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Abusos del clero

Los abusos cometidos durante años en España por miembros del clero u otras instituciones de la Iglesia católica contra personas bajo su responsabilidad o subordinadas jerárquicamente constituyen uno de los más graves episodios de conculcación de libertades vividos en nuestro país.

No se trata, por tanto, ni de un escándalo de funcionamiento interno de la Iglesia ni de una crisis de imagen. Son hechos cuya naturaleza delictiva es preciso evaluar, investigar y, en su caso, perseguir y juzgar con un triple motivo. En primer lugar, el esclarecimiento de los hechos y el castigo a los culpables y sus cómplices. A continuación, el resarcimiento de las víctimas, que, en numerosas ocasiones, al dolor de la agresión vieron sumadas la incredulidad, el aislamiento y hasta el rechazo de su entorno. Finalmente, y no menos importante, el establecimiento de un principio claro e inequívoco ante hipotéticas futuras agresiones de que no habrá tolerancia alguna y de que en España no hay espacios de impunidad para este tipo de delitos.

La jerarquía de la Iglesia debería tomar conciencia de que el conocimiento de lo sucedido no es en absoluto un ataque a la institución. Las víctimas, en su inmensa mayoría, eran miembros —y muchos lo siguen siendo— de la misma Iglesia católica. Fueron traicionadas por sacerdotes o educadores en quienes depositaron su confianza casi exclusivamente porque formaban parte del clero. Y en demasiadas ocasiones también fueron abandonadas por quienes tenían en su mano poner fin a la situación o evitar que hubiera nuevas víctimas. Y aunque son ellas —las pasadas y, si desgraciadamente las hubiera, las futuras— quienes en primer lugar merecen que no se ahorre esfuerzo alguno en sacar a la luz —y prevenir— estos sucesos, también lo son el resto de católicos y toda la sociedad en su conjunto.

Por eso hay que señalar que la respuesta que está dando la Iglesia en España es insuficiente y va a remolque de las denuncias y testimonios que están aflorando. Mientras en otros países, como Alemania, la misma jerarquía eclesiástica ha encargado informes a organizaciones o expertos independientes, el grupo designado por la Conferencia Episcopal (CEE) parece más bien diseñado para gestionar la crisis que para llegar al esclarecimiento total de los hechos. No es un organismo ni independiente ni transparente y, por eso mismo, es sospechoso de poder ser juez y parte. En la misma línea de tibieza se inscriben las declaraciones del secretario general de la CEE, José María Gil Tamayo, pidiendo a toda la sociedad que asuma “su cuota de responsabilidad”, o las del vicesecretario de Asuntos Económicos, Fernando Giménez Barriocanal, quien consideró el número de casos “irrelevante”.

Los abusos sexuales en la Iglesia católica son uno de los mas graves problemas a los que se ha enfrentado la institución, y así lo han entendido muchos responsables de la Iglesia, incluyendo al papa Francisco. Y en cada país afectado ha revelado además la existencia de una inquietante zona de sombra en determinados círculos en cuanto a la aplicación de la ley. Una comisión de investigación independiente, cuyos resultados sean públicos, y encargada por la misma jerarquía católica española —exactamente igual que han hecho las jerarquías de otros países— sería el primer paso lógico para mostrar una determinación inequívoca de querer acabar con esta lacra.

Editorial en El País

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