si me quejaba por algo, me dejaba toda la noche ahí arriba (mira hacia el último piso del edificio). Me asomaba a la ventana y me decía de aquí te puedes caer. Recuerdo que esa noche, con 12 años, me vino la regla y ella me empezó a pegar y me decía que me lavara delante de ella. Me rompió los botones de la bata”.
Aún así la letra con sangre entraba. “Tuve una experiencia tan horrible que tampoco recuerdo haber tenido una buena educación, ni en matemáticas, ni en lengua, ni en francés que era el idioma que aprendíamos… Eran seis monjas, cien alumnas y un desastre. Fui bastante autodidacta para aprender. Y luego nos hacían trabajar como burras. Quizás eso es lo que me ha salvado, que a mí siempre me ha encantado estar activa, trabajar, estar en la calle a la fuerza porque es donde me he criado. En casa solo me querían para limpiar y echar una mano en la cocina. Nunca tenía un duro para nada. Así que cuando me fui de casa y empecé a trabajar, fue igual de liberador que cuando dejé ese colegio”, zanja Anne, aliviada de aquello.